Saturday, February 05, 2011












LA TRAICIÓN








1. Quienes cometen la imprudencia de declararse incondicionalmente adeptos a alguna causa viven obsesionados con un concepto: la traición.


De traidores está repleta la historia de la literatura desde Judas, santo patrón de todos ellos. Así, desde que alguien se atrevió a delatar nada menos que al Señor, cualquier infamia de ese jaez parece difícilmente superable, máxime cuando el pago fueron treinta monedas, que ya hay que ser cutre. Parece justo pues, cuando se quiere vituperar a alguien, decirle que es "un judas". Sin embargo, pocos parecen acordarse que, atacado terriblemente por el peor de los enemigos que puede tener un hombre, su conciencia, Iscariote termina ahorcándose. Este sacrificio, visto como una especie de caricatura del de la crucifixión del Maestro, del cual sería su prolegómeno irrisorio, es sin embargo la prueba de que Judas no era un desalmado, y de que, como sucede con frecuencia, es el más amado de nuestros hermanos aquél que está más cerca de vendernos al Sanedrín... Por treinta monedas.








No es preciso, claro, buscar ilustres traidores en la ficción. Decía Maquiavelo que cualquier vicio humano le parecía excusable, excepto la traición: "el traidor debe quemarse para siempre en los infiernos", afirmaba con evidente repugnancia moral. Creo que aquello fue una exhibición de debilidad del pensador italiano, un tipo tan endiabladamente listo como cínico, y que viene iluminando el camino de muchos de los mayores hijos de perra que han deambulado por los derroteros del poder, en especial el poder político. En realidad, puestos a ser pragmáticos y a considerar los escrúpulos un lastre inútil -como don Niccolo reclama al Príncipe-, creo que hubiera sido más coherente excusar también al traicionero, quien a fin de cuentas no hace otra cosa con su deserción que buscarse la vida de la forma más provechosa que Dios le da a entender.





Me vienen a la cabeza también personajes como el Mariscal Petain. Podemos suponer que el artífice de la Francia de Vichy debió pensar que su país, invadido por Hitler, tendría un pelín menos de glamour pero mejoraría considerablemente su atildada repostería con el strudel de manzana. Podría referirme también a nuestra tan cacareada identidad nacional española, la cual tiene a su judas legendario en la figura del Conde Don Julián, quien supuestamente nos vendió a las hordas musulmanas que llegaban de África porque el pichabrava de Don Rodrigo había mancillado el honor del Conde a través de su hija. Llamándose ésta Florinda la Cava, y teniendo en cuenta lo buen mozo que -según los cronistas visigóticos- era Don Rodrigo, no me sorprendería que la joven se hubiera dejado llevar un poquito. Juan Goytisolo hubo de escribir una de las más decisivas novelas españolas del último medio siglo -Reivindicación del Conde don Julián- para cuestionar los efectos de esta leyenda. En suma: los traidores son el reverso de la moneda de aquellos héroes a los que las tribus erigen estatuas bajo el supuesto de que en algún momento histórico decisivo las han salvado de un mal terrible, un mal que acaso haya sido producido por el traidorzuelo de turno.









Yo, la verdad, desconfío bastante de la contundencia con la que los plebeyos reparten imputaciones de traición. Creo que mis reservas tienen algo de empacho biográfico. Yo, como todo quisqui, he sido acusado de traidor en más de una ocasión. No dudo que la deslealtad, entendida como la renuncia a cargar con las consecuencias del compromiso que uno establece, constituye un vicio execrable. Pero verán. A lo largo de mi vida he escuchado infinidad de veces cosas como las siguientes. Por ejemplo, que Serrat y Guillermina Motta fueron los "traidores a la Nova Cançó". La razón, adivínenlo, es que tuvieron la osadía de compatibilizar el castellano con el catalán en su obra musical, lo que a ojos de los puristas de la revolución, les ha deparado sin remedio un rincón en los infiernos.



Más: una vez, una licenciada en Filosofía me dijo que Aristóteles era el primer "traidor" en la historia del pensamiento. Como no me consta que le pusiera los cuernos a su mujer o que escurriera el bulto en alguna batallita contra los persas, sospecho que su traición consiste en haber sido el primero en mundanizar la filosofía, es decir, en haberse mostrado escéptico frente a ese hábito tan del gremio de buscar la Verdad entre démones y espíritus. ¡Qué traidor Aristóteles!, sí, hay que ver.







