EL INVIERNO
Asisto a una reunión de profesores. No nos conocemos, no nos patrocina un sindicato ni seguimos ninguna directriz oficial. Las asambleas de profesores de los centros escolares públicos de la localidad han decidido coordinarse y dar lugar a este tipo de encuentros fuertemente marcados por la espontaneidad y la urgencia. Se me ocurre pensar -pese a que es la primera vez que veo a cada uno de los participantes y me son, por tanto, desconocidos- que una nube de tristeza atraviesa la fría sala donde hemos hecho un círculo en torno a una persona que, portátil en mano, trata de dar algún tipo de transitividad organizativa a los acuerdos. Preparar algo tan aparentemente sencillo como una concentración de la comunidad educativa ante el ayuntamiento y encerrarse después durante la tarde y la noche en las escuelas, supone tener que tramitar permisos, establecer redes de comunicación y tomar decisiones... Son actividades para las que uno ni ha nacido ni van a retribuírselas, entre otras cosas porque, de lo contrario, uno se habría hecho liberado sindical, cosa que no seré jamás así que ciegue.
La gente interviene, formula propuestas y se expresa con buen sentido, pero no se presiente ni el eco más remoto de entusiasmo revolucionario. Se adivina una misteriosa sombra de pesimismo tras cada propuesta, por más que su objetivo sea combatir a unos poderes que han decidido una vez más que las víctimas de la crisis van a ser quienes necesitan los servicios públicos, es decir, los que menos han hecho por provocarla. Se advierte el pesimismo, el apagamiento de los ímpetus juveniles. No extrañaría si fuéramos personas viejas las que nos reunimos, pero no es el caso, no somos niños, pero no tenemos edad para recluirnos entre los muros de la desesperanza y el nihilismo. (No sé, por cierto, si se tiene alguna vez edad para eso, se tiene en todo caso un cierto ethos, la actitud ante el vida, el carácter... algo que viene de muy dentro, que
se ha ido cuajando a cocción lenta en los recovecos más profundos de la memoria y que, cuando llega el enemigo con sus cañones, te hace apretar los puños con más fuerza o, por el contrario, salir corriendo despavorido). Pero no sólo se presiente, la amargura ha pasado a tematizarse, se hace explícitamente presente en cualquier conversación: "todos tenemos a nuestro alrededor gente que se ha quedado sin trabajo... ha cerrado el negocio... les han metido ya el ERE...la gente no va a querer entendernos porque somos tal y cuál...". El fraseo tan reconocible se acompaña de una mímica facial que reconoce que, junto a la exhortación a la resistencia, hay malas perspectivas respecto a las posibilidades de conseguir algo.
La izquierda es víctima, pero también es culpable de su melancolía. El bucle de tristeza en que vive tiene que ver no tanto con el envejecimiento de la Revolución como con el de sus defensores. La Revolución no se hizo, dicen, pero esto es falso, se ha hecho, solo que no ha sido como esperábamos. ¿Y qué esperábamos: que el Capital repartiera sus beneficios, que las pibas se abrieran de piernas a nuestro paso mientras cantaba Joan Baez, que Felipe González
nacionalizara la banca y creara leyes de hierro para los beneficios empresariales? Por amor de Dios... La decepción, convertida en un estado casi metafísico, es en verdad la respuesta que dan personas envejecidas a la única verdadera gran desilusión: la de que no se termina nunca de luchar, que jamás el mundo deja de ser brutal e injusto, la de que no dejáremos al irnos un mundo en orden como el que habíamos soñado para nuestros hijos.
Es cierto que el márchamo de los acontecimientos no induce al optimismo, pero ¿quién ha dicho que se combata bajo la inspiración del optimismo? Se combate porque no se tiene más remedio, ¿qué creíamos? Se lucha en medio del frío y con ganas de irse a casa cuanto antes. Cuando te reúnes y pasas horas interminables preparando carteles, encerronas y manifestaciones, lo que estás deseando no es que te lo agradezcan ni que te lo paguen, lo que deseas es que alguien te sustituya y te deje a ti la comodidad del sofá desde el que todo se ve con más confort, incluso la guerra.
