ALGUNAS REFLEXIONES MIENTRAS VEO BEN HUR EN LA TELE
El protagonista de una de las películas que más me han impactado, El último valle, es un mercenario que dice haber nacido en la guerra y para la guerra. Estamos en el siglo XVII, el interminable conflicto entre católicos y protestantes desangra a Europa. En la pequeña aldea montañosa que parece haber quedado milagrosamente aislada de la conflagración y sus horrores, entre otros la peste, la concordia es continuamente perturbada por el sacerdote, un fanático cuya insistencia en recordar que Dios nos mira, que todos estamos infectados por el Demonio y que merecemos el infierno, termina desatando la ira del mercenario, quien lleva demasiada sangre y crueldad detrás como para no darse cuenta de que aquel espantajo histérico vestido con túnica es la única verdadera amenaza para una aldea cuyos habitantes tan solo quieren tener su fiesta en paz. "¡Irás al infierno, blasfemo!", grita al mercenario. La respuesta de éste deja helados a los presentes, pues insisto en que la acción transcurre hace más de trescientos años, en un pequeño núcleo rural del corazón de Europa:
-"No iré al infierno porque no hay infierno... Ni tampoco hay cielo: ¡Es una leyenda!"
Vi por primera vez esta película cuando no llegaba ni a adolescente. El personaje que encarna magistralmente Michael Caine no me descubrió con esa frase pronunciada a gritos nada que yo no supiera ya, simplemente lo hizo con la contundencia necesaria para una de esas situaciones de la vida en que lo único que no podemos permitirnos son los titubeos.
Hace mucho que dejé de intentar convencer a los creyentes de que Dios no existe, y ello a pesar de que algunos de ellos no han dejado de intentar convencerme a mí de lo contrario, cosa que les agradezco. Descartes, en los duros tiempos en que transcurre El último valle, atribuyó a la idea de Dios la seguridad de la existencia, afirmando que tan imposible es concebir un triángulo que no tenga tres lados como un Dios inexistente. A mí me pasa lo contrario, el mundo me parece tan ajeno a la posibilidad de que Dios exista como el triángulo a la de no ser un polígono cerrado de tres lados.
Es una desfachatez aseverar con tanta contundencia que Dios no existe, pero si hay algo que no pienso de Dios es que sea idiota, con lo cual sabrá perdonar mi condición de infiel porque es honesta, cosa que no puedo decir de la mayoría de creyentes que conozco, los cuales van a tener una inmensa suerte de que Descartes se equivocara, pues serán como yo pasto de la extinción total y los gusanos, lo cual impone mucho a poco que lo piensas, pero se librarán de algo mucho peor, que es arder para siempre entre las llamas atizadas por los funcionarios luciferinos. Lo peor, como dijo Woody Allen, es que "no solo no hay un Dios: prueba además a encontrar un fontanero en domingo". En otras palabras, que como la vida eterna se ha convertido en una posibilidad cuanto menos improbable, quizá mejor dejar de pensar mucho en ella, pues la que de momento nos interesa más, la vida terrenal, se complica con frecuencia más de la cuenta.
No hay Dios, estamos solos, es cuestión de que este grupo de niños que nos hemos quedado solos y sin padre asumamos de una vez que somos nosotros los que sin ayudas ni excusas tenemos que poner la casa a resguardo de las tempestades y los saqueadores. Esta convicción es tan firme y poderosa como la que pudiera arrastrar el más fanático de los c reyentes, con una diferencia: yo no pretendo, como la inmensa mayoría de los católicos -en una impostura indigna del mensaje evangélico- que los ajenos subvencionemos la fe, o, para ser más exacto, la red de instituciones que arrastra la petición del Crucificado a sus seguidores, la propagación de la fe urbi et orbi.
