Saturday, January 30, 2010















MICHAEL MOORE

Si la década anterior sustanció su milenarismo en el miedo a la catástrofe que habría de provocar el efecto 2000 –qué lejana parece ahora tal preocupación- la que ahora concluye ha desarrollado otras ansiedades que nos hacen sentirnos a todos tan culpables o tan víctimas como se sentían los ciudadanos del mundo desarrollado en los tiempos de la Guerra Fría, o los europeos medievales con aquello del Apocalipsis del Año Mil. Así, tenemos el pavor a la pandemia suscitada por virus fabricados en laboratorios donde se trabaja con pollos y cerdos como en la isla del doctor Moureau; desde el 11 de septiembre hemos llegado a la conclusión que el agente infernal por excelencia es un terrorista con ínfulas de iluminado cuya eficacia en la fabricación de muertos se debe a que está dispuesto a reventar con sus víctimas; y luego está el cambio climático, claro…
Todos estos factores atemorizadores, pese a que sus condiciones de posibilidad vienen de lejos, tienen cierta frescura, se constituyen dentro de una lógica que solo puede entenderse desde la coyuntura abierta en esta última década. Temo, sin embargo que los factores que de verdad deterioran activamente la convivencia en este bonito planeta, no tienen nada de novedoso. Para decirlo de una vez, la de los “años cero” ha sido la década de los gobernantes incompetentes y la rapiña de los especuladores. Los primeros encuentran referentes tan clásicos como los emperadores romanos, los segundos son nietos de quienes llevaron a medio mundo a la miseria con el crash de 1929 y la consiguiente Gran Depresión, acontecimiento decisivo en la evolución del capitalismo contemporáneo.

Tampoco es nuevo el espíritu que ha extendido la necesidad de resistirse a los abusos institucionalizados, la cual se ha concretado en los llamados Nuevos Movimientos Sociales, los Antiglobalizadores, el auge de las ONGs más críticas e ideologizadas… ¿Movimientos minoritarios e impotentes para incidir sobre el “Sistema”? Sí, eso es exactamente lo que quieren que pensemos aquellos que temen que su poder mengüe si la cultura de la solidaridad se extiende en exceso, no vaya a ser que se implante en demasiada gente esa idea que tienen algunos “hippies histéricos” de que entre los banqueros, los gobernantes o ciertos fabricantes de según qué cosas hay criminales más eficaces que entre la más fanática de las organizaciones terroristas.


Era irremediable que esta nueva cultura de la protesta, heredera -¿por qué no?- de los movimientos por las libertades civiles de Europa o Norteamérica de los años sesenta y setenta, terminara por activar liderazgos, lo cual habría de crear en el enemigo la expectativa de que desacreditando a dichos líderes se desactivarían todo este tipo de movimientos que, entre otras cosas, tienen la fastidiosa costumbre de perturbar las cumbres de naciones ricas, del cambio climático o del Fondo Monetario Internacional. Lo peor de los disturbios generados por los “antiglobalización” en Seattle, Davos, Rio de Janeiro Kyoto o, recientemente –y con la delegación española de Greenpeace como protagonista- en Copenhague, es que al atraer la atención mediática sobre los altercados con los manifestantes, se deja ver en exceso la cara represora de las fuerzas de seguridad de los estados y se distrae la atención de los esfuerzos que hacen los mandarines para simular que quieren arreglar el mundo, qué putada.

José Bové, Susan George, Naomi Klein, Al Gore, Michael Moore, Ignacio Ramonet, el Subcomandante... habría que detenerse mucho en cada uno de estos nombres y en otros muchos para determinar el grado de legitimidad que tienen como referentes de un movimiento ciertamente vulnerable y difuso. En algunos casos, nos parecerían personajes tan inconsistentes o contradictorios como Danny Cohn-Bendit pudo haber sido para Mayo del 68, en otros podemos llegar a la conclusión de que las figuras más decisivas e influyentes de nuestro tiempo –como la historia se encargará de demostrar- surgieron dentro de todo este revolutum.

Me detendré en el caso Michael Moore, ahora que se ha estrenado su último y, por supuesto, polémico documental: “Capitalismo, una historia de amor”. Si aún no la han visto, y creo sinceramente que deben verla urgentemente, tampoco les resultará demasiado difícil intuir por donde van los tiros. Si “Roger and me” se ocupaba de la deslocalización, “Bowling for Columbine” de la cultura armamentística, “Fahrenheit” de Bush y la neurosis terrorista, y “Sicko” de la desatención hospitalaria sobre cuarenta millones de norteamericanos, “Capitalismo…” -¿lo adivinan?- carga sobre los causantes de la Gran Recesión que habitamos en el momento presente.

