El niñato conocido como Mark Zuckerberg, que gobierna el mundo a través de su monstruosa criatura, facebook, me ha sacado del armario: el pasado martes le cascó a todo el mundo que he cumplido cuarenta y diez (cuarenta y nueve, dicen que aparento). A algunos conocidos les sorprendió saberlo: mi aspecto, mi manera de vestir, mi lenguaje, mis circunstancias vitales, mi timidez, mi patológica desorientación... casi todo lo que ofrezco al exterior habla de una persona menos experta y venerable. Pero yo sé muy bien que esa imagen es falsa, por dentro tengo la edad que tan indiscretamente ha anunciado la red social, para bien o para mal estoy todo lo ajado que debe estar un tipo con medio siglo a las espaldas. Se dirá que hoy en día con esa edad eres joven, pero la verdad es que hace un siglo lo normal es que con cincuenta años yo ya estuviera muerto. Vivo pues con tiempo prestado, me conviene no olvidarlo.
Se me debería exigir haber aprendido algo en todo este trayecto y, dado que soy padre y profesor, tener la bonhomía de transmitirlo. Algo sí... pero debo empezar por confesarles que en muchos aspectos voy para atrás como los cangrejos y advertir que lo mejor que pueden hacer es no seguir la mayoría de los caminos que yo elegí. Cuando medito sobre estas cinco décadas me viene a la memoria un tropel de cosas que no hay que hacer, de decisiones mal tomadas y de ingenuidades e inobservancias intolerables. No es todo negativo, claro, pero estoy lejísimos de sentirme ejemplo de nada.
Bueno, pensándolo bien, quizá sí pueda contarles algo que les sirva, es insignificante, pero a me apetece compartirlo. Recientemente, en una resplandeciente tarde de domingo, me acerqué con mi hija al paseo de la Alameda de Valencia. Ella jugaba a escapar de la lluvia que llegaba desde las fuentes del Palau de la Música con cada ráfaga de viento. Estaba lleno de gente que paseaba en bicicleta, esquivaba obstáculos sobre patines, bailaba claqué o merendaba y charlaba tranquilamente sobre la hierba.
He tenido, creo, momentos de inmensa felicidad en mi vida, como cuando lloré de emoción al encontrarme con Santa Sofía de Estambul o cuando sentí el orgullo de mis padres viendo como un grupo de señores muy acreditados elogiaban mi tesis doctoral. No conozco nadie a quien le sobren tales momentos. Pensé en ello mientras reñía -sin que me hiciera caso- a mi hija por mojarse con las fuentes dichosas.
Abrí el campo de visión, miré la escena con atención y pensé con toda la indulgencia de la que soy capaz en esa gente que a mi alrededor disfrutaba de aquel dulce domingo de abril con distintas ocupaciones banales. Mi hija me sonreía con cierta malicia, como esperando que le riñera por alguna travesura...
Creo que fue entonces cuando, al fin, lo entendí todo. Eso era exactamente la felicidad. Los filósofos llevan milenios intentando contestar a ese misterio; los chamanes, los augures, las prostitutas, a todos les pedimos cuentas sobre el contenido de la felicidad desde tiempos inmemoriales. Lo que yo supe entonces es que aquella tarde pude dejar por un momento el tiempo en suspenso, olvidar toda esa prosa de la vida en que desgastamos cotidianamente nuestro ánimo... la factura de la luz, la faena atrasada del lunes. Respiré y dejé que las sensaciones de la primavera invadieran mis sentidos.
Desde la atalaya de esta media centuria se me ocurre que la vida es el tiempo que uno tarda en darse cuenta de que los sueños a menudo se cumplen pero no llegan como habíamos esperado, que nuestras sensaciones quizá no se parezcan demasiado al éxtasis que esperábamos cuando los urdíamos. De jóvenes tendemos a empatanar el alma en eso que Bertrand Russell llamaba la infelicidad byroniana. Nos sentíamos especiales creyendo que no se puede pactar, que la felicidad debe explosionar con la intensidad con la que lo hacía en aquellos veranos de la infancia. Es una estupidez, sólo de críos éramos salvajemente felices precisamente porque ser niño consiste en eso, en no tener conciencia de lo que estamos viviendo. Después, cuando sí la tenemos, ya no alcanzamos más que muy ocasionalmente esa sentimiento de plenitud, pues la autoconciencia y la responsabilidad del adulto asfixian la inocencia desde la que, nostálgicos, reclamaban los románticos la orgiástica eclosión del goce. Cuando descubrían que aquello era un imposible, se pegaban un tiro en la cabeza o claudicaban y se hacían padres de familia.
No creo que se trate de una claudicación. Creo que simplemente necesitamos la sabiduría suficiente para reconocer lo afortunados que somos porque ahora mismo el viento de mayo agita las hojas de los árboles, porque mis padres viven o porque puedo ver a mi hija bailando entre los chorros de agua de la fuente del Palau.
