Saturday, March 12, 2016

EL SUEÑO DE EUROPA

Entre los numerosísimos libros de la biblioteca paterna que empezaron a llamar mi atención adolescente estaba "Paneuropa", de Richard N. Condenhove-Kalergi, una vieja y magnífica edición de Aguilar. El autor, heredero de una familia aristocrática a la antigua usanza, propuso en el interregno entre las dos atroces guerras mundiales que el viejo continente se construyera como una nación de naciones, un Estado único, capaz de albergar y respetar su enorme diversidad pero destinado sin remilgos a una política común. Aquel conde austro-húngaro dirigió solemnemente su profético texto de 1922 "a la juventud europea" porque debían ser las nuevas generaciones que protagonizaran el siglo XX las que lucharan para que la lógica de las matanzas nos abandonara definitivamente, dando lugar a una Europa de paz, diálogo y cooperación. 

¿Se equivocó? A primera vista no pudo salir peor, tres lustros después de la publicación de "Paneuropa" el mundo -y muy especialmente esta península de Asia- se vio sacudido por el infernal terremoto de la Segunda Guerra Mundial, que consiguió lo inimaginable: superar el poder devastador de la anterior. Occidente aprendió de aquella trágica experiencia, dejando atrás la locura de Auschwitz, de lo cual son consecuencia tanto los juicios de Nuremberg como la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un proceso que aparentemente encontró su culminación al inicio de la última década del siglo, cuando cayó el Muro de Berlín y las tinieblas del totalitarismo quisieron abrirse también tras el antiguo Telón de Acero. 

Un día pregunté a mi padre por el sentido de aquella palabra, "Paneuropa", que me sonaba un poco por aquel entonces a la "Pangea" de la deriva continental de Wegener. En aquel momento el Gobierno socialista convocaba un referéndum sobre la Alianza Atlántica: "menos OTAN y más Mercado Común", decía mi progenitor. Yo no necesité a Felipe González para saber que España debía salir del furgón de cola de Occidente por la vía del ingreso en la comunidad continental. Aquella esperanza de modernización se hizo realidad y dejó de ser un sueño, pero tenía -y advierto que sigue teniendo- mucho de utopía. 


Pese a aquella denominación -Mercado Común-, que apuntaba a una unión de mercaderes como la que se institucionalizó en el Tratado de Maastricht, Europa siempre fue una ilusión. Aspirábamos a que nuestros jóvenes deambularan por las naciones que admirábamos como ciudadanos de pleno derecho. Queríamos tener algo del espíritu revolucionario de los franceses, un rastro del poder emprendedor de los británicos, que se nos pegara la determinación en el esfuerzo de los alemanes o que se le reconociera a nuestra historia la misma autoridad moral que a la de los italianos. 

Hay razón para que algunos se rían hoy de estas pretensiones por ingenuas. Las grandes potencias europeas son responsables de las atrocidades del colonialismo, la Unión sólo ha sido la de los intereses mercantiles más mezquinos, los países del Este han huido del estalinismo para abrazar un capitalismo convertido en cleptocracia, los demagogos como Berlusconi han abaratado la democracia hasta convertirla en una parodia...mejor no prosigo con el catálogo de horrores. Pero no es para reír, es para deprimirse, porque yo sigo creyendo que de los maestros pensadores nacidos a orillas del Mediterráneo, de los científicos o artistas del Renacimiento, de los heterodoxos del barroco o de los ilustrados ha surgido casi todo lo que ha convertido nuestro mundo en un lugar más civilizado y menos inhóspito. Si ahora no somos unos bárbaros es porque de la síntesis entre el racionalismo clásico y la ética del ecumenismo llegada de Judea ha surgido la civilización capaz de fecundar con sus ideales el esfuerzo de todos los que en el planeta han luchado por la emancipación de la humanidad frente a los mandarines y los señores de la guerra. 

En estas horas siento vergüenza. Con el Tratado sobre los refugiados que se acaba de firmar las naciones europeas han convertido en ley su propio fracaso, su mezquindad, su incapacidad para estar a la altura de sus propias aspiraciones fundacionales. Europa no es una mentira: son proyectos como el ideal cosmopolita de Kant o el de aquel conde austrohúngaro de los años veinte los que sostienen mi indignación. Pero cuando los dirigentes europeos se comportan como bestias egoístas y muchos de sus ciudadanos deciden apoyar las medidas más insolidarias ante un drama humano de las proporciones del éxodo forzoso de los sirios, entonces a uno le entran ganas de sucumbir al cinismo. 

A menudo se nos habla del infierno desatado por el fascismo como si perteneciera a un pasado remoto. Imágenes como la de las legiones silentes de desesperanzados atravesando carreteras de los Balcanes que escapan de Siria, ¿no dan a pensar en las turbas aterrorizadas de judíos huyendo del Holocausto? Sería bueno que cada uno de nosotros pensara seriamente, siquiera por un momento, cómo viviría esa experiencia, cómo se sentiría deambulando sin futuro por los caminos de unas tierras donde se te rechaza como a los leprosos del Medioevo, cómo es ver que a tus niños ateridos de frío y muertos de hambre sin que nadie te ofrezca refugio. 

En España, mientras un puñado de supuestos líderes calculan palmo a palmo cómo proteger sus ambiciones, resulta que albergamos menos de un centenar de refugiados sirios, cifra ridícula teniendo en cuenta que se nos asignaron dieciseis mil. Sin el derecho de asilo, Europa no sólo queda lejos de la dignidad, abandona también la ley, pues es aquí donde nacieron y se firmaron los Derechos Humanos. Después queremos tener legitimidad para decirle a China o Venezuela que las dictaduras son malas...

Hipócritas.

  

No comments: