EL PROGRESO
Asisto a un coloquio sobre la vigencia de la idea del progreso, organiza la Real Sociedad Económica de Amigos del País. A estas alturas de mi vida no solo me causa respeto el nombre de una institución como ésta, en cierto modo me hechiza. Suena a burgueses algo atildados y con peluca, da a pensar en salones desvencijados y libros llenos de carcoma, pero si superamos esa primera y tópica impresión, nos encontramos con el origen del gigantesco proyecto histórico que nos identifica como "modernos". Me fascina la Económica, como me emociona leer a Voltaire o a Mayans, no como a uno le causa ternura leer antiguas y acrisoladas ilusiones, sino como aquél que, ahuyentada de un soplo la primera pátina de polvo, se percata de que lo que se proponían aquellos caballeros -derrotar al tenebroso dragón de la ignorancia y la servidumbre- tiene la misma vigencia que en su tiempo.
A lo largo del siglo XVIII, y con el devenir político y cultural de Francia como inspiración, se crearon en Europa instituciones ciudadanas cuyo proyecto era iluminar al conjunto de la sociedad a través de la instrucción y la difusión de las ciencias y las artes. Eso es, a fin de cuentas, lo que llamamos Ilustración, pretender que la acumulación de conocimientos -si somos capaces de garantizar su conservación y difusión a través de instituciones como la escuela, las bibliotecas o las fundaciones culturales- terminará forzosamente produciendo una sociedad más confortable, pacífica y justa. Durante el coloquio se nos explica de qué manera la sociedad civil se fue configurando, cómo el antiguo súbdito medieval fue liberándose de la coraza que le postergaba a la condición de súbdito para convertirse en un verdadero hombre libre.
¿Y hoy? Esta es la gran pregunta que nos plantea un debate como éste. El Progreso es, antes que nada, un gran relato. La modernidad construye históricamente su identidad a fuerza de dar crédito a esa narración forjada por los ilustrados. Nadie ha definido mejor sus parámetros que Rousseau, quien en pleno Antiguo Régimen, recordaba a los mandarines que mantener secuestradas las libertades suponía traicionar los términos de aquel metafórico gran contrato que habría dado origen a las sociedades civiles. Para Rousseau, el hombre no habría de renunciar porque sí a una condición salvaje en la que, por lo menos, no habría de soportar las indignidades de la servidumbre y el veneno de pasiones sociales como la envidia y la codicia. Dejamos de ser salvajes porque entendimos que sólo podríamos progresar si nos juntábamos. "El invento moría con su inventor", dice el autor de Emilio respecto al Estado de Naturaleza: nada garantizaba la conservación y difusión del conocimiento, dado que el hombre ni tan siquiera reconocía a sus hijos, luego mejorar era imposible y "las generaciones se sucedían con la tosquedad de las primeras edades, la humanidad era vieja, pero los hombres permanecían siempre niños."
Se diría que este relato ha concluido, o que, al menos, ha entrado en situación de incertidumbre. De esto no tienen la culpa los filósofos posmodernos, aquellos que, como Lyotard -por no remontarme a Nietzsche- nos advirtieron hace tiempo de que el progreso era el héroe de un gran relato cuya credibilidad se asentaba sobre bases
tan míticas como las del gran relato medieval: la Salvación por la fe. Lo de ahora no requiere
lecturas sofisticadas. Lo comprueba cualquier ciudadano con instrucción media que ponga la radio y escuche que Moody´s nos ha vuelto a rebajar la calificación de la deuda.
Cuando uno ve un reportaje sobre la Transición, escucha algunas loas a la figura del recién finado Manuel Fraga -incluso las de algunos enemigos acérrimos como Carrillo- o ve un capítulo de Cuéntame, percibe que la imagen que nos hemos hecho de España como Estado moderno y democrático se sustenta desde algunos tópicos de perfil muy grueso. Los Pactos de la Moncloa, el hábil papel de la Corona, el sentido institucional de los redactores de la Constitución, la reacción ante el 23-F... Aquella mascarada del Golpe sería el último intento de los viejos poderes fácticos por estrangular las libertades y colapsar el proceso. Después han venido ya dos gobiernos de izquierda, tuvimos una factoría de cultura de vanguardia con la Movida Madrileña -cuyo resultado más luminoso es el éxito universal del cine de Almodóvar-, casamos a los gays, vencimos al terrorismo e incluso hemos ganado el mundial de fútbol...
Siempre ha sido dudoso este relato, pero nunca tanto como ahora, cuando despertamos del único sueño que no cambiamos por cuarenta mundiales ni por los oscars de Hollywood: hacernos ricos. La realidad es que, en muy poco tiempo, volvemos a ser esa península postergada del extremo occidental de Europa, cuyos comandantes ya hace tiempo que entendieron que no les sale a cuenta seguir ayudándonos. (Los fondos de cohesión, ¿recuerdan?) Tenemos gobiernos negligentes y corruptos. Sí, ya sé, no son iguales todos los políticos y todo eso, de acuerdo, pero quienes insisten tanto en que seamos ecuánimes parecen olvidarse de que la corrupción española no es un suceso más o menos puntual, sino un estado sistémico, una enfermedad endémica. En cuanto a lo de la negligencia, me pregunto a qué niveles puede haber llegado en territorios como el del País Valenciano, donde en un par de años hemos pasado de sentirnos como "la California del Mediterráneo" -así estimulaba Francesc Camps la autoestima de los valencianos- a convertirnos en una autonomía colapsada, con la Generalitat en quiebra técnica, sin pagar a los proveedores ni cubrir servicios esenciales desde hace muchos meses... Más o menos lo que uno se imagina que ocurre en Tanganica, pero aquí, a Casa Nostra, quién lo habría imaginado.
No cuela sin embargo el viejo clishé, tan adecuado para confortar a la masa en medio del desastre: qué malos gobernantes para tan gran país... No, no es cierto, tenemos los gobernantes que hemos querido tener. El País Valenciano es el ejemplo más redondo de sociedad que ha creído poder ilusionarse con el dinero fácil, la especulación como factor de riqueza y el enriquecimiento rápido. La burbuja del ladrillo -resultado de esa gran trama surrealista de la economía financiera contemporánea, esa a la que Vicente Verdú llama "capitalismo de ficción"- nos ha hecho olvidar que la prosperidad de las sociedades sólo se construye de forma fiable a través del esfuerzo diario. Nos guste o no, esta es la realidad, y no hay peor herencia para las generaciones venideras que las de inocularles otra fe que ésa, por más que la opulencia consumista que hemos llegado a tener, las tiendas que abre diariamente Zara en China, la celebridad que alcanzan los chicos de Gran Hermano, el messenger, los goles de Iniesta o los castings de modelos les hagan pensar que el mundo tiene el color de Tele Cinco, la Nochevieja y las películas en 3-D.
Se me ocurre pensar si los procesos al juez Garzón no son la metáfora de la clausura definitiva de un relato. En el coloquio de la RSEAP uno de los ponentes -muy brillante en su exposición, por cierto- insistió en la conveniencia de no opinar sin fundamento: "sobran opiniones, hay que documentarse y dejar opinar a los que saben". Correcto, pero como no soy experto en Derecho, todas las sospechas que albergo respecto a que Garzón es objeto de una persecución execrable por parte de fuerzas muy poderosas no habrían de tener valor alguno. Puedo hacer caso, por ejemplo, a quienes en la radio insisten con mucha convicción y aparente conocimiento de causa en que sus instrucciones son arbitrarias, que con tal de conseguir que un acusado o un testigo digan lo que él espera que digan es capaz de llegar demasiado lejos, que atiende a sus corazonadas más que al rigor, que tiene vocación de estrella y mártir...
Yo imagino la vida de Garzón al modo de un biopic cinematográfico. Un servidor público decide emplear el poder que se la ha concedido como juez para luchar contra los malos, es decir, todos aquellos que destruyen la convivencia por su corrupción, su violencia organizada y la intimidación que intentan mantener entre sus vecinos. Su tenacidad le lleva a asumir casos que otros jueces no quieren ver ni en pintura porque suponen riesgos de todo tipo, lo cual le hace generarse enemigos en todos los sectores, incluyendo el de su propio gremio. Llegados a este punto, podemos entender que Garzón quiere ser destruido por poderes fácticos de derecha -por asuntos como el de Gurtel o las fosas del franquismo- pero también por afectos al PSOE, donde se le sigue guardando mucho rencor al juez por los GAL. A todo este ejército tan heteróclito formado por quienes quieren vengarse del protagonista se suman narcotraficantes, terroristas y simpatizantes de dictaduras como la chilena o la argentina...
Garzón está ahora mismo a punto de ser expulsado de la judicatura porque le han denunciado quienes son sospechosos de crímenes horrendos. Algún amigo extranjero me pregunta cómo podemos consentirlo. Le contestó que lo que no sé es qué hacer para evitarlo, salvo manifestarme y emitir mi opinión, aunque sea, parece, una opinión poco documentada.No dejo de preguntarme si lo que está tocando fondo, más que nuestra prima de riesgo, no es nuestra dignidad.
3 comments:
Hay sin duda un lado muy interesante en las Sociedades Económicas de Amigos del País, interesante y destacable dentro del tradicional dominio del conservadurismo más casticista que primaba en España. Las Sociedades fueron centros de difusión de las ideas ilustradas y determinaron con bastante acierto algunos de los principales problemas que aquejaban a la economía española. Ahora bien, y reconozco que a lo mejor me excedo en la analogía histórica, veo una línea de continuidad entre los arbitristas del siglo XVII, las Sociedades ilustradas, el Regeneracionismo que reflexionaba sobre una “España sin pulso” o incluso las políticas reformistas de nuestras dos Repúblicas. Muy buena intenciones en todos ellos pero, en el fondo, desconocían la realidad social del país, tan elitistas que mostraban una profunda desconfianza ante la capacidad de las clases populares y, tan precavidos, que nunca les abandonó el temor paralizante a ir demasiado lejos.