La fe puede producirme perplejidad, pero no me escandaliza. Me cuesta mucho entender a los creyentes. Como dijo Cioran, "si yo creyera, correría gritando desnudo por las calles". Es ésta la razón por la cual los ateos más irredentos desconfiamos de los cristianos: no podemos comprender cómo van por la vida con el mismo semblante que nosotros, cómo se entregan a las mismas tareas cotidianas y sucumben a semejantes tentaciones. Si yo diera por hecho que el Padre me mira a cada momento y que es Él quien desteje el ovillo de mi vida, entonces no daría un solo paso sin presentir su aprobación o su cólera. Esto solo puede ser entendido por un medieval o por un fanático, de ahí que, desde el Renacimiento, cuando los seres más valiosos se dieron cuenta de que no hay más Dios que nuestras obras, la fe en este demiurgo de segunda por el que ya ni lloramos en las procesiones me parece una impostura.
¿Tiene algún valor toda esta profesión de fe del descreído? En realidad ninguno. Vivo mi vida absolutamente ajeno a la fe, asisto a la Semana Santa con interés, pero sin tener la más mínima duda de que es solo la magia que desde siempre hemos atribuido a los iconos lo que impulsa la hemorragia emocional. Ahora bien, el hecho de que algunas de las personas más admirables que he conocido fueran firmes creyentes me ha hecho entender que, al final, de quién o de qué dioses necesita uno enamorarse no tiene gran importancia. Todos terminamos rezando en los momentos cruciales de nuestras vidas; como el guerrero musulmán antes del combate, todos pedimos a Alá que nos ayude a vivir con valor los difíciles instantes que acas o se avecinen.
Lo diré de una vez por todas, no es la fe, no es la Palabra Revelada, no es ni siquiera la atrocidad del sacrificio supuestamente salvador lo que me preocupa. Lo que de verdad me hace sentirme tan lejos de los templos y de sus guardianes es el hecho de que los arrendatarios de lo Sacro han decidido hacerse los amos del mundo -el terrenal- a costa de todos los demás. Y esto, qué quieren que les diga, huele a muy cutre.
A vueltas con la traición al mensaje evangélico, nunca deja de sorprenderme por qué los empleados de la Iglesia católica que conozco, e incluyo aquí a quienes ejercen activamente la catequesis, clérigos o seglares, están sistemáticamente del lado de los privilegiados de la sociedad. Hospitales privados, escuelas concertadas, Opus Dei, bando franquista, parroquia de niños pijos, Partido Popular... Por eso me parece tan heroica la irrupción, muy de cuando en cuando -al menos en nuestro querido país- de personajes como Juan José Tamayo, único personaje que conozco con amplia influencia en el seno de la cristiandad española y que tiene las santas narices de recordar a todo el mundo que una vez destruido el espíritu del Concilio Vaticano II ya no hay principio moral que legitime la misión de la Iglesia en un mundo como el nuestro. En este sentido, me reconfortan intervenciones públicas como las del obispo de Ciudad Real, quien ha tenido el coraje de cuestionar duramente la Reforma Laboral. Siempre me pregunto por qué toda esta gente tan empeñada en defender la familia no parece tener agallas para cuestionar prácticas empresariales como la de maltratar laboralmente a las mujeres por ese vicio tan feo que tienen de quedarse embarazadas. Por eso digo que me alegra saber que hay todavía personajes como el Obispo Antonio Algora, un hombre tan imprudente como para exponerse a los mandarines diciendo que las nuevas leyes no tienen otro objetivo que castigar a los más débiles y permitir a los depredadores sacar nuevas rentas del sufrimiento de todos los demás. Amen, Padre Algora.
No hay Dios, estamos solos, es cuestión de que este grupo de niños que nos hemos quedado solos y sin padre asumamos de una vez que somos nosotros los que sin ayudas ni excusas tenemos que poner la casa a resguardo de las tempestades y los saqueadores. Esta convicción es tan firme y poderosa como la que pudiera arrastrar el más fanático de los c reyentes, con una diferencia: yo no pretendo, como la inmensa mayoría de los católicos -en una impostura indigna del mensaje evangélico- que los ajenos subvencionemos la fe, o, para ser más exacto, la red de instituciones que arrastra la petición del Crucificado a sus seguidores, la propagación de la fe urbi et orbi.
