
Dijo Antonio Gramsci que el peor enemigo de la acción inteligente es la indiferencia. El indiferente pretende no tener ninguna responsabilidad sobre los acontecimientos, estos se le presentan como irreversibles, y, de igual manera, demuestran lo ilusorio de los ideales y de los programas de transformación. Para quienes quieren que nada cambie, o que todo vaya a peor, el indiferente es el mejor aliado, pues acepta sin resistencia que el que tenemos es el único de los mundos posibles.
En el odio gramsciano contra la indiferencia coinciden los anarquistas; no son por tanto, de entre las corrientes antagónicas a la cultura burguesa, especiales en esto. Tampoco lo son respecto a la preocupación por convertir la acción colectiva en praxis de transformación: lo cual supone luchar por el establecimiento de un marco de relaciones no basado en la subordinación y el dominio.
A partir de aquí es tremendamente difícil articular una crítica intensa y directa de la teoría anarquista, pues son tantas las elaboraciones divergentes, tantos los caminos que se bifurcan para no volver a encontrarse nunca, tan dispersas e incluso tan contrarias entre sí las elaboraciones respecto a algunos temas esenciales, que no hay casi nada que uno pueda echar en falta en el texto fundacional que tiene entre las manos que no aparezca en otro posterior.
Por ejemplo, no presiento nunca en los anarquistas una tematización consistente y redonda de la noción de sujeto, que es absolutamente clave para entender la constitución del modelo intelectual que reconocemos como Modernidad. Pues bien, cuando la línea de Bakunin se inclina demasiado hacia una posible sacralización de las masas como agente revolucionario, sin contemplar el momento de la libertad de elección del sujeto, que parece quedar asfixiado en un comunitarismo demasiado hegeliano, entonces consultamos a uno de los más afinados pensadores libertarios, Malatesta, y ese momento reaparece. Este devenir refleja acaso una evolución positiva dentro del marco teórico, pero confirma la herencia de una filosofía del sujeto que no se explicita suficientemente porque sospecho que no se quiere asumir. En este sentido la incomparecencia de Kant en todas estas elaboraciones me parece inconsecuente. El autor de la Crítica de la Razón Pura es, en mi opinión equivocadamente, poco reclamado en las teorías explícitamente antiburguesas, como si a la fuerza rechazar los abusos del jacobinismo o mostrarse horrorizado ante la violencia y el caos le convirtiera a uno en contrarrevolucionario.
Entiendo que esta problemática sea farragosa. No lo es tanto la que cualquier estudiante de bachiller reconoce sin dificultad: el anarquismo proclama que el origen de todos los males es el Estado. No siempre la propuesta de suprimir toda forma de estado asiste tal cual a los autores reconocidos, pero no conozco a ningún anarquista que no arranque su posición de una crítica integral a dicho modelo, incluyendo el término "estatista" como un insulto. Aquí mi discrepancia es rotunda: nuestro problema actual no es el exceso de estado, sino más bien su retirada. Las instituciones políticas -como se han cansado de repetir los Nuevos Movimientos Sociales- se corrompen a menudo, esquivan la obligación de representarnos y no resuelven los problemas de la gente, pero la alternativa no es hacer que todo reviente, sino encontrar la manera de romper esa lógica, recuperar los espacios públicos y acabar con la impunidad del capital y la conculcación permanente de los derechos humanos. Si necesitamos a las organizaciones ciudadanas no es para provocar una revolución ni para respirar un rato en comunidad lejos del estrangulamiento de las instituciones convencionales, sino para obligar a los Estados a crear tejido jurídico que desbloquee el círculo vicioso que está destruyendo la democracia porque los ricos quieren ser más ricos.
No sé si soy anarquista, lo que sí soy es republicano. El término parece opuesto, y sin embargo se han hecho compañeros de viaje en muchas ocasiones, quizá no sea casualidad. El republicanismo es el verdadero gran enemigo de la despolitización, incorpora la consigna de recuperar el espacio de lo público que entre todos hemos arruinado. No quiero cualquier estado, pero no veo manera de articular una democracia deliberativa desde la catástrofe o aún la implosión de los estados. Sin instituciones con poder de acción, lo cual no necesariamente excluye formas burocratizadas y jerarquizadas de organización -siempre y cuando estén sometidas al poder de la ley- cuya base ha de ser estrictamente democrática, no alcanzaremos una verdadera sociedad deliberativa.
Antes que el desmantelamiento de la cosa pública, que es a fin de cuentas el gran objetivo del modelo liberal que nos ha llevado a una crisis pavorosa, prefiero emplear mi tiempo en recuperar el Estado Social de Derecho de sus actuales desperfectos. Estoy seguro de que Margaret Thatcher, Milton Frieman, Ronald Reagan y compañía se sentirían más tranquilos si, en mi inocencia, me conformara con llamar a la destrucción de lo que, superando tantas guerras de todo tipo en Occidente, articuló la red institucional de protección y solidaridad más admirable de la historia.
No pienso tirar por ahí, eso quisieran este hatajo de delincuentes que gobiernan el actual capitalismo, verdadero enemigo en común de cualquiera que quiera un mundo más justo y respirable. Demasiadas cosas importantes, que temo que a menudo no se aprecien, dependen de la resistencia frente a la corrosión de las instituciones que el bandolerismo económico tolerado exige a unos gobiernos exánimes y dóciles.