Friday, September 27, 2013

 





INFELICES

 ¿Por qué no somos felices? La primera obligación profesional del filósofo es cuestionar el sentido de la pregunta; a fin de cuentas no sabemos muy bien en qué consiste la felicidad, cuál es el contenido de un concepto que obsesiona a la civilización desde sus orígenes más remotos. 

Creo que algunos males -no sólo el nacionalismo, aunque éste sobre todo- se curan viajando. Piensen en esa baladronada tan hispánica de que "Nosotros sabemos vivir", alimentada por argumentos como el del número de bares o la costumbre de salir por la noche. La certeza con la que se pronuncia incorpora la presunción de que en otros países la gente se pasa el día llorando por los rincones, atesora el dinero que gana sin gastárselo, come en silencio sepulcral una bazofia precocinada sin siquiera mirar a los otros comensales...
 

Recuerdo una estancia de algún tiempo en Berlín: pensé mucho en lo fascinante que me parecía aquella ciudad -más cuanto más la conocía- y en lo provinciana y cutre que desde la distancia me resultaba la mía. Como saben, el tópico reza precisamente lo opuesto: los mediterráneos nos lo montamos muy bien, mientras los nórdicos son fríos y se suicidan en invierno por el hastío insoportable en el que viven.  

¿Y los otros? Me refiero a los del Hemisferio Sur, todos los que quedan por debajo de la Valla de Melilla o, si lo prefieren, del Sur de California, los cuales suelen parecerse en tener la piel oscura y ser pobres. Con esto se acaba el debate, son pobres, están jodidos, no hay más que decir. En España lo hemos sido durante mucho tiempo -sí, amigos, nosotros éramos rumanos-  por más que ahora creamos que la valla dichosa nos separa para siempre del Tercer Mundo. Aventurada creencia, a fe mía, ahora cuando parece que el avión de la prosperidad vuelve a dejarnos en tierra.

Un español afincado en Marrakesh afirma en un programa de la tele que lo que más le ha llamado la atención del país es que "los marroquíes son más felices que nosotros". El caso merece cuanto menos una reflexión: ¿qué pasa en Marruecos? De entrada la idea puede resultar algo irritante. No parece por ejemplo demasiado tentador ser mujer en un país regido por la moral islámica. Tampoco son especialmente recomendables ciertas prácticas políticas usuales en el reino alauí, la mayoría de las cuales aquí creemos haber dejado atrás. Puedo seguir, pero presiento que algo se desliza por entre las curvas del juicio político y que se terminan escapando. He visitado Marruecos y otras naciones del mundo musulmán. Más que ser felices los habitantes de Marrakesh, yo diría que son las ciudades occidentales las que se han desprendido de los hábitos que hicieron que durante milenios la vida mereciera la pena. Y es un proceso que se ha desarrollado poco a poco en nuestra vida cotidiana, sin que nos enteráramos de lo que estaba pasando. 

Deambulamos por Nueva York, o por Madrid, da lo mismo. La gente es infeliz, camina cabizbaja; vive dentro de una cárcel de prisa a la que se ha esclavizado; tiene mal rollo con la familia, a la cual ha dejado de llamar y -paradójicamente- echa de menos; hablan poco cada día con su cónyuge; se alteran cada vez que llega una carta del banco porque la hipoteca de la casa estupenda que compraron los está estrangulando; se ponen malos cada vez que ven a un gobernante hablando de austeridad después de todo lo que les han robado ellos y sus amiguetes...

No sé si los marroquíes son felices. Presiento que el tiempo no les agobia, que la calma de un té de menta con amigos no se cambia por ganar más dinero, que están atentos al desfile de las cosas, que los niños corretean por las calles sin que sus padres pasen las noches pensando histéricamente en qué clase de cítara los van a meter para que no estén en la calle y se los lleve el hombre del saco. 

Creo que hay algo de pacto fáustico en esta gran lógica del bienestar que se legitima mediante la fiesta del consumo. Quizá no haya que ir a tantos sitios ni tomar a los vecinos como unos pelmas a los que sólo debemos esquivar. Podríamos igualmente plantearnos si la solidaridad, en vez de una hucha del Domund o la cuota de una ONG, consistiría más bien en cubrir al vecino o al primo cuando están pasando apuros. 
 
 Observando a ese grupo de varones de mediana edad sentados ante el té, aseveramos que el mundo árabe ha quedado varado en el discurrir de la historia por pura pereza. Mientras, yo me enveneno con el caramelo de ansiedad con el que nos sometemos a la servidumbre del miedo, la prisa y el consumo. 

No comments: