Saturday, June 24, 2017

JUNG Y EL MOSQUITO TIGRE

Sostiene la creencia común que Carl G.Jung, fundador de la rama más influyente del psicoanálisis, empezó a enloquecer cuando le dio por profundizar en el ocultismo. Esto no es del todo cierto, es verdad que se volvió loco, pero siempre estuvo interesado en el esoterismo y las ciencias oscuras. No derivó desde el rigor de la psiquiatría terapéutica hacia lo que ahora llamamos paraciencias, más bien los estudios sobre el inconsciente, como los que dedicó durante tantos años a la mitología, la antropología cultural o las religiones, constituyeron su programa de acercamiento a lo subterráneo. En otras palabras, Jung se sirvió de los métodos aprendidos de Freud para investigar las enfermedades mentales porque desde su juventud le obsesionaba lo paranormal. 

Una de las teorías que se asocian al Jung más surreal y delirante es la de las coincidencias significativas. Creyó que existía algo así como un gran espíritu -psique preexistente- que da forma a la materia. Esa psique produce "sincronismos", es decir, coincidencias misteriosas cuya misión es atraer nuestra atención con distintas finalidades. Quizá, admitía el propio Jung a modo de hipótesis alternativa, era el inconsciente el que, de alguna manera inexplicable, desencadenaba ese tipo de acontecimientos con idéntica función. 


A mí con estos asuntos me pasa como a los gallegos con las brujas, que no creo en ellas, pero que haberlas, haylas. Vean sino los extraños sucesos que me sobrevinieron el pasado lunes. 

Mi amigo Manolo vive en Granada, de manera que nos vemos poco. Vino a visitarme, habíamos quedado a las 13 horas en punto en mi domicilio. Llegué tarde y, por un malentendido con la persona con la que vivo, el pobre de Manolo hubo de esperar tres cuartos de hora. Cuando llegué y entendí la situación me disculpé por la confusión, lamentando haberle hecho esperar. Andaba el hombre algo cariacontecido, su mañana estaba siendo algo agitada e infortunada, al contrario que la mía, que venía resultando más bien plácida. 

En casa me relató sus pesares. Por la mañana había pedido una tostada por la cual le cobraron cuatro euros, lo cual juzgó como escandaloso: "jamás una tostada me ha costado cuatro euros", le dijo al camarero. La tostada llevaba incorporado un trozo de jamón -"jamón de bellota", dijo el camarero, cosa que era falsa-, de ahí su precio. A mí no me sorprendió la circunstancia, no vivo en Granada, donde el régimen de bares es una delicia, sino en Valencia, donde cualquier gaznápiro con ínfulas se atreve a montar un bar y por una ensaladilla de Frudesa y una cerveza que arrastra sabor a lavavajillas te pide un potosí. Todo lo que Manolo tiene de enemigo de la violencia lo tiene de contumaz, de manera que ahí se tiró como una hora solicitando la presencia del encargado, la carta y el libro de reclamaciones. Acabó dirigiéndose a la OCU con la correspondiente denuncia, pero un señor le envió a la antigua sede de la organización, obviamente ya no operativa, de manera que, como se le hacía tarde, optó por rendirse en su noble batalla. 


Al llegar a mi calle, y dado que yo no aparecía y a él últimamente le ha dado por hacer fotos a cualquier cosa, se puso a deambular con su llamativa cámara al cuello, retratando ese tipo de cosas que a ningún turista se le ocurre fotografiar. Una señora que vive en mi finca y a la que considero más pesada que una vaca en brazos le miró varias veces desde el balcón con evidente desconfianza. A los pocos minutos de su última aparición se acercaron a Manolo dos agentes de policía que le conminaron a identificarse. Tras las explicaciones de Manolo, que les convencieron de que no es un terrorista árabe, justificaron su alarma "por la psicosis que últimamente tiene la gente con esto de las bombas y los camiones, yaveusté y patatín y patatán". 

Por la tarde, tras la comida, nos despedimos en la parada del metro donde a él le convino bajar. Nos dimos la mano afectuosamente y... me veo en condiciones de garantizarles que en ese momento Manolo se desproveyó del mal karma que arrastraba y me lo transmitió. 

Acudí a una reunión de profesores de Filosofía en la Universidad. Las noticias fueron todas de principio a fin nefastas. Abandoné el lugar antes de hora para irme a hacer tai-chi, convencido de que si me quedaba hasta el final caerían más desgracias. Pero no fue una buena decisión, porque el mal fario no estaba en el lugar, sino que venía conmigo. 


Me dirigí al parque donde había quedado con el grupo de tai-chi cuando, al salir del metro, experimenté una sensación que no voy a olvidar mientras viva. Mi enérgico caminar fue detenido porque, de súbito, la tierra se me tragó. Sí, como se lo digo, el suelo cedió bajo mis pies y vi un abismo negro e inmenso que por un instante me hizo recordar aquella amenaza escolar de que si te hacías pajas irías al infierno. Reaccione y comprobé, ufano, que no solo no estaba muerto sino que apenas me había hecho un rasguño en la pierna, único miembro que de verdad llegó a hundirse en la sima. Resulta que la tapa de la alcantarilla estaba suelta y yo la chafé, de ahí el accidente. Cumplí con mi deber de ciudadano dando parte en el Ayuntamiento de la localidad, el cual no ha cumplido el suyo porque, días después, la tapa sigue suelta, supongo que a la espera de que alguien con más mala suerte que yo se rompa la cadera y decida denunciar al consistorio en cuestión y sacarle hasta los higadillos, cosa que se tendrán bien merecida. 

Llegué a Tai-Chi. No lo pasé bien porque el parque estaba infestado de mosquitos tigre. Tres días después mis piernas siguen hechas un cristo y he tenido que ponerme cortisona porque los mosquitos tigre tienen una mala hostia que flipas. 


No me consta que Manolo haya sufrido ningún mal encuentro desde que nos despedimos en el metro. Yo, por contra, sigo rabiando por las noches con las picaduras. Sé que ustedes me quieren, pero es mejor que si se encuentran conmigo no me den la mano, les puede pasar de todo.    

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