Una de las cosas que aprendí estudiando esa cosa tan inútil que se llama Filosofía es que hay que perder el menor tiempo posible con la falacia ad hominem. Dicho en términos más precisos: la condición de quien emite el discurso no invalida el contenido de dicho discurso. Cuando, como sucede con aborrecible insistencia en la contienda parlamentaria, se desatiende sistemáticamente la obligación de desmontar los argumentos del oponente por declararle deslegitimado para emitirlos, el funcionamiento de la democracia, cuya clave es el debate, termina por colapsarse, convirtiendo las instituciones en simulacros de representación y el intercambio de ideas en pura contienda retórica. Creo por ello que es mejor dejarse las menores fuerzas posibles en desmontar los ejercicios de descrédito que una y otra vez se lanzan sobre este tipo de personajes.

Veamos. El referente que antes me viene a la cabeza respecto a este tipo de procedimiento, muy característico del pensamiento reaccionario, lo encuentro en el ensayo “Rebelarse vende”, de Joseph Heath y Andrew Potter. (Dejaré de lado otros como el de cierto excompañero y antiguo militante comunista que decía que lo de Marcos y los zapatistas en Chiapas era una cuestión de “corrección política”… hay que volverse un poco imbécil para pasarse al electorado del PP, por lo visto). El argumentario de este texto gira en torno al principio de que los aires de insurrección generan en nuestro tiempo toda una iconología que termina volviéndose mercantilmente valiosa. La conclusión, en mi opinión sumamente feble porque cae por su propio peso, es que es ese propósito el que secretamente anima el surgimiento de prácticas de rebelión contra el sistema.

No me cabe duda de que la capacidad del capitalismo postmoderno para metabolizar en su favor los signos de insurrección que contra el propio capitalismo se producen en la calle es, no solo uno de sus mayores secretos de éxito, sino probablemente la clave secreta de su lógica en ese modelo de dominación tan sutil que es la sociedad de consumo. Ahora bien, que los signos de la rebelión se conviertan en iconos vendibles –de lo que el retrato del Che realizado por Korda sería el paradigma- ¿supone que lo mejor es abandonarlos y quedarse en casa bebiendo Coca-cola? Esa parece ser la pretensión de Heath y Potter, que –como todo reaccionario- necesitan considerar hipócrita o “buenista” a todo aquel que tiene agallas para denunciar los desajustes del sistema. Si ustedes leen el libro, advertirán que emplea unas cuántas páginas en convencernos de que Naomi Klein, autora del ya mítico “No logo”, es una pija canadiense muy bien situada que critica a McDonald´s porque se puede permitir gastarse su abundante dinero en comida macrobiótica o a los especuladores inmobiliarios porque tiene un lotf que te cagas en el centro de Toronto.

“Veis, en el fondo lo que quieren estos es medrar, como todo el mundo, mucha revolución y mucha historia, pero ya ves qué casas tienen y cómo haciendo la revolución engrosan su cuenta corriente”. Se cansa uno de escuchar esta reflexión tan profunda en relación también a, por ejemplo, Michael Moore. “Un millonario que pone a parir a otros millonarios”. Con eso uno se puede ir tranquilamente a ver películas de palomitas y echarle después la culpa a Zapatero si le echan del trabajo. Desconozco si tienen razón y, la verdad, me deja dormir si el gordito usa su fama para ventilarse a macizas efebas, hartarse de langosta de Terranova o darle collejas a su suegra sin que rechiste. Lo que me parece relevante de Moore es que sus películas-documentales muestran un paisaje muy ajustado sobre las responsabilidades de los males que aquejan a nuestras opulentas sociedades. Y lo ha hecho siempre con maestría cinematográfica, ha sabido documentarse, ha convertido la cámara en un arma de combate directo… y todo ello siempre con un humorismo que, pásmense, está en la línea de la tradición de los cómicos norteamericanos, desde los Hermanos Marx o Bob Hope hasta Woody Allen.