La derecha española tiene tramado un proyecto para cargarse el Estado del Bienestar, lo sé. No es que el PP tenga especial interés por fastidiar a los ciudadanos, es que está en su ADN ser dócil al gran capital, por lo cual resulta entrañable el lloriqueo indignado de algunos votantes de Rajoy cuando ven que va a desmantelarles servicios esenciales y reducir derechos tan básicos como el subsidio de paro, las pensiones, los seguros hospitalarios o las indemnizaciones por despido. Tampoco ayuda mucho el espectáculo de egos de las primarias en el PSOE, ese partido por cuyos despojos pelean sus distintas facciones y que, sin una sola idea seria que hacernos llegar a los ciudadanos, parece tener más asumida que nunca su condición de perdedor. Podemos hablar también de que Garzón va a ser probablemente expulsado de la judicatura mientras los malvados a los que persigue se las prometen muy felices. O Camps agradeciendo los servicios prestados a Intereconomía, donde se celebra la impunidad de la corrupción siempre y cuando los corruptos sean de los suyos...
Nada ayuda, nos disponemos a vivir probablemente el año más difícil en la historia reciente. Pero, miren, tengo un enanito dentro que lleva toda la vida previniéndome respecto a las corrientes que se extienden con demasiada facilidad entre la gente. La cosa está puta, desde luego que sí, nadie lo duda. Sin embargo, yo pasé muchos años de escepticismo respecto al marchamo de la cosa pública, por ejemplo en el País Valenciano, durante los años que el Presidente Camps presentaba como el colmo de la prosperidad. "Somos felices, no van a poder destruirnos". Se refería a la oposición, a la prensa no afín, a los agoreros como yo... Pero es esa cultura del fasto, la petulancia y el gasto desmesurado lo que lo ha reventado todo. No creo que estuviéramos tan bien entonces, cuando nos llenábamos las arterias de colesterol -y ya se sabe que el colesterol no avisa- ni creo que lo de ahora sea sólo un invierno sin esperanza.
Caminamos en el desierto, y no tenemos más que lo puesto, que además se lo debemos a algún banco, ahora lo advertimos todos fácilmente. Pero es en el desierto donde a veces emergen los mejores sentimientos, la solidaridad, la resistencia, la grandeza de quienes aparecen cuando ya no hay ensoñaciones de fatua grandeza, ni mamarrachos arquitectónicos de Calatrava, ni riqueza y pelotazos para todos. "Nadie podrá parar a los valencianos", es verdad, se han parado solos. Estamos arruinados. Es momento de comprobar si la dignidad de cada uno valía tan poco como nuestra burbuja de ridículos nuevos ricos.
2 comments:
La verdad es que sí, que hace mucho frío. Este invierno de crisis se va a quedar durante mucho tiempo y, para colmo, no hay día en que los medios de comunicación nos aborden con noticias que nos dejan helados. ¿Sobreviviremos a una hipotermia?
Por lo que usted cuenta en este post, parece que el invierno empieza a calar en los huesos de algunos de sus colegas, adivinándose “una misteriosa sombra de pesimismo tras cada propuesta”… Abríguese bien, David, no se nos vaya a enfriar. A muchos padres nos queda la tranquilidad y el alivio de que profesionales como usted trabajan en la educación pública.
Saludos.
Gracias como siempre por su generosidad, señora Zarzuela. Le aseguro que hay muchos magníficos profesionales en la escuela pública, puede en ese sentido estar tranquila por lo que le toca, que será mucho. De hecho me atrevo a decir que si la educación no se hunde del todo tal y como es el abandono en el que la tienen los gestores -Valencia es una caso lacerante a este respecto- es en gran medida gracias a los docentes. Lo que en todo caso sí les reprocharía es la tranquilidad, la pasividad casi budista con la que la mayoría acepta sin mucho más que algún rictus de disgusto la ya larga secuencia de ataques a su dignidad y su prestigio que le vienen lanzando.
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