
"YO NO SOY MUY DE HUELGAS"
Viene pasándome tan insistentemente y desde hace tanto que la escena ya ha terminado por resultarme plastosa y aburrida. Manifiesto entre compañeros o allegados la conveniencia de resistirse a prácticas del Poder que me parecen indiscutiblemente opresivas e injustas. Entre las medidas en que se sustancia esa convicción -además de esfuerzos individuales como el de escribir un blog o enviar una carta de protesta a un diario- está todo el amplio abanico de las movilizaciones de trabajadores o simplemente de ciudadanos, lo cual incluye concentraciones, manifestaciones y, por supuesto, huelgas. Cuando, como sucede ahora mismo en el País Valenciano, la Mesa Sectorial de Educación nos convoca a una huelga, se vuelve inevitable escuchar toda esta retahíla de frases con las que algunos manifiestan de forma torcida su firme intención de no mojarse el culo en lo más mínimo con estos asuntos. Si no menudean ustedes por estos cenáculos profesionales, les sorprendería la cantidad de personas que suelta estupideces de tipo "yo, es que soy individualista, no sigo la estrategia de los sindicatos, protesto a mi manera", o, aún más esperpéntico -juro que esto lo he oído de una compañera a la que pregunté si pensaba seguir cierta huelga-: "es que yo no soy muy de huelgas".

A lo largo de mi vida he participado en movilizaciones de todo tipo, algunas plenamente reconocidas como derechos constitucionales y otras a las que me conformaré con definir como más discutibles. También he dejado de participar en muchas otras a las que se me había invitado, a veces por discrepancia, y sospecho, a veces por simple indolencia. Podemos convenir en que cuando tenemos claro contra qué injusticia, alcaldada o miseria social protestamos y qué objetivo pretendemos conseguir, es tan solo cuestión de pura estrategia decidir qué medios pueden ser más eficaces para dichos logros; es entonces cuando podemos discrepar los que deliberamos. Ha habido veces en que ponerse en huelga o incluso salir a cortar una carretera o hasta ponerse en pelotas delante de no sé qué Consejería para que venga la tele me ha parecido lo conveniente, y hay otras en que ni siquiera la huelga de un día -por más que compartiera los objetivos de la misma- me ha parecido eficaz ni justa ni adecuada. Tengo dudas muy serias respecto a la facilidad con la que las centrales sindicales nos convocan a dejar de ir al trabajo en escuelas o institutos públicos, lugares en los que tales medidas provocan antes que a la patronal un dolo considerable a sus usuarios. Sí, ya sé, las huelgas en unos grandes almacenes perjudican a los clientes, y las de transportistas fastidian a mucha gente, de acuerdo, pero la primera que se ve en apuros con una huelga en tales sectores -y por eso se convoca- es la patronal. Aquí no, es posible que una durísima huelga de seis días como la que se acaba de convocar no haga gracia a la Conselleria d´Educació, pero -aparte de que no estoy seguro de que al PP, encantado con prestigiar la enseñanza privada en detrimento de la pública, le haga grandes cosquillas tal medida, que solo tendría repercusión en centros públicos- reconozco que me seduce muy poco el papelón de convencer a los padres de nuestros alumnos de que deben apoyarnos cuando, de llevar la huelga hasta sus últimas consecuencias, ellos serán los principales damnificados.
No sé si voy a hacer la huelga de seis días que se acaba de convocar y que amenaza con ser sólo la primera entrega de un serial conflictivo que puede ser muy largo. Y, caso de hacerla, tampoco sé si llegaré hasta el final. Tengo familia y no vamos sobrados. Decir que efectuar esta alegación es mezquino me parece una inconsecuencia. Cuando uno va a la huelga ya sabe que el primer daño lo va a sufrir en sus carnes, pues va a dejar de percibir el salario del cual vive, a parte de lo doloroso que, a mí al menos, me resulta dejar el aula justo cuando creo que más me necesitan mis alumnos, en especial los preuniversitarios. No sé qué haré, ni ahora ni más adelante; no sé qué es mejor, no sé cuál es la estrategia adecuada, y me siento en uno de esos dilemas morales que han poblado las mejores páginas de la ensayística desde hace milenios. Pero sí hay algunas cosas que me gustaría aclarar a quienes cada vez que hay conflictos laborales se empeñan en recordarme todo eso que ya sabemos que dice siempre la derecha sobre los sindicatos.
Saldré del armario de una vez por todas para evitar malentendidos: no me gustan los sindicalistas, no me gustan nada, es más, los detesto, en concreto detesto a toda esa banda de liberados y enlaces que, en el gremio en el que vivo, llevan dos décadas haciendo ímprobos esfuerzos para convencerme de que no hay esperanza ni para la escuela, ni para la izquierda, ni para la humanidad entera. Si quieren les cuento algún día mis porqués, que son muchos y tienen que ver con la experiencia de una vida. Pero resulta que no es ésta la cuestión. No importa nada lo que piense yo de los sindicatos, ni siquiera lo que podría decir aquí sobre el desmoronamiento de las instituciones representativas o las contradicciones en las que viven las organizaciones políticas tradicionales, entre las que los sindicatos tienen un papel tan preponderante como los partidos, en los que también confío tanto como en dejar a mi abuela al cuidado de Hannibal Lecter.