Es hora pues de extraer conclusiones y armarse para el verdadero gran debate de nuestro tiempo, perfectamente planteado en el film: la historia de amor de los USA, y por ende de Occidente, con el capitalismo, ¿nos lleva derechitos a la catástrofe? ¿No suena a broma que la Reserva Federal –como ha sucedido en las demás grandes naciones- inyectara enormes cantidades de dinero de todos sobre los bancos para reflotar el sistema financiero cuando son los propios bancos los que nos han conducido a la recesión? En otras palabras, ¿debo yo darle mi dinero al banco para que luego él me lo preste con intereses?

Sumo y sigo, ¿en qué cabeza cabe que un grupo de gestores nefastos y desvergonzados sean indemnizados por cantidades astronómicas después de haber hundido la empresa y con ella a todos sus pequeños accionistas? ¿No es siniestro que muchas grandes empresas incorporen un seguro de vida al contrato del trabajador, de manera que necesitan una abundante cifra de muertes anuales para que las cuentas cuadren? ¿Somos conscientes de que el modelo neoliberal que alegremente adoptamos desde Thatcher y Reagan no produce prosperidad sino unas cuantas fortunas obscenas al precio del deterioro ecológico y el aumento de la exclusión social y la miseria? ¿Se nos ha ocurrido pensar que la guerra es el mayor negocio del mundo, probablemente por encima del narcotráfico o la prostitución?

Añadiría si no hemos advertido que, junto a personajes tan significativos como Mándela o Lula Da Silva, el cuadro de las celebridades que gobiernan el mundo está repleto desde hace años de figuras tan siniestras como Bush, Sarkozy, Berlusconi, Putin… Qué quieren que les diga, quizá Moore se ilusione puerilmente con Obama, pero prefiero acabar la película con un mensaje ilusionado, y en cualquier caso, me siento menos amenazado con el negrito ocupando el despacho oval que con Bush, desde luego.

No considero a Michael Moore un gurú ni nada por el estilo. No es capaz de enseñarme demasiadas cosas que no sepa. Creo que es un buen pedagogo, que sabe cómo dirigirse a mentes no excesivamente intelectualizadas –lo cual es un peligro, aunque también un mérito- y que, todo sea dicho, acusa en ocasiones una tendencia excesiva a seleccionar la información a favor de sus tesis más apocalípticas, lo que le pone en camino de convertirse en un manipulador. En cualquier caso, creo que Moore pone el dedo en la llaga cuando reflexiona sobre las formas de lucha. Su territorio no es la teoría, sino la acción, algo por cierto muy anglosajón. ¿Cómo resistirnos? Hay que tener el inteligente coraje de hacerse esa pregunta. Mejor además con un buen sentido del humor. Moore lo tiene, lo cual es muy sano.

4 comments:

Anonymous said...

Efectivamente son preguntas...¿Cómo se denominaban las preguntas cuya respuesta ya iba implícita?

Lo que no entiendo es porqué se es tan condescendiente con este sistema... como si no fuese el mayor cáncer al que el hombre se enfrenta. No merece preguntas retóricas. Si pudiésemos (y podemos) implementar un sistema de simulación capaz de predecir el desarrollo de sistemas, está muy claro que el fin del programa terminaría con una parada "autodestructiva" del propio sistema que se está simulando.

El problema si está en las ONG y demás tontainas que piensan combaten al sistema. Son parte de el. Le otorgan capacidades que no tiene; moldehabilidad y adaptación, en resumidas cuentas: lo justifican y ensanchan cual procedimiento cuya estructura fuese capaz de absorber todas las nuevas demandas de la sociedad en que está implantado.

Solo el capitalismo salvaje es capaz de adulterar la palabra solidaridad, convertirlo en un designio que puede reflejarse en los balances que se reflejan en sus libros. Nada de enviar; la cuestión es recibir. Así funciona ese seguro al que aludes, el cual, solo es viable si por cada 1000 caras sonrientes, un 0,05% son asesinos en potencia.

No se puede seguir justificando este desastre. No se puede seguir dando cancha a los cachorros del capitalismo (quejándose de la globalización y amparándola en sus actos) la riqueza debe de fluir de un lado a otro de la tierra; no las personas. No se puede seguir dando cancha a quienes tú mismo pones en duda aun después de justificar su función.

Mi réquiem no era por Marx, si no por la falta de gentes que como él, tengan el coraje de desprenderse de incluso el mismo sistema que les da de comer.

Un saludo.

David P.Montesinos said...