¿Recuerdas a Hank Quinlan, el policía corrupto de “Sed de mal”? El personaje, al que da vida Orson Welles, era capaz de detectar con precisión al criminal, solo que no creía en las leyes que protegen los derechos de los imputados y no tenía inconveniente en colocar pruebas falsas para cerrar cualquier vía de defensa. Vargas, el policía mejicano interpretado por Charlton Heston (curiosa paradoja), representa la justicia democrática, la antítesis de la corrupción, la honradez inquebrantable.
A Garzón se le acusa en el asunto Gurtel de haberse situado por encima de la ley. Y no es una acusación leve: si aceptamos que un personaje situado en una institución tan fundamental para la buena salud democrática de un país como es la judicatura, se salte la legalidad, aunque sea para lograr unos fines que podemos considerar justos, estamos poniendo en cuestión las bases de un sistema de libertades. Si Garzón grabó las conversaciones entre el abogado y los acusados atentó contra el derecho a no declarar contra sí mismo que tiene cualquier imputado y trató de obtener ventaja para los fiscales. Por eso me acordaba de Quinlan.
¿Se ha excedido Garzón en sus atribuciones? ¿Consideró que la legislación vigente impedía llevar a cabo la necesaria labor de limpieza y utilizó medios ilegales? Yo no lo sé, como tampoco soy experto en leyes no lo puedo determinar. Pero me puedo basar en indicios: el colegio de abogados se ha retirado como acusación particular (teóricamente los más interesados), fiscales, policías y funcionarios del juzgado insisten en la inocencia de Garzón y fue el propio Estado español, a través de sus legisladores, el que otorgó la posibilidad a un juez (la idea era perseguir el entramado etarra) de utilizar esos sospechosos medios si los indicios de delito así lo aconsejaban.
Si me refiero a una posible actuación de dudosa legalidad por parte de Garzón en este asunto, es porque tengo el convencimiento de que todas esas fuerzas tan poderosas de las que habla David pretenden pillarlo. La excusa de la legalidad democrática y las garantías vulneradas de un acusado es perfecta para salvar la cara en este asunto y convertir a Garzón en un desquilibrado ahíto de notoriedad que no se para en legalismos para lograr sus objetivos. Todos sabemos lo que hay detrás: el juez instructor, el único que se ha atrevido, ha sacado a relucir los crímenes del franquismo, el pecado original de la derecha española, y ha puesto en jaque a esta misma derecha cuya tarea habitual es expoliar el país.
Nos encontramos ante una perspectiva que se me antoja determinante: si toda la corruptela que representa Camps y el gobierno del PP en Valencia sale indemne y Garzón es condenado (en el peor de los casos, por una práctica repetida varias veces por otros jueces, sin condena) es que esta democracia no conoce más solución que la quiebra frontal con las instituciones.
No quería decir ahíto, sino ansioso de notoriedad.
Respecto a la tradición burguesa a cuya secuencia histórica te refieres, comparto la impresión general, aunque, a vueltas con los regeneracionistas, que podrían constituir una prolongación en el tiempo del viejo asociacionismo dieciochesco, matizaría lo del desconocimiento de la realidad del país. Para mí hay algo más que buenas intenciones, por más que el espíritu de Joaquín Costa, los krausistas o los orteguianos de la Escuela de Madrid arranque de ideales de reformismo que un marxista podría asociar sin ambages con el reformismo burgués, muy alejado por supuesto de la revolución obrera. Hay una tradición intelectual liberal que detectó la necesidad de enfrentarse a un entramado reaccionario que en España fue extraordinariamente resistente incluso durante el siglo XX. Ese tradición, de la que -con todas sus sinuosidades, tan complejas como las de la Generación del 98- para mí es paradigma el proyecto de europeizar España de Ortega, fue tan trágicamente derrotada en la Guerra del 36 como la izquierda popular. Entiendo que esta sinergia es difícil desde la ortodoxia del movimiento obrero de la época, pero creo que las peculiaridades del país la hacen posible. Unos y otros fueron devastados por el fascismo.
Lo que expones respecto a Garzón lo suscribo también. Por chinchar un poco, otro matiz: recuerdo perfectamente el personaje de Quinlan -como para olvidarlo-. Sin embargo, me cuesta encontrar la afinidad con el proceder de Garzón. Quinlan es un delincuente, un tramposo que se pone al nivel de aquellos a los que persigue. La trayectoria de Garzón puede ser la de un juez con tendencias de dudoso rigor en los procesos de instrucción; no lo sé porque yo tampoco soy jurista, pero sospecho que a Garzón no se le intenta destruir por ser poco cuidadoso, sino porque se ha ido ganando enemigos enormemente poderosos. Es la impunidad a la que aspiran esos enemigos lo que debe alarmarnos. Se me ocurre una pregunta: cuando la Audiencia Nacional ordenaba escuchas a los abogados de los terroristas vascos ¿por qué no se generaba la misma situación que con los de Gurtel?
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