8 comments:
Me ha recordado a la película “El guerrero pacífico”. En una de las escenas, Sócrates (así nombrado por el “discípulo”) le dice al gimnasta ligón y supuestamente destinado al triunfo, que no se entera de nada pese a lo que el crea. Le agarra del brazo y el chaval recibe una especie de descarga eléctrica que le hace por un momento ser consciente de todo cuanto ocurre en su entorno: Está en un parque, brilla el sol, algunas parejas se besan tumbadas en el césped, otros juegan con su perro, otros leen plácidamente respaldados por un árbol, unos niños juegan a mojarse con los aspersores.
El gimnasta vive una sensación de plenitud que dado el contexto le llena de felicidad.
Es de suponer que de haber captado unas circunstancias en su entorno menos agradables, hubiese experimentado la misma plenitud, pero en este caso de infelicidad. Es posible que la felicidad/infelicidad se base en el mismo sistema que nos produce dolor físico, miedo. Ambos indican que algo puede no ir bien. En todos los casos cuanto más consciente se es más certero es el “sensometro” que nos indica los estados.
Los niños son felices en tanto no son conscientes totalmente de ser sujeto. Creo que ocurre exactamente lo mismo con aquellos adultos que se declaran totalmente felices aun viviendo en un entorno donde la gente no lo es. Sea tal vez parecido a cuando duele una muela o la cabeza parece un tambor, lo único que funciona –además de ibuprofeno- para desviar el foco del dolor es tener un padrastro en el dedo de esos que te hacen ver las estrellas o pensar en aquello que nos atañe y que parece ir bien.
Creo que con su artículo se echa algo de luz en esto de ser feliz, tener miedo o sentir dolor. La conciencia como mecanismo lubricada con la sabiduría necesaria reduce el margen de error en la escala, por lo que uno se siente;: como toca sentirse.
MA
Parece que los occidentales tendemos a ser cartesianos. Acorazamos el sistema nervioso mediante el que nos relacionamos con el exterior con la cota de malla de los conceptos, y eso a menudo hace que el sensómetro pierda eficacia. No hablo en contra del pensamiento, claro que debemos ser capaces de la reflexión. Pero a menudo nos alejamos del cuerpo porque no nos dejamos sentir, lo sometemos todo al fantasma de lo conceptual. Esto no me parece "new age" barato, creo que parte de esa angustia que parece tener el don de la ubicuidad proviene de esta visión reductivamente racionalista del mundo. Los niños nos permiten aterrizar de vez en cuando. No se trataría de volver a la infancia, sino de recuperar las sensaciones, la conexión con el mundo. La primavera, incluso viviendo como ratitas en una gran urbe, es una de las mejores invitaciones que conozco.
Supongamos que ninguno de los rivales de un equipo de futbol (el Barcelona, Valencia, Madrid etc) tuviesen detrás ni a un solo aficionado. Si nadie, salvo los seguidores de ese equipo y los jugadores del contrario supiesen si quiera el resultado, hasta el equipo con la afición más radical terminaría por olvidar el fútbol, se pasarían tal vez a la pesca.
Conozco gente ciertamente jodida en muchos aspectos que cuando gana su equipo se sienten casi felices, incluso sin el casi, cuando pierde el equipo rival, también. Descartes no les aguará la fiesta de ninguna manera, tal vez la cota de malla también les proteja en esos momentos.
Creo que cíclicamente nos sentimos moralmente entusiasmados sin saber cuál es la causa, incluso estoy seguro que el señor Descartes no pedía permiso a su razón para desfrutar de este tipo de sensación (aunque sí razonara la alegría ajena)
Ahora bien, no entienda de mi anterior respuesta ninguna intención sibilina de catalogar su post como propio del género “auto ayuda” más bien todo lo contrario. Cuando pasamos por estados de optimismo, alegría o simplemente un relativo bienestar todos recurriríamos al ser preguntados por los motivos, a razones de corto alcance, ante la seguridad de no poder explicar exactamente el porqué y mucho menos ser entendidos. El new age barato intentaría llegar a tal estado mediante esas razones, cosa ciertamente difícil y que desde mi punto de vista es un intento de atribuir a la razón una tarea que no le corresponde.
Para que esa sensación de entusiasmo se produzca cíclicamente pienso es necesaria cierta acumulación de sabiduría que por algún motivo se derrama lubricando nuestros sensómetros y tal vez poniendo el contador a cero. Lo veo difícil cuando la razón es porque nuestro equipo gana y constatamos el disgusto de la afición contraria, más bien puede tener que ver con nuestros tiempos de nómadas, reminiscencias de cuando la propiedad no tenía ningún valor, como usted dice el viento de mayo anunciaba tiempos de disfrute y los familiares y amigos habían conseguido llegar a ver otra primavera. La naturaleza del optimismo de esos tiempos creo es idéntica hoy en día, cuando se nos pasa, tal vez suframos el mismo pesimismo de aquellos nómadas cuando conocieron a la primera tribu sedentaria, y su concepción del mundo.