Hola, amigo. Es cierto que estas preguntas tienen algo de retóricas, si quieres incluso de capciosas, pues la condición que cada una establece presupone la dirección de la respuesta. Sin embargo, son preguntas que tienen muy poco de revolucionario, se las hace hasta el más sumiso de los tenderos. La referente a los seguros de vida de que habla Moore. No hay que estar en ninguna organización revolucionaria para entender que se está especulando de la manera más siniestra con la vida y la muerte de los empleados, pues parece lógico que, de igual manera que se cuadran cuentas con otros valores mercantiles, el número anual de empleados muertos cuadra mejor la curva de resultados si fallecen muchos. Es un simple ejemplo, pero demuestra que un modelo de organización regido casi en exclusiva por el principio de la rentabilidad termina generando su propio colapso. No solo es incapaz de generar la limpia prosperidad de la que nos hablan los neoliberales, sino que además termina generando su propia destrucción, de manera que todo el poder de intervención de las instituciones a las que antes ha intentado reducir a su mínima expresión o incluso destruir, ahora resulta que las reclama en su favor para que les salven.

Tengo más dudas respecto a tu escepticismo hacia las ONG (Hay muchas y de distinto jaez, por cierto) Yo no concibo el mundo contemporáneo -ese en el que las instituciones de regulación internacional parecen incapaces de contrapesar la ley del más fuerte, como supuestamente es su función- sin el trabajo que vienen realizando organizaciones como Amnistía internacional o Greenpeace, entre otras muchas. Puedo entender el razonamiento que tú haces. Hay docenas de países donde el mismo aeropuerto por el que llegan los blanquitos especuladores, los vendedores de armas, los que deforestan, los que explotan mano de obra esclava... es el que trae a otros blanquitos muy buenos que vienen a devolverles unas migajas cuando sus compatriotas ya lo han dejado todo esquilmado. De acuerdo, pero creo que sería peor dejar por ejemplo a los haitianos a su suerte después del terremoto, por ejemplo. Lo que intento decir es que si no hubiera redes solidarias en el mundo que actúan -con mayor o menor poder- de manera efectiva, en vez de un problema, la desigual distribución de la riqueza y la explotación abusiva de unas naciones por otras, tendríamos dos, es decir, ocurriría lo mismo pero no habría quien pudiera denunciarlo ni intentara aplicarle paliativos.

Sospecho que adviertes poca radicalidad en mis opiniones. Quiero recomendarte, ya verás por qué, el film que acaba de estrenar Clint Eastwood sobre Mandela, "Invictus", ya sabrás por qué cuando la veas. Gracias por opinar. Y por leer.

David P.Montesinos said...

El comentario anónimo que declara "empalagoso" mi intercambio de opiniones con Justo Serna ha sido publicado en el post anterior, que es al que iba dirigido. No veo que hay de empalagoso en que alguien diga alegrarse de que otro recupere su buena salud. Nos hemos acostumbrado tanto a que la Red triture la cortesía que casi parece que todo lo que no sea desearle al interlocutor que le frían los testículos es hipócrita y amanerado. Yo, por mi parte, soy tan cabrón como el que más, pero creo que es cuestión de elegancia no perder las formas ni, si son sinceros, los buenos deseos. Por lo demás gracias por el elogio a mi blog, está usted invitado a participar en él siempre que guste, no le subirá el azucar, ya lo verá.

Ricardo said...

Hay una escena en la película que me gustaría comentar. Se trata del encuentro de Mandela y Pienaar en el despacho presidencial. Previamente se nos ha ido preparando: hemos conocido a los Pienaar en su casa, vemos que el padre es un afrikaner recalcitrante, tiene un buen pasar y teme lo que les espera; incluso suelta paridillas acerca de la capacidad de Mandela y tiene una criada negra. Y en eso que llega la carta de invitación del presidente. Hay una gran incertidumbre sobre el interés que puede tener Mandela en compartir un té con un jugador de rugby. Pienaar hijo está muy nervioso. Tiene cara de buena gente -buena gente blanca, claro-. Llega el día: su novia le lleva en coche; también ella está muy inquieta. Y por fin tiene lugar el acontecimeinto. Total, una charla sobre rugby y sendas tazas de té servidas por una asistenta afrikaner. Es todo de una banalidad pasmosa, no hay ni palabras altisonantes ni gestos vehementes ni nada de nada. Todo fluye con una naturalidad pasmosa. Y sin embargo uno asiste a esa merienda con la emoción de estar en la final de Copa de Europa de fútbol.
Es una magnífica lección de civismo, pero no solo por lo que tiene la película de histórico, sino también por la obra maestra de cine que es.