La fe puede producirme perplejidad, pero no me escandaliza. Me cuesta mucho entender a los creyentes. Como dijo Cioran, "si yo creyera, correría gritando desnudo por las calles". Es ésta la razón por la cual los ateos más irredentos desconfiamos de los cristianos: no podemos comprender cómo van por la vida con el mismo semblante que nosotros, cómo se entregan a las mismas tareas cotidianas y sucumben a semejantes tentaciones. Si yo diera por hecho que el Padre me mira a cada momento y que es Él quien desteje el ovillo de mi vida, entonces no daría un solo paso sin presentir su aprobación o su cólera. Esto solo puede ser entendido por un medieval o por un fanático, de ahí que, desde el Renacimiento, cuando los seres más valiosos se dieron cuenta de que no hay más Dios que nuestras obras, la fe en este demiurgo de segunda por el que ya ni lloramos en las procesiones me parece una impostura.
¿Tiene algún valor toda esta profesión de fe del descreído? En realidad ninguno. Vivo mi vida absolutamente ajeno a la fe, asisto a la Semana Santa con interés, pero sin tener la más mínima duda de que es solo la magia que desde siempre hemos atribuido a los iconos lo que impulsa la hemorragia emocional. Ahora bien, el hecho de que algunas de las personas más admirables que he conocido fueran firmes creyentes me ha hecho entender que, al final, de quién o de qué dioses necesita uno enamorarse no tiene gran importancia. Todos terminamos rezando en los momentos cruciales de nuestras vidas; como el guerrero musulmán antes del combate, todos pedimos a Alá que nos ayude a vivir con valor los difíciles instantes que acas o se avecinen.
Lo diré de una vez por todas, no es la fe, no es la Palabra Revelada, no es ni siquiera la atrocidad del sacrificio supuestamente salvador lo que me preocupa. Lo que de verdad me hace sentirme tan lejos de los templos y de sus guardianes es el hecho de que los arrendatarios de lo Sacro han decidido hacerse los amos del mundo -el terrenal- a costa de todos los demás. Y esto, qué quieren que les diga, huele a muy cutre.
A vueltas con la traición al mensaje evangélico, nunca deja de sorprenderme por qué los empleados de la Iglesia católica que conozco, e incluyo aquí a quienes ejercen activamente la catequesis, clérigos o seglares, están sistemáticamente del lado de los privilegiados de la sociedad. Hospitales privados, escuelas concertadas, Opus Dei, bando franquista, parroquia de niños pijos, Partido Popular... Por eso me parece tan heroica la irrupción, muy de cuando en cuando -al menos en nuestro querido país- de personajes como Juan José Tamayo, único personaje que conozco con amplia influencia en el seno de la cristiandad española y que tiene las santas narices de recordar a todo el mundo que una vez destruido el espíritu del Concilio Vaticano II ya no hay principio moral que legitime la misión de la Iglesia en un mundo como el nuestro. En este sentido, me reconfortan intervenciones públicas como las del obispo de Ciudad Real, quien ha tenido el coraje de cuestionar duramente la Reforma Laboral. Siempre me pregunto por qué toda esta gente tan empeñada en defender la familia no parece tener agallas para cuestionar prácticas empresariales como la de maltratar laboralmente a las mujeres por ese vicio tan feo que tienen de quedarse embarazadas. Por eso digo que me alegra saber que hay todavía personajes como el Obispo Antonio Algora, un hombre tan imprudente como para exponerse a los mandarines diciendo que las nuevas leyes no tienen otro objetivo que castigar a los más débiles y permitir a los depredadores sacar nuevas rentas del sufrimiento de todos los demás. Amen, Padre Algora.
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