MA
A vueltas con su referencia a Descartes, me viene a la memoria cierto gag de Woody Allen, quien subraya que, ciertamente, "el alma es la parte importante, pero el cuerpo se divierte más".
El concepto de la autoayuda está desprestigiado por la cantidad de mala literatura que ha propiciado. Yo me autoayudo y pido ayuda a otros. Episodios de tristeza me acosan cada vez más a menudo, de manera que tengo que pensar en la manera de combatirlos, y no soy amigo de visitar a los curas.
Su teoría sobre el asunto del nomadismo me parece sugerente. Hubo mucha dispersión en mi vida hasta hace algunos años. Mi vida parecía a veces algo confusa. Ahora las cosas están más claras. Sé a dónde quiero ir, sé qué necesito hacer mañana y en los próximos tiempos. Y estoy triste... a veces. Escribo por necesidad.
No creo que nadie esté libre de estar triste, de hecho sería un tanto extraño. Vivimos en un sistema donde es necesario un impulsor que nos aleje del torbellino de la tristeza, aunque nunca consigamos salir de su ciclo. En estos tiempos, ser feliz equivale a no estar triste, así de burdo y sencillo.
Solo merece la pena leer a quienes escriben por necesidad, al menos en estos tiempos. No creo sea necesario estudiar a quienes lo hacen por otras motivaciones. Hay demasiado ruido, la feria intelectual ha agotado su reclamo, las masas solo pueden ser atraídas por creaciones cada vez más grotescas, la diferencia mercantil.
El señor Woody Allen es muy simpático, también dijo aquello de que la realidad es el peor sitio donde estar pero es el único lugar donde te puedes comer el mejor filete con patatas. A los famosos millonarios se les ocurren a menudo este tipo de gracietas filosóficas. Los esperpentos que guían al rebaño tan solo tienen que ser famosos.
Usted es profesor de filosofía solo cuando da clase, en su blog usted es un filósofo. El señor Descartes solo pasó un trapo a un cristal sucio.
MA
Quizá es a eso, a lo del cristal sucio, digo, a lo más que podamos aspirar. La tristeza es para mí como una densa nube que a menudo baja y se apodera de nosotros, nos rodea de tal manera que no hay manera de huir de ella. Hay, por así decirlo, una tristeza basal a la que algunos consiguen permanecer ajenos, no es mi caso, he aprendido a asumirlo, pero eso no me priva de abatimientos a veces muy intensos. Lo de Allen me hace gracia, es una tontería, él lo sabe muy bien, pero desde su levedad creo que intenta decir algo serio: es mejor intentar pasarselo bien y reírse un poco porque las balas están silbando -cada día más cerca- y cualquiera de ellas es la que lleva escrito nuestro nombre. Vivir, pese a todo, merece la pena.
David.
¿No cree que afirmaciones como la del señor Allen (más que nada su repercusión) y otros “héroes” de la referencia mediática no hacen más que contribuir a dar un protagonismo inusitado a la filosofía más frívola y modistica?
Siempre me ha llamado la atención la perorata que exalta la existencia como si fuese fruto de una comparativa. Bien, la vida merece la pena vivirse, pero… que sea el único lugar donde disfrutar o pasárselo bien según el señor Allen, me temo que es una afirmación gratuita.
La vida está sobrevalorada, como lo está todo aquello que a priori es único, en plan “objeto de diseño”. Cuando se comprueba que lo que se tiene es una falsificación, imitación, copia, el inversor ha sido estafado por su propia ineptitud.
La única cuestión es si somos presos de una terrorífica creación, o si somos libres. Supongo que algunas gentes que mueren o se suicidan, lo hacen creyendo que otra existencia más grata les espera, pero habrá otros, que suponiendo la vida como un acontecimiento único, decidan morir como si apagasen un botón. Ser libre sería poder apagar ese botón sin que tras ello se reiniciase el proceso. Al señor Allen le encantan los filetes con patatas, a otros tal vez no.
MA
El humor siempre tiene algo de gratuito. Creo que Allen intenta quitarle solemnidad y dramatismo a la vida, lo necesita porque él es el primero que experimenta esa inquietud, ese tomarse la vida como un valle de lágrimas con un único desenlace posible, que es la extinción. Allen ha frivolizado siempre con la filosofía, sin embargo es un amante fidelísimo de Bergman. Me siento cerca de él porque a menudo necesito reírme de las cosas más serias, incluso las que me enamoran. Creo que es una manera de reírme de mí mismo. Cuando no lo hago, enfermo; se trata pues con el humor de una cuestión terapéutica.
Post a Comment