DE PROCESIÓN
1. Descubrí que Dios no existía más o menos por el mismo tiempo en que mi señor padre me comunicó la nueva de que tampoco existían los Reyes Magos, cosa que me fastidió mucho más, pues, pese a que ya entonces la cosa olía a chamusquina, yo estaba dispuesto a seguir instalado en tal mentira durante mucho tiempo.
En realidad nunca sentí la Gracia, lo cual me debe convertir a los ojos de un creyente convicto en una criatura infortunada. Sí es cierto que durante algunos años creí creer, de ahí que rezara por las noches, pero lo que en realidad sostenía mi fe no era el genuino sentimiento piadoso que se ilumina en el alma desde la prédica del púlpito y las lecturas sacras, sino el recuerdo indeleble de Charlton Heston abriendo el Mar Rojo con su báculo. Eso y un album de cromos cojonudo sobre el Antiguo Testamento. En ambos casos perdía Ramsés, quien a mí, qué quieren que les diga, me pareció siempre un tipo encantador, hasta el punto de que me parecía una infamia del guionista que siempre acabara mordiendo el polvo.
Vi aquella película indiscutiblemente impactante en el cine Aliatar de Valencia, pero empecé a superarla el día en que encontré un poster de Brigitte Bardott, la piel cubierta con tan solo un paño blanco que ocultaba sus pechos: Dios resultaba ser una rubia francesa. Les parecerá prosaico, pero el poder de seducción de aquella imagen -la promesa de felicidad sin límites que transmitía aquella piel desnuda y libre- convirtió mi primera comunión en una farsa por la que ahora debería avergonzarme y pedir perdón a mis padres y a los curas. Al confesarme no tuve valor para decirle al Padre Pericás la terrible verdad: yo no quiero a Dios, señor, yo sólo quiero estar con ella.
Puedo entender que un creyente se ofenda por lo que sin duda le sonará a burla. Pero, aparte de que no hago sino contar la verdad de mi vida, es que la fe arrastra a mis ojos una impostura que me parece peor que todas mis adhesiones paganas: ¿cómo podéis creer tan firmemente en Él e ir por ahí tan tranquilos como si no pasara nada?Mi problema con Dios no es todo ese rollo volteriano de la Razón, las ciencias y el laicismo: mi problema es que Dios me resulta inconcebible. Descartes afirmaba que la idea de Dios presuponía la atribución de su existencia con la misma necesidad con que el concepto de triángulo exige definir sin más opciones un polígono cerrado de tres lados. De acuerdo, pero ¿qué pasa cuando no se es capaz de concebir la "idea" de Dios? Llevo ya el suficiente tiempo arrastrando mi cuerpo mortal por el planeta como para no tener ya perfectamente claro que Dios es imposible. No digo que tal cosa sea demostrable, entre otras cosas porque si hay una imbecilidad mayor que demostrar la existencia de Dios es tratar de demostrar su inexistencia. No, lo que yo digo es bastante más sencillo: no puedo concebir la vida con Dios.
Lo comprendí definitivamente a través de un aforismo de Cioran: "No les entiendo, si yo creyera como ellos dicen creer, correría desnudo por la nieve como un San Francisco". No pretendo ofender a los creyentes -hay que ver lo mentiroso que soy a veces-, pero me pasa como a Cioran: veo a mis compañeros creyentes acudir al trabajo por las mañanas con el mismo caminar apesadumbrado que yo, entran al lugar, se dirigen a deglutir el almuerzo... Todo con la misma cara prosaica que cualquier infiel, sin ese rayo de certeza que habría de atravesar la mirada de los santos... No lo entiendo. Si la vida tuviera un sentido -y en saber que no lo tiene consiste mi escepticismo religioso- yo me arrastraría por los días de la semana llorando de emoción como las gitanas en la Madrugá de Sevilla.
2. Creo firmemente en la Semana Santa, algo que no me pasa con ninguna fiesta. No conozco, por cierto, manera más pagana de honrar la fe. Esa devoción por las imágenes, esa impostura de besarlas con una pasión cercana al erotismo, esa vanidad de los llantos que compiten en hemorragia de lágrimas, los balcones cuyas saetas duelen más... Silencio, oscuridad y temor de los redobles y las caras que se ocultan tras las máscaras, en ésta gestualidad del dolor tan perfectamente teatral se configura una escena cuyo poder seductor debe asociarse a su maestría como espectáculo, un espectáculo que lleva siglos representándose.
No se equivoquen, señores escépticos, no es toda aquella mezquindad del poder eclesiástico lo que está en juego en las procesiones, es algo mucho más profundo que habríamos de reflexionar con la precisión de un antropólogo, algo en lo que uno forzosamente ha de pensar cuando se le ocurre pasar apenas un par de horas en medio de los tambores de Calanda. Tras cada paso de las cofradías, tras cada redoble, tras el dolor del peso a hombros de la Virgen o el Cristo hay un profundo amor al ritual. Pero el ritual no ha de ser necesariamente religioso para ser amado. La fe es otra cosa, o acaso -en el catolicismo mediterráneo- consista precisamente en esto, en entregarse a las imposturas de la adoración de las imágenes. Piensen en Carmina Ordóñez, aquella gran pecadora, llorando desconsoladamente al paso de la Macarena, o en Ruiz de Lopera, besando la estampa del Gran Poder cada vez que jugaba el Betis...
Lo siento, es posible que la razón respecto al lugar de Dios en el mundo la tengan los luteranos como Kant, pero a mí me transmiten un aburrimiento insoportable.
3. La Iglesia Católica no está en las últimas, pero sí en las penúltimas. Es ingenuo pensar, como querían los sabios, que ha sido desplazada por la civilidad y las luces. Las chorradas del New Age, los templarios, Dan Brown, Iker Jiménez, los Testigos de Jehovà, las sectas light del budismo o la comida vegana, demuestran que el mercado de la espiritualidad anda más activo que nunca. Pero aún así la autoridad vaticana va perdiendo adeptos, y ello a pasar de la maestría con la que Karol Wojtyla se aplicó la tarea de convertirse en una celebrity televisiva, demostrando con ello una sabia capacidad de adaptación al aire de los tiempos.
No, el problema de la moral transmitida por el púlpito es que no hay manera de acercar a la gente a una fe que se empeña en convencernos de que deberíamos privarnos de todo aquello que hace la vida soportable. Recuerdo el día que no sé que actriz de Hollywood explicó que había conseguido superar la atracción por la carne gracias a la lectura de los Evangelios. Su autobiografía -repleta de orgías y adoraciones al Becerro de Oro- se había vendido anteriormente como rosquillas, por contra, el libro de autoayuda para adictos al sexo que sacó después no lo compro ni el Santo Job. Pobre.
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