¿Otro? En aquellos tiempos, menos lejanos de lo que parecen, en que a uno le secuestraban si era varón durante un año de su vida para servir en el ejército, se reivindicaba la insumisión como medio para lograr la abolición de la mili. Yo simpatizaba con todos aquellos movimientos a los que debemos, en parte, que se acabara felizmente con una tan evidente violación de derechos básicos, sustanciada en aquellos meses atorrantes en que uno no obtenía otra enseñanza que la de la sumisión y el hastío. No obstante, busqué la salvación de mi alma por medios propios, consiguiendo con la inestimable ayuda familiar que un oculista firmara que tenía las dioptrías necesarias para que se me concediera la exclusión, seguramente porque si cogía un cetme podía terminar disparándole al coronel en la rabadilla. Otro amigo, gracias a aquella ley tan peculiar de la objeción de conciencia, optó por avenirse a una "prestación social sustitutoria" en un colegio donde sospechaba -acertadamente, por lo visto después- que a los curas les iba a interesar bien poco verlo estorbando por allí, de tal manera que pasó la mili plácidamente y sin mayores incordios. Ambos recibimos en algún momento la acusación de traidores a la causa de la desmilitarización, la paz, el desarme y hasta el amor libre por parte de un allegado, activista del Movimiento de Objetores de Conciencia y el Mili KK. Qué cosas.


Uno puede pasar a formar parte de la cáscara amarga simplemente por tomar la decisión de conducir decentemente su vida. El futbolista Fernando Torres, por ejemplo, acaba de ser nombrado insigne traidor en el Liverpool porque ha firmado con el Chelsea. Por lo visto, a los supporters de los reds se les ha olvidado que, para llegar a la ciudad de los Beatles, primero el español hubo de abandonar su club de origen, el Atléti, donde sospecho que tampoco disfrutaron mucho con la fuga de su estrella. Igualmente, Bob Dylan fue acusado de traicionar la pureza del folk al aparecer con una guitarra eléctrica en el festival de Newport. A Miguel Ríos le dedicaron una canción unos heavies -Desertores del rock, creo que se llamaba- por haber sucumbido en algún momento a la tentación de la canción melódica...


Puedo hablarles si quieren de los "revisionistas", esos pensadores cuyo espíritu burgués soterrado traicionaba a la clase proletaria al poner en duda las excelsas virtudes del comunismo soviético. Se me ocurre pensar en esos que abandonan un partido político más o menos radical porque se cansan de oír mensajes planos y de aceptar actitudes hipócritas. O de quienes deciden alejarse de sus compañeros de oración porque un día descubren que el dios al que adoraban era un fetiche de madera.







Se me ocurren dos reflexiones. Una es que muchas veces lo que alguien traiciona merece ser traicionado. No veo nada en la nova cançó, la ortodoxia marxista, la autoridad vaticana o la identidad hispánica que les haga merecedores de una lealtad eterna e inconmovible. Algunos de los peores crímenes de la humanidad los han cometido grupos y personas que se declararon incondicionales de una causa. Torquemada ajusticiaba a herejes y conversos, es decir, a traidores, y desarrolló estrategias de detección de infidelidades sumamente sofisticadas. Él y sus secuaces han pasado a la historia de la infamia y el crimen, pero nunca fueron unos traidores.




La segunda es que quienes llevan permanentemente en la boca la palabra "traición"acostumbran a ser personas profundamente intolerantes, seres temerosos del derecho a decidir de los demás. Abandonemos aquello que no merezca nuestra fidelidad, y sobre todo, abandonemoslos a ellos. Que se queden rumiando su rencor y solazándose por ser inconmoviblemente fieles a la causa.








2. EN LA MUERTE DE DANIEL BELL. Termino de leer su obituario en El País. Con él me ha pasado lo mismo que, hace un año, con Claude Levi-Strauss, que antes de lamentarme por perderlo, lo que se me ocurre es preguntar con cara de tonto: “¡Ah! Pero ¿es que este tío aún vivía?”. En realidad no frisaba los cien años como Levi-Strauss, sólo tenía noventa y dos, pero uno tiene la sensación de que, en realidad, ya lo había perdido hace mucho. Al contrario de lo que sucede con algunas celebridades –me vienen a la cabeza personajes tan dispares como Zygmunt Bauman, Clint Eastwood, Umberto Eco o Gabriel García Márquez- que han encontrado en la senectud algunas de sus mejores energías creativas, las obras que forjaron la leyenda de Daniel Bell como un autor de enorme influencia quedan ya muy lejos en el tiempo. Seguía tomando la palabra, es cierto, y jamás dijo tonterías, pero aquellos momentos en que fue capaz de ver con anticipación lo que nadie veía son de hace medio siglo. Quizá por eso –aparte de mi irrefrenable tendencia al despiste- yo ya lo daba por muerto.

