Saturday, April 13, 2013


CUATRO NECROLÓGICAS

1. Me produce cierto pudor la celebración de la muerte de un enemigo. En parte porque no ignoro que la desaparición del otro es siempre una pírrica victoria, pues el destino fatal está esperándonos a todos; en parte porque, en este caso, el mal está hecho mucho antes y su legado ya es irreversible. En cualquier caso, lo que hoy conmemoran los hijos de los argentinos muertos en la Guerra de las Malvinas o los de los mineros británicos despedidos en la despiadada reconversión industrial lanzada hace dos décadas por  Margaret Thatcher es sólo una parte de la historia negra de uno de los gobernantes más dañinos de la segunda mitad del siglo XX. 

Thatcher y Reagan encarnan la puesta en práctica de la deriva ideológica que ha conducido a la catástrofe en la que nos encontramos. En Thatcher no encontramos siquiera esa hipocresía ridícula del "capitalismo compasivo" en la que Bush jr encontraba la solución para los momentos de mala conciencia que sobrevienen a los bien hacendados ante la evidencia de que rendir las instituciones al mundo de los negocios y el gran capital genera miseria y violencia. Frente a la debilidad de quienes aún sospechan que su prosperidad origina sufrimientos, que la desigualdad es un mal necesario, la postura de Thatcher era inéquivoca y estaba libre de complejos de culpa: la brecha social y, en definitiva, la pauperización de grandes masas de población es buena en sí misma porque genera suculentas oportunidades para los negocios, y porque el fracaso es un indicio de la pequeñez de un hombre en tanta medida como el éxito lo sería de su talento. 

Sería no obstante ingenuo ignorar que el liderazgo de Thatcher en la derecha del hemisferio norte, cuya influencia  alarga su sombra mucho más allá de sus varias legislaturas en Inglaterra, no resulta de un contubernio ideado por las élites. Es el producto de un estado de ánimo que llevó a amplísimos sectores de la clase obrera a intentar blindar el excelente estatus que habían conseguido exigiendo que se les redujeran los impuestos. Rendidas sin condiciones las instituciones al mercado, devastados los mecanismos que garantizan el ejercicio de la cosa pública bajo la excusa de la corrupción de los políticos y el carácter deficitario de las empresas públicas, los ingleses apoyaron la "Revolución Conservadora" porque los tories les convencieron de que ni los burócratas del país ni los de Europa volverían a robarles su dinero. Paradójicamente, ese estatus envidiable del que gozaba en aquellos años la inmensa mayoría de la población de la Europa del Oeste, el mejor que jamás se ha conocido en ningún lugar del mundo, fue producto de políticas justamente contrarias a las que el thatcherismo auspiciaba. Lo más turbio del reflujo de aquella política de desregulación y privatización llega hoy con la Gran Recesión, a esto nos ha conducido un modelo ideológico como el de Hayek o Friedman, cuyo mantra es que el mal es el Estado. 

"La sociedad no existe, sólo existen los individuos y sus familias", es  la más clarificadora de las aseveraciones hechas en público por este gurú de la insolidaridad y el capitalismo más despiadado. Toda una declaración de principios; su puesta en obra consiste en un ambicioso programa político cuyo objetivo esencial es que la oligarquía pueda entregarse a la búsqueda del beneficio sin la pesada obligación de soportar la carga de la solidaridad. Thatcherismo supone entonces la destrucción del gran pacto destinado a la cohesión social que ha sostenido la era más justa, pacífica y próspera que ha conocido el viejo continente. Thatcher es el ángel de la muerte del Estado del Bienestar. 

Los muertos de Malvinas, los mineros despedidos, la represión policial, la destrucción del sindicalismo...No es nada extraño que sus émulos más cercanos a nosotros sean personajes como Aznar o Aguirre. Le llamaron "La Dama de Hierro" para calificar su resolución y firmeza, para mí el apodo define el carácter despiadado de uno de los personajes más nefastos de la democracia contemporánea. 


2. Lo que algunas personas adoraban en Sara Montiel era el eco de una era gloriosa para el mundo del espectáculo, los únicos tiempos que merecen la etiqueta del glamour, el sueño del Hollywood clásico. Como la vieja loca que protagoniza la inigualable Sunset Bulevard, de Billy Wilder, imaginamos a Sara abandonada, en una jaula de oro, enterrando a su chimpancé con honores, atendida por un criado que dejó de cobrar hace décadas porque sólo él es verdaderamente fiel a la diva. Era una estrella en estado puro, porque eso es justamente la celebridad en la sociedad de masas: una parodia, un juego artificioso de signos, un velo puesto por la cámara para disimular la edad. Conozco a algunos gays que lloran hoy por las esquinas, porque Sara era la encarnación del mito del eterno femenino, esa gigantesca ficción, esa liturgia tan teatralizada de los signos que nos seduce a todos desde siempre, gays o no. Adiós, Norma Desmond. 



3. José Luis Sampedro es visto por algunos como un vejete cariñoso y venerable, un abuelo que protestaba porque los niños pasan hambre y frío. No es cierto, Sampedro era un rojo, detestaba a los poderosos y trataba firmemente de convencer a los jóvenes de que se rebelaran contra el capitalismo inmisericorde hacia el que camina el mundo. 

4. No llegué nunca a comulgar con la peculiar mirada de Bigas Luna. No me molestaba su vocación voyeurista, pero me cuesta sentirme invadido de erotismo por unas tetas que saben a jamón, un tipo que se toca los huevos para demostrar su virilidad u otro que se tira pedos con los que su novia explota la llama de un encendedor en un circo. Quizá toca ser comprensivo con una generación que creció obsesionada con el sexo y sus alrededores precisamente porque todo, absolutamente todo, estaba prohibido por la dictadura en la que se formaron; jamás los franquistas pudieron imaginar hasta que punto su insistencia en la censura prestigió cosas como el sexo o los comunistas que, acaso, no merecían tanta gloria. 


Pero sí me gustaba esa desfachatez festiva con la que celebraba la alegría de amar y beber, de enseñar las tetas y gritar obscenidades desde una montaña antes de que tu novia te pida que la folles. Frente a tanto amargado, Bigas Luna fue capaz de hacer emerger una tendencia hedonista y lujuriosa... tan mediterránea, tan alejada de ese trascendentalismo a las que nos han habituado los cineastas españoles. Quiso a su manera ser Berlanga, un Berlanga puesto al día de los nuevos tiempos.. No lo consiguió, pero no me deja de parecer un noble intento. 

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