Thursday, March 21, 2019

CIEN AÑOS DEL VALENCIA CF

El Valencia ya es un club centenario. La efemérides no le otorga un lugar especial. La mayoría de los grandes clubes españoles ya la cumplieron; también algunos de menos tamaño como los vecinos del Levante o el ilustre decano, Recreativo de Huelva, fundado nada menos que en 1889 por ingleses empleados en las minas onubenses. Lo que, hablando de longevidad, otorga características especiales al club es la supervivencia de Mestalla, el estadio construido en 1923 junto a una de las acequias árabes de la ciudad del Turia y que, milagrosamente, sobrevive hasta nuestros días. Tras cuatro años en Algirós, el club de football fundado en el Bar Torino se trasladó a Mestalla gracias a la deslumbrante celebridad que en aquellos primeros años de la década de los "años locos" adquirieron Cubells y Montes. La competencia entre los fanáticos de uno y otro, cuyas cualidades contrapuestas generaban encendidas controversias, dispararon la atención popular hacia este nuevo deporte en la ciudad, resultando determinantes para convertir al club en lo que ha terminado siendo, en especial para la capital valenciana, una institución comparable a las Fallas o la Verge dels Desemparats por el fervor multitudinario que despierta. 

Hoy me pregunto si sirve para algo la historia, si eso a lo que llamamos la memoria es algo más que un amontonamiento de experiencias inconexas que los viejos relatan a los jóvenes y que, como en el monólogo final de Blade runner, están destinadas a perderse para siempre, "como lágrimas en la lluvia". De la trayectoria futbolística de Arturo Montes a sus descendientes nos llegaron las leyendas. Haber conocido a escrupulosos estudiosos del Valencia fundacional, como mi amigo José Ricardo March, o a analistas tan documentados como Rafa Lahuerta, autor de "La balada del Bar Torino", me ha servido para no sentirme sólo ante la evidencia -sobradamente contrastada- de que todas aquellas hazañas que me contó mi padre eran verdaderas. 

He reivindicado en otras ocasiones la figura de mi abuelo. Recientemente, y con ocasión de un partido de copa contra el Sporting de Gijón en Mestalla, quedé con mi amigo Ricardo Signes junto al enorme retrato de Montes y me dediqué, obviamente sin revelar mi identidad, a escuchar lo que decían quienes curioseaban la exposición que el club ha dedicado a sus viejas glorias para celebrar el centenario. Un individuo con traza innoble, tras reírse de los inmensos pantalones negros y la camiseta de cordaje de mi abuelo dijo algo así como "debieron poner al primero que encontraron". No, pobre idiota, no fue el primero que encontraron, Montes fue muy grande, como Cubells, como Mundo, como Wilkes, como Kempes.

Se aloja en lo más profunda de mi memoria una escena que sólo la muerte o el alzheimer en sus fases más avanzadas podrá llevarse algún día. Desde la localidad que ocupaba cerca del corner norte con mi padre, vi como en la portería más alejada Kempes robaba un balón. Cabalgó casi cien metros sin que ningún defensa del Sevilla pudiera frenarle. El fragor del estadio iba creciendo a medida que el Matador se acercaba a la frontal, convirtiéndose en estallido cuando descargó un zurdazo terrorífico que batió sin remedio a SuperPaco, como llamaban al portero del Sevilla. Un anciano que se sentaba en primera fila, incapaz de contener la emoción, saltó al verde y abrazó a Mario, quien con toda naturalidad estrechó el cuerpo de aquel exaltado mientras un policía intentaba devolverlo al graderío. Yo vi en aquel momento a Kempes con su gesto característico, los brazos abiertos y su larga melena con el trasfondo de los edificios de la calle Joan Reglà aún a medio construir, que se ha convertido ya en una de las imágenes míticas del club. En algún momento he llegado a preguntarme si lo soñé, si no fue verdad. Pero sí lo fue. Lo sé porque un día Rafa Lahuerta me dijo que él también la vivió y que recordaba perfectamente a aquel anciano abrazado a Mario.    

Durante años creí tener una debilidad con el fútbol. Ya no. Mi debilidad es el Valencia, y el Valencia no es fútbol, es otra cosa, ya sé que parece absurdo, pero sé muy bien por qué lo digo. Mestalla y el Valencia son esa parte mágica de la infancia que queda en lo más profundo del alma y se resiste a morir. Es ese misterioso rumor doméstico que sólo entienden los iniciados, ese sentimiento tan ajeno a la lógica que uno ve difuminarse cuando es adulto y que le hizo creer que el mundo tenía sentido y que los mayores de tu familia garantizaban la solidez del orden de las cosas. Un día se apodera de uno el desencanto. Descubres que todo era más frágil y precario de lo que creías y que el destino más probable de las andanzas humanas, incluso de aquellas que alcanzan la dimensión de la epopeya, son la extinción y el olvido. 

¿Por qué entonces, cuando me acerco a Mestalla en los días de partido presiento la mirada de los héroes que ya se fueron? ¿Por qué aún hoy, cuando callejeo por Valencia, pienso tan a menudo que los muertos me vigilan y protegen? No sé, no soy capaz de explicarlo. Qué desatinados somos los seres humanos, ¿verdad?   

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