La realidad es que, como trabajadores, requerimos órganos de representación, personas que negocien con la patronal y que intenten paliar la asimetría propia de las relaciones laborales; todos estamos en el mismo barco y tenemos problemas similares. En el Manifiesto comunista, ese texto del que tantos han abusado para ensalzarlo o para enviarlo a la hoguera, Marx y Engels insisten en la importancia de hacer entender a los proletarios que, aunque no se sientan unidos -cosa muy natural, pues cada uno viene de su padre y de su madre, y es propio de humanos sentirnos diferentes- es la realidad que viven las que les obliga a actuar de forma mancomunada: sus problemas son los mismos, sus enemigos también, si no asumen su condición de clase tienen su guerra perdida. En mi profesión resulta especialmente difícil lograr eso a lo que se llama conciencia de clase. El estatus social del que proviene la mayoría de los docentes, los cuales pudieron alcanzar estudios superiores a veces hace treinta o más años, propicia una especie de individualismo de ínfulas románticas que, en realidad, oculta una profunda incapacidad para la acción conjunta y el riesgo.
En cuanto a mí, resulta que no solo me caen mal los sindicalistas sino que además yo tampoco soy muy de huelgas, ni de ir pegando gritos delante de la Conselleria, ni, si me apuran, de ir enviando mails para recordar a los compañeros que hemos quedado en la FNAC para ir a una mani que resulta que me va a privar de estar el sábado con mi hija, que es lo que verdaderamente me apetece. Yo, en realidad, soy más de ver series en la tele, mirar el fútbol con una cerveza en la mano, protagonizar tórridas escenas de amor sobre la mesa de la cocina, ir al supermercado del Corte Inglés a comprar mariconadas... No sé, esas cosillas. Se deben figurar algunos de mis compañeros que empleo gran parte de mi tiempo, mis esfuerzos y hasta mi paz de espíritu porque soy un iluminista revolucionario, pretendo fastidiar al PP y a los curas, me gusta la supuesta promiscuidad de las algaradas callejeras y, sobre todo, me encanta que me quiten un pastizal por cada día de huelga.

Lo más curioso es que después, cuando les preguntas si les gusta que les metan ratios de treinta y cinco alumnos, les quiten más y más salario o vayan a desplazarles de su plaza definitiva, te dicen que no es justo, que qué cabrones, que no sé a dónde vamos a parar. Pero claro, ellos no son muy de huelgas, ni de asambleas, ni de manifestaciones... Ellos -me temo- son más bien de agachar la cabecica al paso de los mandarines, o de ir a hacerles un poquito la pelota, a ver si les dan alguna prebenda. De eso sí son.
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