Saturday, September 07, 2013




HORROR-SHOW

He dejado la peor de mis adicciones: ver telediarios. Muchos viejos dicen ver retrospectivamente su vida como una larga cadena de renuncias. Tienen razón: a mí, por ejemplo, un médico se empeñó en que dejase las bebidas espirituosas -cosa que no le perdono-, y ahora a otro le ha dado por alejarme de la cafeína. No se crean, mis achaques no son gran cosa, el caso es que soy un poco cobardica y hago caso moderadamente a los galenos. Quitarse del vino es como dejar de leer novelas o prescindir del sexo; son cosas de las que uno no se marcha sin lágrimas, preguntándose, mientras agita lloroso el pañuelo, si la vida tendrá algún sentido cuando tan leales amigos desaparezcan para siempre. 


Con lo de dejar de ver telediarios no hay llanto. A poco que lo piensas te das cuenta de que hacen bastante más daño que el tabaco, y que ni siquiera te otorgan la paz de espíritu y el placer que ciertas sustancias tóxicas prometen. Las drogas te matan, eso es cierto, pero los telediarios también y a cambio de nada. Ya ven, los he dejado y ahora me siento con ganas de entrar a una de esas terapias de infortunados en las que dices que has dejado tu veneno y la gente te aplaude y te abraza como a un héroe.  

Sí, amigos, me encuentro mejor, pero aquí viene la gran pregunta: ¿deberían todos ustedes imitarme? Rotundamente, sí. 


Me explico. Lo que ha invadido nuestro inconsciente a través de los media es una lógica de la información que nos convierte a todos en espectadores de una película de terror. No necesitamos a los viejos monstruos, o mejor, el lugar del Conde Drácula o Frankenstein ha sido ocupado por fanáticos religiosos, terroristas suicidas, los tipos que asesinan a sus hijos o los pederastas. Malvados hay muchos otros, menos tenebrosos aunque igual de criminales, pero la cámara tiene que concentrarse en unos pocos de ellos, aquellos que tienen feeling con ella, aquél que ejecuta eficazmente su papel. 


He pasado el verano encontrándome, una y otra vez y sin el más mínimo deseo, con la mirada de José Bretón. No me parece inquietante ni seductora; es un monstruo, obviamente, pero carece del aura del vampiro, el Golem o Hannibal Lecter. O será que yo no se la veo. Tras esos ojos gélidos sólo adivino el vacío, la ausencia de un mapa emocional reconocible como humano, seguramente porque en Bretón nunca existió. No hay drama en esa frialdad, no hay más hipnosis que le concede un público como el que en el pasado acudía jubilosamente a suplicios y ejecuciones. 

Pero el horror-show no es sólo cosa de los telediarios, por lo que bien haríamos en prescindir de la vieja disociación televisiva entre información y entretenimiento. Acaso nunca existió en la tele, pero es ahora, en los tiempos del reality, cuando se revela como una panoplia que sólo creen los cándidos. Las reacciones de Bretón en primer plano, las de la madre de los niños, las declaraciones del abogado que ha decidido descender a los infiernos aceptando el caso, la indignación del presentador de un programa de marujas que monta un debate sobre el suceso, los extras que acuden a gritar a un juzgado -¿no trabaja esa gente?-.



No hay descanso en los pocos momentos en que nos libramos de Bretón. Tras él llega la degollina de Siria, las redes de pederastia organizada, el silencio inane de Rajoy, las colas con personas normales como nosotros ante los bancos de alimentos, los asesinatos machistas...

"Necesitamos informarnos", ¿estamos seguros de que nos están informando? ¿no será que lo que hacen es distraernos? La corrupción hecha espectáculo ha hallado en Bárcenas una pieza estelar. Todo acabará en casi nada, pero nos habremos divertido. Y sí, claro, el objetivo son las audiencias y los dividendos por publicidad, pero el resultado es la parálisis, una parálisis de miedo. El horror televisivo da lugar a los gritos y el insomnio, como ocurría en las salas oscuras desde que inventaron el cinematógrafo, pero añade una ilusión de realidad, a pesar de que no hay nada que podamos hacer con ella. Somos irresponsables ante la pantalla, sólo podemos indignarnos como respuesta al embobamiento que la tele produce. "Es el pensamiento el que ha entrado en paro técnico", dice Jean Baudrillard. El horror global de los medios no desata los mecanismos de la solidaridad, más bien los desactiva, aniquila todo su poder operativo. 


Añade Baudrillard: "A los medios de comunicación les da igual, no son responsables, propagan la irresponsabilidad, que es actualmente nuestro modo de solidaridad colectiva. Los ciudadanos no deciden conscientemente ver la televisión. Lo hacen por una especie de atracción, de hipnosis aturdida." (El paroxista indiferente)


 


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