Thursday, December 11, 2014




FIVE DAYS TO DANCE

Estoy enamorado. Lo habrán notado por el repentino fulgor que asoma en mis mejillas. Lo estoy desde que, certeramente aconsejado, vi Five days to dance. "El buen cine es el que te hace pensar", nos decían de críos para que no nos limitásemos a pelis de pistoleros que tiroteaban a los indios o de chinos que repartían hostias como panes. Pues bien, pasé la sesión con el cerebro hirviendo, no dejaba de preguntarme cómo aplicar a mi profesión y a mi vida lo que el film me mostraba. Pensé, incluso, en si razón por la que no termino de sentirme completamente feliz en mi trabajo pueda ser mi falta de audacia. 

Verán. Five days... es un documental, lo que cuenta no es una ficción, ocurre de verdad. Este aviso en materia de documentales suele asociarse a exhibición de injusticias y tragedias, pero no, este documental no va de guerras olvidadas, niños-soldado, mujeres maltratadas o prostitución infantil. Pretende remover conciencias -con la mía les aseguro que lo consiguió- pero su arma no es la crudeza ni el retrato descarnado del dolor y la violencia. 

Una pareja de coreógrafos, él holandes y ella vasca, ofrecen a los centros de enseñanza secundaria de Europa un proyecto que se llama como la película. Quien acepta se compromete a detener completamente el proceder rutinario de clases y exámenes, quedando todo el personal a las órdenes de los responsables del taller. Reunido el alumnado en el gimnasio, recibirá las clases de danza correspondientes a cinco días lectivos. Tras la última sesión actuará en el salón de actos para los padres. Lo que el film ofrece es el relato de los cinco días que pasan en un colegio de Donostia. 

¿Bailar? Quizá no sea exactamente eso. Muchos padres llevan a sus hijos -preferentemente hijas- a clases de ballet, puede que en algunos casos soñando con tener en casa una Isadora Duncan. Aquí se trata más bien de enseñar a los alumnos a expresarse a través de su cuerpo, a sentirse partícipes de una aventura que requiere abandonar la timidez que les empuja a ocultar sus  emociones, a esconder cada uno de ellos al ser humano que realmente son. Y es una aventura colectiva, de manera que incluso los más aislacionistas y los menos dados a la solidaridad deben aprender a formar parte de un esfuerzo colectivo, como en esa imagen inolvidable en que hasta diez alumnos unen sus cuerpos para simular el deambular de un ciempiés.

La nuestra es una civilización cartesiana, es decir, mentalista. En eso consiste la maldición platónica a la que Nietzsche achacaba el infortunio que al tiempo que convirtió a los europeos en prósperos y eficaces les hizo olvidarse de la felicidad. En otras palabras, hemos aprendido a dirigirnos conceptualmente a la realidad, pero al precio de olvidarnos de que tenemos un cuerpo, de manera que el universo de las emociones y los sentidos queda relegado. 

La antropología demuestra que entre las tribus "salvajes" el trajín cotidiano está vinculado al canto y a la danza. Yo lo he aprendido conviviendo con niños. El acto mismo de dormir, orinar o comer se acompaña de canciones que, para el crío, hacen posible el acto y le dan un valor simbólico. Cuando los niños danzan creemos que lo hacen para divertirnos, como si fueran monitos, pero la expresión corporal es en ellos la vida misma. Aún no han alcanzado, por suerte, la madurez, en la cual la dimensión pensante se pone definitivamente a distancia de la liturgia del canto y la danza, cuya magia desaparece al arrinconarse en el ocio y tolerarse sólo en los profesionales o en los locos. 

Cinco días para bailar, cinco días donde la vida fluye en un colegio como quizá jamás lo hizo. Me pregunto si no es una compulsión neurótica la que nos hace a los profesores vivir obsesionados con el temario y los exámenes. Cinco días lejos de la excusa de la rutina. Al reticente siempre le quedará el consuelo de que los coreógrafos se van tras cinco días de caos. Eso sí, las vidas de muchos de los chicos habrán cambiado para siempre.    


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