RITUALES
Mis conocidos piensan que detesto los rituales, pero no es cierto; lo que en realidad me resulta insoportable es eso a lo que llamamos "compromisos". Entiendo que alguien considere un motivo de alegría el bautizo de su bebé y quiera compartir tanto jolgorio con sus allegados. Lo que me parece insoportable es ese hábito de chantajear a las personas queridas para que se desplacen cientos de kilómetros de ida y de vuelta, pasen por taquilla desembolsando monstruosas cantidades de dinero a cambio de la obscenamente abundante comida que se les ofrece y la sarta de sandeces en que se han convertido las bodas y, por lo visto, también los bautizos y comuniones.
Mis conocidos piensan que detesto los rituales, pero no es cierto; lo que en realidad me resulta insoportable es eso a lo que llamamos "compromisos". Entiendo que alguien considere un motivo de alegría el bautizo de su bebé y quiera compartir tanto jolgorio con sus allegados. Lo que me parece insoportable es ese hábito de chantajear a las personas queridas para que se desplacen cientos de kilómetros de ida y de vuelta, pasen por taquilla desembolsando monstruosas cantidades de dinero a cambio de la obscenamente abundante comida que se les ofrece y la sarta de sandeces en que se han convertido las bodas y, por lo visto, también los bautizos y comuniones.
Pero el ritual es para mí otra cosa. Cuando las formas seguidas con suma observancia -en eso consiste un rito- son la expresión de la devoción sincera por los dioses, los muertos, los amados o aquellos que, de alguna manera, se han ganado nuestro reconocimiento en el drama del tiempo -un tiempo a veces inmensamente extenso- entonces el rito no solo no me parece una ridícula banalidad consumista, sino la expresión más acabada del respeto que las comunidades tienen por sí mismas.
Anteayer celebramos en el Instituto donde trabajo lo que -con cierta imprecisión y notable influencia anglosajona- hemos llamado "día de la graduación". Me hace gracia cuando algunos se burlan de estas cosas por el papanatismo de seguir costumbres transmitidas desde los centros de la cultura hegemónica... Como si los mediterráneos fuéramos tan naturales y espontáneos que no necesitáramos todos esos ritos acartonados; como si las misas, las procesiones, los desfiles, los himnos, las celebraciones futbolísticas y tantos otros homenajes a los que tan aficionados somos fueran otra cosa que ceremonias perfectamente automatizadas y en las que se nos ha adiestrado desde que nacimos. No otra cosa son el racismo y la xenofobia: pensar que los demás son hipócritas y artificiales en sus celebraciones mientras que lo nuestro es natural e instintivo, es decir, verdadero.
Hablando de anglosajones, me ha atraído siempre un rito muy característico de la NBA, la Liga Americana de Baloncesto: el día en que se retira un jugador que ha sido especialmente importante para el club durante años se retira su camiseta, la cual quedará para siempre colgada en lo alto de la cancha, con el compromiso ineludible de que ya nunca ningún nuevo jugador podrá utilizar su número. Muy pocos jugadores de un equipo pueden recibir este honor. Los rivales, cuando llegan a esa cancha, ven dichas camisetas y ya saben que, de alguna manera, las viejas leyendas protegen desde el aire al equipo local. No parece muy distinto de aquellos tótems con los que las tribus llenaban los espacios que demarcaban los lindes de la comunidad. Se trata de hacer sentir tanto al nativo como al extranjero la presencia de lo sagrado, aquello innombrable que vertebra la identidad espiritual del grupo y que se ritualiza en forma de culto a los muertos. No otra cosa es la religión, el reconocimiento de que la supervivencia de un linaje se recuesta sobre la memoria de aquellos que estuvieron antes y se dejaron la piel para convertir el yermo en tierra civilizada. Si, al entrar en una casa donde hay mujeres viejas, observamos con atención, descubrimos que por todas partes hay señales de ese culto, el único que verdaderamente merece textos sagrados y ritos de observancia obligada.
No pretendo establecer asociaciones siniestras con algo tan jovial como la ceremonia de graduación de unos estudiantes, aunque solo sea porque vivimos un tiempo donde la muerte es el tabú por excelencia: todos la tenemos presente, pero es socialmente punible hablar de ella. Es poco higiénico mentar a quienes murieron, está mal visto informar a los demás del dolor que sentimos por una ausencia o recordar que cada uno de los instantes es un préstamo que va agotándose. Y sin embargo, todo ritual de despedida tiene algo de celebración fúnebre. O para ser más exacto, el ritual sirve para conjurar el riesgo de la extinción, propiciando así una lógica que anime a los que ya desaparecieron a seguir extendiendo su influjo benéfico sobre los que todavía están. No otra cosa se busca con el hábito de colocar las orlas de cada promoción que ha pasado por el Centro en una zona respetable pero muy visible, como si el espacio reservado a cada promoción estructurara la identidad histórica de la escuela. Con ello el mero espacio vacío, la trama arquitectónica diseñada con propósitos meramente funcionales, pasa a convertirse en un lugar, un lugar en toda la extensión del concepto, una totalidad civilizada y resguardada espiritualmente por quienes la habitaron en el pasado.