Daniel Bell es un autor conservador, no tengo ninguna duda de ello por más que se declaraba “socialdemócrata en lo económico y liberal en lo político”. Lo que hay que preguntarse es por qué tanta gente valiosa, gente nada reaccionaria en muchos casos, se ha interesado por sus obras. Creo que el pensamiento conservador ganaría músculo intelectual, credibilidad y respeto si se nutriera de personajes como Bell, o si quieren, como Karl Popper. Mal síntoma es que las dos figuras más influyentes del pensamiento reaccionario en las dos últimas décadas hayan sido personajes tan poco seductores como Francis Fukuyama o Samuel Huntington.

Me atrevo a formular una hipótesis que lo explique. Partimos de la obviedad de que a partir de 1960, con “El fin de la ideología”, Bell acertó a diagnosticar las claves profundas del devenir de las sociedades contemporáneas, un paisaje sumamente complejo que empieza a configurarse tras la Segunda Guerra Mundial y que, justamente en la década de los sesenta, alcanzará su máximo vértigo transformador. Puede asaltarnos la sospecha de que anunciar el fin de las ideologías convierte a quien lo manifiesta en cómplice del mal que se diagnostica: la desideologización y la pérdida de referentes morales en la sociedad de masas. En realidad, si yo entiendo bien a Daniel Bell, lo que detecta en sus investigaciones, creo que con inquietud, es la evidencia de que en la sociedad de consumo los grandes entramados ideológicos –espirituales o no- estaban perdiendo su capacidad para sustentar el mapa moral de individuos y colectividades.

Es igualmente esencial la aparición en aquella obra del concepto de “sociedades postindustriales” (si hacemos caso a Deleuze y Guattari en “¿Qué es la filosofía?”, aceptaremos que pensar filosóficamente consiste en “crear conceptos”, es decir, no abandonarse a la pasividad de la reflexión contemplativa, sino abrirse a la aventura de fabricar ideas capaces de identificar experiencias que, sin ese esfuerzo nominativo, quedarían en el limbo de lo que no conocemos porque no sabemos nombrarlo). Este concepto nos permite designar la crisis, cuando no la clausura histórica, de un modelo de sociedad basado en la producción. Ese orden industrial y fordista muta decisivamente hace medio siglo. Disponemos de armas intelectuales para entender algo de lo que está pasando porque leemos a Lyotard, Baudrillard, Bauman, Beck o Sennett… Pero antes tuvimos a Bell.

Creo no obstante que si hay una obra que genera una incesante invitación a la relectura y el debate es “Las contradicciones culturales del capitalismo” (1973). “Mi” Daniel Bell es ese autor conservador que reacciona irritado frente a algunos de los supuestos excesos libertarios y hedonistas que culminaron en el Mayo Francés, pero que tiene la lucidez suficiente para advertir que la crisis de las sociedades postindustriales encuentra explicación en el devenir histórico del capitalismo.

Siempre hubo “modernismo”, dice Bell. Siempre tuvimos Rimbauds y Baudelaires, Nietzsches y Kierkegaards, siempre supimos de pintores surrealistas y de bohemios que impugnaban los valores constitutivos de la sociedad burguesa. Estas corrientes, a las que Bell designa “cultura antagónica”, fueron en todo momento minoritarias por definición. ¿Por qué dejaron de serlo en los sesenta? ¿Por qué los hippies, los partidarios del amor libre, el rock o los alucinógenos parecen extender en aquel tiempo sus valores al resto de la sociedad? Bell no simpatiza con tales corrientes, a las que acusa de instalarse en la contradicción de una cultura de la protesta que, en realidad, encubre la conformidad con los valores del consumo.

