Saturday, July 21, 2012






RESCÁTENME


Las horas en que saltó a los teletipos la noticia de que la Comunitat Valenciana había pedido el rescate al Gobierno central pasaron unas cuantas cosas en mi vida, por ejemplo que vi Las nieves del Kilimanjaro, de Guediguian. Un trabajador de los astilleros de Marsella y veterano sindicalista extrae a suertes los nombres de los compañeros que van a ser despedidos como consecuencia de la exigencia de la empresa de reducir personal. Él puede quedarse fuera, pero decide incluir motu proprio su nombre entre los infortunados, con la consiguiente indignación de su mejor amigo, Raoul, quien no entiende el sentido de tal sacrificio. En cualquier caso Michel aborda su condición de prejubilado junto a su esposa, Marie Claire, en una situación económica bastante desahogada. Una noche en que cenan con Raoul y su esposa son asaltados, golpeados y robados en su casa. Michel no tardará en descubrir que uno de los agresores es el joven Christophe, uno de los empleados cuyo nombre ha aparecido para ser despedido de la empresa de astilleros.


Todo la peripecia posterior se desenvuelve con el trasfondo de un dilema moral, dicho sea en el sentido más clásico y socrático de la expresión. ¿Podemos conformarnos con odiar a quienes directamente nos dañan? ¿Es admisible la venganza? Cuando nos toca vivir en nuestras carnes el dolor y la humillación, ¿tenemos entonces derecho a actuar con la brutalidad que desde la comodidad de nuestro sofá reprochamos a la policía o al fascismo? Pero hay preguntas mucho menos abstractas y que nos apelan de manera aún más directa: cuando uno forma parte de las clases media europeas, esas que fueron forjándose con el Estado del Bienestar, ¿le basta con disfrutar de su café en el balcón bajo el supuesto de que tiene lo que se ha ganado a lo largo de su vida? ¿Qué pasa con las nuevas generaciones que van entrando a sustituirte cuando te prejubilan con una indemnización envidiable? Su inseguridad, su angustiosa precariedad, la falta de colchones de protección que los anteriores disfrutan y que a ellos les ha robado el neoliberalismo  y la globalización, ¿nos conformamos con echarle la culpa de todo a los especuladores, los políticos corruptos y los banqueros? Este film trata sobre la necesidad moral de ser consecuente con todo aquel mapa de valores con el que forjamos lo que siempre creímos que era una vida digna. Y esa consecuencia no se agota con la vejez: es preciso seguir actuando en favor de la justicia, incluso cuando ya ni nuestros propios amigos ni, lo que es peor, nuestros hijos, nos entienden.


Pues bien, esa misma noche, mientras reflexiono sobre lo que acabo de ver, un poco con el mismo ceño fruncido que Michel en su balcón de Marsella, escucho unos gritos que vienen de la calle. Un agente de la policía, pistola en mano, detiene tras una persecución a un hombre con acento extranjero que, por lo visto, acaba de intentar reventar el cajero de un banco. Recuerdo que sólo unas horas antes, tras escuchar lo de que la Comunitat Valenciana ha pedido el rescate, he terminado de asumir que este asunto de la crisis no tiene solución, no al menos de la manera que hasta hace unos meses pensábamos.  Aunque se diga dentro de unos años que hemos vuelto a crecer, ya habremos perdido para siempre algunas prerrogativas del bienestar y la prosperidad. 


Es un poco como en los incendios de las últimas semanas. Intuimos en medio de la debacle infernal que en amplios territorios antes arbolados donde se escuchaba a los pájaros ahora ya sólo habrá desierto, seguramente para siempre. Como en la conmovedora novela de McCarthy, La carretera, habremos de acostumbrarnos a deambular con el olor permanente de las cenizas, las cuales serán el recuerdo de algo que tuvimos y que acaso no supimos proteger.





Se me ocurre, mientras el ladrón es conducido a comisaría y el incidente callejero concluye, que si hemos de ser pobres, al menos que no nos pase como en esos países donde la delincuencia organizada o desorganizada se enseñorea de las calles y tomarse una cerveza en una terraza es un acto temerario. Pienso en que se puede tolerar el fin de la prosperidad si su resultado no son unas ciudades atravesadas por la violencia, los sicarios, las mafias, la brutalidad policial o, en definitiva, la ley del más fuerte que rige en tantas y tantas sociedades de lo que llamábamos el Tercer Mundo.


Por lo demás, creo que debemos asumir sin histerias la cruda realidad: vamos a volver a ser pobres o, por lo menos, vamos a ver escaparse para siempre el imaginario de que íbamos a ser ricos, en el cual se ha ido hinchando la célebre burbuja en medio de la cual hemos vivido. Pueden repetirnos una y otra vez aquello de "nosotros no somos Grecia", ni, seguramente, tampoco somos rumanos, pero Frau Merkel, los bancos alemanes, el FMI o el sumsum corda ya han decidido que la preservación del bienestar de algunos países y, sobre todo, de las grandes fortunas europeas, supone que los pueblos del sur de Europa van a tener que despedirse de su sueño de nuevos ricos. A partir de aquí, la evidencia de que los ajustes del Gobierno español nos van a conducir al mismo destino que los no ajustes, es decir, a la estrangulación de la actividad económica y, por tanto, a la quiebra económica, se impone con una claridad que no hace falta ser asiduo de las páginas salmón de El País para entenderlo. Basta ver el vaivén de declaraciones de los agregados a Presidencia o la cara que pone el propio Rajoy en sus escasas apariciones para darse cuenta de que sólo saldremos de esta ratonera irreversiblemente dañados. Llámenme cenizo, pero prefiero no perder la lucidez que pasarme el día mirando los telediarios y escuchando cómo me dicen que sube aún más la prima de riesgo, esa de la que nunca antes nos habíamos preocupado.


Y no, desde luego que yo no tengo la culpa. No soy un santo, pero, desde luego, tampoco un especulador ni un despilfarrador. Que esta crisis tiene culpables a los que podemos identificar es algo de lo que no me cabe la menor duda. Peguen una mirada al ejército de quienes han gobernado, por ejemplo, el País Valenciano en los últimos quince años, y encontrarán el paisaje de la ineptitud, la soberbia, la inmoralidad y la irresponsabilidad. Da terror cuando uno piensa que seguimos estando en manos de esta gente a los que uno mira con la misma cara que a algunos personajes de Los Simpsons o de las películas de Berlanga: sería para morirse de la risa de no ser porque es para llorar.


Ahora bien, debemos atender a lo que dice Michel hacia el final de Las nieves: "Sí, los culpables siempre son los otros...". Algún día habré de decir a mi hija la verdad: el mundo, querida, está lleno de hijos de puta. Es una de las conclusiones que ya no habrán de abandonarme mientras viva, pero, cuidado, no es la única verdad, no es la estación terminal en la que desemboca el tren de cualquier ilusión de un mundo más digno y habitable. No podemos conformarnos con identificar a los culpables. Hay millones de españoles que han vivido tres lustros convencidos de que el dinero era fácil y que la decencia de la que nos hablaron nuestros padres podía ser confortablemente disuelta en el valor de los pisos o las acciones del Forum Filatélico que la gente compraba para luego venderlas por el triple de su valor.




Quizá, después de todo, haya alguna oportunidad en esta debacle; quizá tengamos que recordar que la cooperación, la solidaridad o la deliberación pacífica son las únicas armas de las que dispondremos para defendernos de los tiburones. Porque dinero... de eso creo que ya no tendremos mucho. 







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