
Mis razones contra la vigencia de la tauromaquia son peculiares, no especialmente afines con las que defienden los animalistas, a quienes en cualquier caso debo reconocer el valor de manifestarse públicamente en situaciones nada cómodas, exponiéndose a los ataques de energúmenos que esgrimen razones tan concluyentes como las de la intimidación, el insulto, el grito y la violencia. El toreo será poesía, pero la reciente escena de una turba de miserables agrediendo e intentando robar la cámara a dos espectadoras a las que identificaron como "enemigas" no puede ser más cutre. Es la misma impresión tercermundista y premoderna que ofrecen los defensores del Toro de la Vega cuando se enfrentan como una horda de simios a los periodistas que tratan de filmar el odioso espectáculo del que, por lo visto, tan orgullosos se sienten.
Yo creo que el eslogan "Cultura no es arte ni tortura" responde a un planteamiento equivocado. La fiesta de los toros es cultura, por supuesto que lo es... Y, como dijo Walter Benjamin, todo documento de cultura es a la vez uno de barbarie. El argumento puede aplicarse tranquilamente a las luchas romanas de gladiadores, no tengo ninguna duda de que eran emocionantes y contenían alguna forma de belleza. Si hemos decidido acabar con tamaña barbaridad, como con la de arrojar una cabra desde lo alto de un campanario o la de los jinetes que arrancan cabezas de gallos, es porque hemos entendido que nuestro mayor logro, y este sí es épico de verdad, no es la guerra sino la paz, no es la violencia sino el diálogo, no es la barbarie sino la civilización.
A resultas de la majestuosa actuación de José Tomás en la plaza de Jerez, donde el mejor torero que he conocido logró hacer creer que Dios había bajado al coso vestido de luces, el periodista de El País, Rubén Amón, aprovechó para escribir un artículo en defensa de la fiesta taurina.
"Al fin alguien que argumenta, un taurino que no sólo grita", pensé... Decepción total, Amón escribe bellamente sobre "el misterio eucarístico y pagano" de la fiesta, pero no da una sola razón capaz de convencer a un abolicionista, sólo se dedica a ridiculizar su posición.
"No dispongo de grandes argumentos racionales para defender la corrida de toros", aunque alude de soslayo y sin explicarse a "razones económicas y medio ambientales". No va, asegura, a la plaza por sadismo -estaría bueno-, de lo que deduzco que el dolor y la muerte se justifican para él por la belleza del espectáculo. Según Amón somos una sociedad "flower power" -él y los taurinos son la excepción, muy machos, claro-, que no soporta la idea de la muerte ni es por tanto capaz de entender la creatividad que propicia. Somos, como dijo Heidegger, seres para la muerte, pero eso no significa que hayamos de convertirla en espectáculo. Esa es una de las razones por las que ya no vemos suplicios y muertes en las plazas públicas como hace siglos.
No hace falta tener una moral heredada de Walt Disney ni ser un hipócrita, como Amón acusa, para ser abolicionista. Me parece especialmente denigratorio, e impropio de un escritor en nómina de un diario tan poderoso, añadir que quienes se conduelen hipócritamente por la muerte de un león africano no reaccionaran de igual manera ante las fosas comunes del dictador Mugabe. A este nivel tan rastrero, podría yo igualmente suponer que los taurófilos veneran la violencia y la crueldad, que de pequeños, mientras se reían de quienes lloraban por Bamby, ellos cazaban y torturaban horriblemente a gatos y lagartijas, como muchas veces vi en mi infancia.
No, no tenemos una cultura insípida e inodora, no al menos por el coraje de quienes son capaces de enfrentarse a un montón de energúmenos para evitar que se perpetre una nueva exhibición de violencia. Quizá ahí esté la verdadera épica.