No es la destrucción de la clase burguesa ni la liberación de la vida cotidiana lo que, por más que lo creyeran, estaban celebrando los jóvenes occidentales en aquella supuesta gran orgía de los años sesenta. Es más bien el triunfo del capitalismo de consumo, o lo que es lo mismo, la destrucción de los valores morales que sustentaron el desarrollo de las sociedades industriales. Bell –y en esto la huella de Max Weber es indeleble- explica que, en el pasado, las claves de funcionamiento de la maquinaria social propia de las naciones industrializadas se apoyaba en unas bases espirituales enormemente sólidas: el esfuerzo, la recompensa diferida, la contención de los deseos, los principios del protestantismo, en suma… La promoción del Yo será la piedra angular desde la que se vendrá abajo tan poderoso entramado. Proclamada antaño por la tradición antagónica –por ejemplo en el Romanticismo- encuentra, no obstante, en la invención del sistema crediticio y después en la publicidad, es decir, en la dinámica interna de la economía capitalista, su verdadera condición de posibilidad. El hedonismo y la sustitución de la cultura del esfuerzo por la de la satisfacción de los deseos no es en suma un producto de los movimientos contraculturales de los años sesenta: es el capitalismo quien en realidad, por su propia inclinación a encontrar nuevos espacios de rentabilidad, el que ha propiciado su propia crisis.

He aquí, siempre según Bell, la gran contradicción del capitalismo actual: no dispone de un sólido mapa moral como el que tuvo en el pasado para sustentar espiritualmente a los sujetos en él implicados. En aquel texto tan brillante, la respuesta que Bell se atreve a vislumbrar ante tan inquietante diagnóstico resulta decepcionante a más no poder:

“¿Qué nos mantiene aferrados a la realidad, si nuestro sistema secular de significados resulta ser una ilusión? Me arriesgaré a dar una respuesta anticuada: el retorno de la sociedad occidental a alguna concepción de la religión”

Decepcionante, sí, pero lo importante ya estaba dicho. Leamos de nuevo a Daniel Bell, aunque sea con la excusa de su muerte, ya que la derecha hace tiempo que deriva por otros derroteros.






5 comments:

Tobías said...

Es interesante pensar que sin la traición de Judas tal vez no hubiera existido el cristianismo, Jesús hubiera muerto tranquilamente en su cama, como un maestro de doctrinas más o menos heterodoxas del judaísmo, o hubiera pasado al olvido como uno de los múltiples Mesías que abundaban en la época. Pero lo mejor es que, probablemente, Judas no era ningún traidor, era el discípulo más amado de Jesús, el instrumento necesario que tuvo que cumplir muy a su pesar la misión encomendada por el Maestro. Alguna secta de los gnósticos pensaba en esos términos y tiene cierta lógica, al fin y al cabo Jesús condujo los acontecimientos a su conveniencia con el objetivo de que naciera un nuevo movimiento religioso que convulsionaría el mundo.

El gran traidor es el más fiel, hasta el punto de sacrificar su persona para ser considerado por las sucesivas generaciones como el ser más repulsivo, el colmo de toda maldad. La traición se convierte entonces en un acto de amor.

A Maquiavelo lo veo menos como un ingenuo que como un tipo honesto que quiso deshacerse de toda la moralina que impedía ver las cosas como son y no como nos gustaría que fueran. A él personalmente podría repugnarle la traición pero tenía claro que la naturaleza del ser humano es malvada y que el Príncipe, para conquistar y ejercer el poder, no podía ajustarse a valores morales en un mundo que no consiente tales debilidades. Mejor actuar como hombre, pero si es necesario actuar como bestia para conseguir el bien de la mayoría, hay que hacerlo sin dudar. Y eso incluye la traición, puedes comprobarlo en las páginas de verdadera admiración que dedica a César Borgia cuando se carga a sus capitanes con la solvencia propia de los de la familia setabense.

Tengo peor concepto que tú de la traición, esos que llamas revisionistas o los que cambian de opinión política suelen ser (no digo que siempre, suelen ser...) personajes que no habían descubierto su auténtica vocación agusanada. O dicho de otra manera, su capacidad adaptativa, casi darviniana, a las circunstancias que les sean más favorables. Para traicionar hay que haber hecho primero profesión de fe y temo que los que traicionan se convierten después en los peores perseguidores de sus antiguos correligionarios.

Anonymous said...

Hola, buenas... Muchas gracias por su aviso sobre la muerte de Daniel Bell y por la escritura de su nota, densa e interesante, que también ha dejado en mi blog. Por supuesto la he publicado como página permanente.

