
POR QUÉ LUCHAMOS.
"Algún día habré de explicarte por qué combatimos". Esta enigmática frase es puesta varias veces en boca de Asterix por su creador, Goscinny, pues Obelix no parece entender que pueda haber ninguna causa seria tras lo que a él le parece una simple diversión, arrear mamporros a los infortunados legionarios de Roma. ¿Por qué luchamos? Dijo Nietzsche que las ideologías no eran sino las chispas que saltaban con el chocar de las espadas encendidas. En esa visión trágica de la condición humana, cuyo secreto destino es combatir eternamente sin la posibilidad de ilusionarse con un final de la violencia, no parece haber respuesta para la pregunta de Obélix: el conflicto es el trasfondo de un escenario en el que la paz es sólo una vana esperanza, la pausa con la que, ilusos, celebramos una victoria cuyos efectos son caducos, una pax augusta que tan solo es lo que precede a nuevos estallidos.
Cuando uno supera la atracción adolescente por el ejercicio de la violencia, sigue entendiendo que la épica preside la existencia, pero ya no al modo del belicismo tradicional, sino por la apelación cotidiana al heroísmo que supone aguantar las embestidas del paro, la coacción de los mandarines, el miedo a las enfermedades y a la muerte o el dolor de los amigos que nos dejan y los hijos que sufren. De todo ello hay pocos rastros en los cantares de gesta, las superproducciones de Hollywoood, los libros de Historia o incluso en los juegos de ordenador donde eres un marine que dispara a terroristas afganos y no te matan cuando te matan. Y eso es lo que se pierden. Algún día habremos de hacer entender a los niños que sueñan con un campo de batalla que las guerras de verdad sólo huelen a sangre, a mierda y a mearse de miedo cuando empiezan a rugir los cañones.

Es preciso pensar y deliberar, necesitamos armarnos de paciencia para aceptar posiciones e intereses que nos son hostiles. Debemos construir la paz, cuyos contrapesos habrán de constituir sistemas precarios y frágiles, necesitados por tanto de una vigilancia continuada en la que habremos de empeñarnos hasta el fin. Debemos exigir a los políticos que creen el tejido jurídico necesario para evitar la guerra total y permanente de la que hablaba Hobbes, y debemos, por nuestra condición de ciudadanos, luchar con razones frente a la violencia de las calles, la tiranía de los automóviles y la destrucción de las normas de respeto que atenúan los roces de la relación entre humanos.

Sí, todo esto es cierto, pero, por más que es razonable ilusionarse con un mundo en paz, suelo sospechar de quienes insisten demasiado en la necesidad de expurgar el poder y la violencia de las relaciones entre humanos. Jurgen Habermas construyó una teoría filosófica exitosa basándose en la aspiración a una "situación ideal del habla", horizonte que dirigiría la pretensión de construir una sociedad genuinamente democrática y deliberativa, donde la posibilidad de la participación política se articula sin coacciones. Utópico y, por tanto, estéril. Cuando en situaciones fuertemente conflictivas como las que vivimos en estos días se nos intenta reconvenir hacia la conveniencia de resolver las cosas dialogando, parece olvidarse que raramente los débiles han conseguido salir de la sumisión y la miseria sin haber forzado a los señores a sentarse a negociar.
No dejo de escuchar en las últimas horas apelaciones al estilo antidemocrático de los piquetes sindicales, los cuales supuestamente extorsionaron en la noche del jueves a ciudadanos, comerciantes, transportistas y trabajadores para obligarles a sumarse a la jornada reivindicativa. Hay quien, como alguno de los ultras habituales de la derecha -qué poco sexo deben tener estos tipos para andar siempre tan enfadados-, declara directamente la huelga general como un evento antidemocrático, pues se entiende que su lógica rompe necesariamente la libertad del ciudadano para elegir sin presiones si quiere o no sumarse a la protesta. Pero ya sabemos que la derecha española vuelve siempre al mismo principio que le permitió ganar la guerra hace setenta años: muerto el perro se acabó la rabia. En otras palabras, como algunos ciudadanos no ejercen adecuadamente el derecho a la huelga, exijamos su ilegalización. Inútil tratar de dialogar con esta gente.

Tengo allegados que trabajan en bancos, en tiendas de ropa, en restaurantes de comida rápida... ¿Creemos de verdad que la supuesta violencia de los piquetes, que se convirtió el jueves en el espectáculo preferido de las televisiones, es seriamente intimidadora, y que los millones de trabajadores que no van a la huelga deciden todos sin una aterradora presión por parte de sus empresarios? Solo al precio de una tremenda inconsecuencia y, seguramente, de una atroz hipocresía se puede creer de verdad que en una situación de este tipo los débiles deciden sin coacciones de quienes les vigilan.
Podamos o no ejercer el derecho a la huelga que el ordenamiento jurídico recoge sin ambigüedades -como no puede ser de otra manera en una sociedad democrática- no tengo ninguna duda de que hemos entrado en una nueva época, un mundo donde el conflicto con los grandes beneficiarios de este capitalismo salvaje al que pretenden abocarnos va a ser cotidiano e irremediable. Ayer, pese a algunos incidentes de incontrolados, los millones de trabajadores españoles dieron pruebas concluyentes de que están civilizadamente dispuestos a no dejarse robar la dignidad.
"Quieren acabar con todo", rezaba una pancarta. Tiene razón, la Reforma Laboral, que concreta la aspiración del nuevo capitalismo a convertir la mano de obra en una mercancía barata, dócil y desprotegida, tiene la intención de arruinar todo un esfuerzo de décadas en favor de los derechos de los trabajadores. Importa poco si creemos o no en los sindicalistas, y no es un motivo para la melancolía la resolución que aparenta el gobierno para no rectificar unas medidas que, sin duda, le vienen impuestas desde Europa. Es nuestro futuro y el de nuestros hijos -y no hablo sólo de los españoles- el que se pone en juego en jornadas como la de ayer. Una compañera, presa de la frustración y la desesperanza, me dijo hace unos días que lo único que vamos a conseguir haciendo huelgas y acudiendo a movilizaciones callejeras es empeorar las cosas. No sé qué conseguiremos, lo que sí sé es lo que nos pasará si no luchamos.