En La selva esmeralda, Tommy, una mañana en que se baña inocentemente en el río con otros adolescentes, recibe de sus padres la noticia de que "debe morir". "¿Es necesario que mi niño muera?", pregunta la madre, "Lo es", contesta él. Lo que en realidad indica el rito es el tránsito hacia la condición adulta: el niño muere en Tommy y surge el hombre, el guerrero, el que ya no juega porque ahora debe hacer fuertes sus espaldas para soportar el peso de su linaje. Ambos procesos han de validarse ceremonialmente, y en el segundo, que representa antes que nada -como todo rito iniciático- el acceso a una casta superior, es irremediable el sufrimiento, es imprescindible demostrar que se tiene coraje, que se puede sobrellevar el dolor y salir después a la selva para cazar un tigre.
Creo que todos estos impulsos colectivos están de alguna manera presentes cuando un ritual está realmente preñado de sentido y no es un mero formulismo, porque en este otro caso, ya solo es puro hastío burocrático o, como en las bodas, bautizos y comuniones a que me refería, simple chantaje fastidioso, compromiso ideado para ganar dinero o cultivar la vanidad y el exhibicionismo.Cuando despedimos a un grupo de alumnos que han pasado más de un tercio de su corta vida en nuestra escuela es toda una larga experiencia vivida la que se celebra entonces. Y también es eso lo que se agradece, la oportunidad que los que se marchan nos han dado de hacer más hermosa y noble nuestra propia vida.
He conocido personas que no soportaban la idea misma de la despedida. Yo creo lo que me enseñó la lectura de Montaigne: "hay que vivir para cultivar los placeres, pero no olvidando nunca que estos tienen una caducidad". Dicen que hoy los jóvenes viven en una adolescencia perpetua... Sí, pero ellos sospechan que el mensaje que les transmite el final del Bachillerato es muy claro: acabó la infancia. Sus adultos parecen muy fuertes ahora, pero más pronto que tarde empezaremos a mostrar signos de envejecimiento y, no estará muy lejos el día en que hayamos de decirles, sin ambages: "a partir de ahora irás sin mí a cazar el tigre, yo ya estoy cansado y enfermo, serás tú quien luche contra nuestros enemigos y tú quien gobierne la aldea". Lo que en definitiva celebramos es la sucesión, la transmisión de una herencia espiritual, lo que supone a su vez el propósito de conjurar los riesgos de la amnesia y la extinción.

2. Dado que no soy seguidor del FC Barcelona, no tengo demasiadas razones para celebrar sus últimos éxitos deportivos. Me alegró suavemente que ganara la Copa de Europa, solo eso. Sin embargo, hay algo de todo lo que viene ocurriendo últimamente en ese club que me parece modélico. Cuando Laporta nombró a Pep Guardiola entrenador del primer equipo no solo estaba dándole la oportunidad a un técnico prometedor, lo que hizo en realidad fue conjurar las fuerzas más profundas de un sentimiento colectivo para crear una cierta magia... Y esa magia ha dado resultado. Guardiola es la encarnación más redonda y fiel de lo que es la catalanidad, o para ser más exacto, del imaginario de lo que Catalunya aspira a ser y a mostrar en el mundo. Es bonito que Guardiola sea hijo adoptivo de Johan Cruyff y que, a su vez, Xavi sea la reencarnación sobre el terreno de juego de lo que fue Guardiola. La catalanofobia de millones de españoles se asienta en la incapacidad para entender que, detrás de ciertos ejercicios de soberbia y egocentrismo, lo que se halla es un f
uerte sentimiento de adhesión a lo colectivo, a una lengua, a una virgen, a un equipo de futbol, qué sé yo... Podemos reírnos o considerar equivocada cualquier forma de nacionalismo, pero hay algo en esa devoción por referentes identitarios que hace muy fuerte la autoestima de las comunidades. Mientras sirva para ganar Champions y no para urdir asesinatos merecerá, cuanto menos, un momento de reflexión.