Yo he procurado reflexionar desde un punto de vista más personal sobre Bell y sus aledaños: de una
manera impresionista.

Le felicito por su perspicacia.

Un abrazo,
Justo Serna

David P.Montesinos said...

¡Hombre, Tobías! Esto es toda una sorpresa, y dado lo atinado que es el comentario, por cierto, y como siempre en tu caso, muy bien documentado, lamento más no verte más a menudo por este blog ni por el de Justo Serna, alguno de cuyos contertulios me ha preguntado por ti en distintas ocasiones.

La interpretación que das del tema Judas me parece certera y da qué pensar, desde luego.

Respecto a Maquiavelo, prefiero no entrar en debate, puesto que conoces su obra infinitamente mejor que yo. No obstante, siempre que topo con él, me pasa mucho también con Hobbes, con nuestro contemporáneo Carl Schmitt y con otros "realistas" de la política, me sucede que no sé si quieren quitarle velos ingenuos o hipócritas a la acción humana o si más bien están decididamente dispuestos a fomentar que el hombre se comporte de la única manera que según ellos nos es alcanzable. Me pregunto para qué entonces escribir libros. Simpatizo en suma muy poco con todo eso de la Realpolitik y la doble moral que tanto gusta a quienes, como el ya lejano Alfonso Guerra, se declaran simpatizantes de Maquiavelo.

Lo de reivindicar la figura del traidor es más bien porque he conocido ya demasiados fanáticos en mi vida. Creo que las personas debemos saber rectificar, y podemos exigir la rectificación como derecho. Eso me vale incluso para los peores criminales.

Tobías said...

Me parecía divertido comentar la presunta traición de Judas porque es una más de las incongruencias que se descubren a poco que se piense en el frágil entramado ideológico del cristianismo. Sin traición no hay pasión, muerte y resurrección; no cuadra demasiado que en un plan divino tan bien trabado el instrumento ejecutor sea un malvado y no un fiel servidor que se entrega a la causa. Uno tiene la sospecha de que la facción cristiana que acabó triunfando vulgarizó todo de una manera tan grosera que, por fuerza, había de tener éxito en un mundo en el que ya no tenían cabida las sutilidades,

Sí, esa perspectiva tan poco recomendable sobre Maquiavelo es perfectamente válida, ni siquiera puedo decir que sea una interpretación errónea de sus tesis porque el florentino justificaba comportamientos cuando las circunstancias lo exigían que yo hoy calificaría de fascistas. Lo que pasa es que Maquiavelo ofrece muchas lecturas, incluso de izquierda, por ejemplo la de Gramsci sobre la que podría hablar ampliamente Justo Serna. Claro que, bien mirado, lo del Partido-Príncipe como vanguardia del proletariado que organiza una reforma intelectual y moral para fundar un nuevo Estado, sigue sonando sospechosamente a viejas ideas ya finiquitadas.

Cambiar de opinión es legítimo, la traición es más bien ser deshonesto o desleal con aquello a lo que te habías comprometido. Por supuesto, no conviene ser radical en la condena, pero las variaciones tan acentuadas en el modo de conducirse me parecen propias de mentes organizadas de manera tan líquida como el mundo que dibuja Bauman.

Aparezco poco por aquí porque las últimas veces que frecuenté esta cueva convertí el lugar en una especie de reyerta navajera. Por lo visto tengo tendencia al embrollo y la disputa nada versallesca.

David P.Montesinos said...

Yo no lo llamaría "reyerta navajera", y en cualquier caso, fuimos varios los que participamos en ella. Lo que dices de Maquiavelo me hace pensar en la reapropiación de Toni Negri, el cual lo sitúa junto a Spinoza y Marx como pensador clave para entender el mundo moderno. Insiste mucho en preferir la lectura de estos tres en detrimento de la de la línea Descartes-Kant-Hegel.

Por cierto, y hablando de temas religiosos. Una persona, que ha tenido la valentía de dar su nombre, me ha escrito en términos muy ácidos en relación a un post de hace un par de años a vueltas con la asignatura de Ciudadanía y la objeción de conciencia. Creo que te interesará el intercambio de opiniones, aunque el caballero no ha vuelto a insistir. Eso sí,tras insultarme un poquito terminó bendiciéndome. Aquí está el link, consulta los comments. http://lacuevadelgigante.blogspot.com/search?q=%C2%BFObjeci%C3%B3n+de+conciencia%3F