Friday, July 27, 2012






EL SHOCK



Algo va mal, así tituló Tony Judt su ensayo póstumo, en el cual expuso con meridiana claridad las claves de la tempestad que se nos ha echado encima y que amenaza seriamente con enviarnos al fondo del océano. Judt no dice nada que no sepamos o intuyamos quienes hemos mantenido la mirada un poquito atenta a la evolución de las finanzas globales y, muy en especial, a la de las europeas. 

El supuesto regreso del viejo liberalismo durante los años de Thatcher y Reagan, que encubre el entreguismo de los gobiernos a las tiburones del mercado financiero, ha dejado a las naciones europeas desprovistas de lo único por lo que un Estado tiene sentido, la iniciativa política, lo cual ha generado la actual sensación generalizada de que los ciudadanos hemos quedado abandonados a nuestra suerte ante la inagotable voracidad del capital, expuestos sin remedio a la liquidación de las garantías del bienestar, al paro, al trabajo precario, a la descapitalización de las pensiones. Lo que va mal es un sistema de capitalismo sin contrapesos, con una economía productiva deteriorada, sobrevolada por un sector financiero hipertrofiado en el que todo parece devenir sin control, como si nuestros destinos hubieran pasado a ser gobernados por la pura irracionalidad de un hatajo de irresponsables entregados a un pillaje al que la debilidad de las instituciones deja en situación impune.




A medida que el conjunto de la ciudadanía del sur de Europa va comprobando cómo sus condiciones de vida van empeorando a una velocidad más propia de los tiempos de las grandes guerras -acaso estemos en una, pero no nos hayamos dado cuenta-, hace menos falta ser un indignado, un antisistema o siquiera un socialdemócrata como Judt para darse cuenta de que son las oligarquías las que han roto el pacto que garantizó durante más de medio siglo la paz social en Occidente, esto ahora lo presiente -escúchenle- hasta el célebre taxista que pone la radio de los obispos. 

 A partir de aquí, y en la medida en que las cosas sólo parece que puedan empeorar, esperar que la conflictividad social siga manifestándose de forma civilizada -como se vio en el 15M- es cosa de ilusos. Tan ilusos como el gobierno conservador español, que parece creer que incrementando la dureza de la acción policial -hasta unos límites que en algunas situaciones, hasta hoy por fortuna esporádicas, han recordado a la noche oscura del franquismo- va a acabar con la conflictividad social. Con tales amenazas, es posible que despierten inquietud en gente como yo, que ni con policías ni sin ellos tengo intención de quemar contenedores; por contra, en quienes sí pueden llevar a tan inadecuados extremos su indignación, a esos es posible que la represión desmedida sólo les anime a más vandalismo. El día que los jóvenes con quienes trato cotidianamente descubran bien a las claras que el futuro que se les está preparando no tiene nada que ver con las promesas de la prosperidad en las que han crecido, es posible que mi voz suene mucho más leve y menos convincente cuando, como ya me sucedió el año pasado al hilo de la carga policial contra los manifestantes del IES Lluís Vives, les recuerde que la única vía para resolver problemas es la pacífica, y que en nuestra sociedad sigue habiendo muchas cosas que merece la pena proteger. 

"No merecemos esto". He escuchado ya alguna vez esta frase en las últimas semanas. La prima de riesgo española está al nivel de la de Tanganica, lo cual, teniendo en cuenta que a lo mejor no somos Alemania pero que, demonio, tampoco somos Tanganica, arrastra un eco de humillación internacional que a uno le crispa a poco que lo piensa. Claro que, después, oye uno al supuestamente ultraliberal ministro Montoro decir que "los mercados se están portando de forma irracional" y le da la risa, pues, que yo sepa, eso a lo que llaman los mercados no ha tenido nunca otro designio que poner la pasta donde  se intuye crecimiento de activos y levantarla a escape de allá donde peligra o amenaza tormenta. Yo le aconsejaría a Montoro que revisara sus presupuestos ideológicos y se hiciera leninista, pues sólo entonces podría obligar a los mercados a regresar al camino de la razón.


Sin obviar la desorientación del Gobierno español, que transmite una  impotencia angustiosa, nos invade la intuición de que esta catástrofe nos ha venido impuesta desde fuera. Algo así como que en Alemania han decidido que para que ellos sigan siendo ricos los del sur hemos de volver a ser pobres, o que para las grandes corporaciones hemos dejado de ser rentables y han decidido exterminarnos... no lo sé, porque por más que leo no acabo de entender los mecanismos profundos de la economía.


Sin duda hemos hecho muchas cosas mal, empezando por la imprudencia de creer que ciertas cosas a nosotros no podían pasarnos, que los corralitos son cosa de los argentinos, los cuales pasan los días riéndole las gracias a la señora Kirchner y a Maradona; o de los asiáticos, que por lo visto trabajan como esclavos porque no saben hacer otra cosa. Pero de eso y de sentirnos como la California del Mediterráneo a pensar que somos el epicentro de la vagancia y la ineficiencia mundial y que por tanto aún nos pasa poco, qué quieren que les diga, yo creo que va un abismo. 



En los últimos días pienso mucho en algunos temas habituales en el discurso de cualquier profesional de la Psicología. Por ejemplo en el shock y en la depresión. La doctrina del shock, como explicó Naomi Klein, se basa en un principio de psicología social muy simple y demoledoramente eficaz cuando se aplica con astucia: ciertos acontecimientos como una guerra, una catástrofe natural, un virus o una cadena de atentados terroristas desencadenan un estado de ánimo entre las masas que allana el camino a reformas, las cuales, en situaciones de razonable bienestar, serían impopulares, pero que, con el miedo generalizado, consiguen presentarse como necesarias e incluso inevitables. No hay más que ver un telediario o acudir a la portada de cualquier periódico para que resulte casi imposible no sucumbir a ese estado de miedo permanente en que quedamos paralizados y a merced de oligarquías que, a partir de ahí, son pueden poner en suspenso la democracia sin grandes resistencias. 

En cuanto a la depresión, es otra forma de parálisis que corresponde a una estación más avanzada que el miedo. Perdidos ya ciertos derechos y las certezas que nos permitían esperar un día mejor, nos convertimos en zombis entristecidos y pasivos, pues los políticos han conseguido transmitirnos el virus de la impotencia. "No podemos hacer otra cosa", "esto nos lo han impuesto desde fuera", "no hay otro remedio"... El actual presidente del gobierno está construyendo su liderazgo como estadista desde estas premisas, ante lo cual le asalta a uno la duda de si el señor Rajoy se pregunta por las noches por qué tenía tanta ilusión en llegar a la Moncloa y, aún más, si le ve todavía algún sentido a aquello de la vocación política. 

Estamos en medio de una guerra cuyos contornos van definiéndose diariamente ante nuestros ojos, y, como en toda guerra, hay una batalla psicológica que debemos saber afrontar. No podemos no tener miedo, pero vivir paralizados por él y reducidos a la consiguiente impotencia, eso es lo que el enemigo más desea encontrar en nosotros.  




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