Monday, April 25, 2022

MIGUEL HERNÁNDEZ VISTO POR CARLES ESQUEMBRE


No hablo muy a menudo de literatura, de sus géneros clásicos, quiero decir. ¿Teatro? Lo leí en exceso en mi juventud -adoraba a Shakespeare-, pero el teatro no debe leerse, sino verse y, en todo caso oírse, sólo así se saborea de verdad su veneno. La novela, bueno, hay demasiados que son mejores lectores de novelas que yo, de ahí que evite pontificar sobre el asunto. ¿Y la poesía? Temo que la poesía en mi vida es como Nietzsche, un ídolo de juventud. Siendo un crío alcancé cierta paz de espíritu leyendo a Machado sobre los campos de Castilla; amé desde muy imberbe con Neruda y con Whitman; creí hacerme mayor con Corso, Gil de Biedma, Panero, Hierro, Benedetti y Gamoneda... 


Hace como veinte años que dejé de leer. Quizá me tomé demasiado en serie la célebre aserción de Germán Coppini: "malos tiempos para la lírica". Ya solo, muy de vez en cuando, abro al azar un poemario de Cernuda como quien abre el evangelio para esperar iluminación. A veces la encuentro, Cernuda es la poesía en castellano en su punto de perfecta madurez. Quizá eso pueda decirse con más propiedad de Rubén Darío o Juan Ramón Jiménez, pero el dolor de Cernuda arranca de vetas mucho más profundas, no es un lírico al uso dedicado a poner la emoción en palabras hermosas, el verbo de Cernuda transita por intersticios más inhóspitos y, por ello, fascinantes.



Bien. Mi antiguo alumno y sin embargo amigo, Carles Esquembre, publica la que si no me equivoco es su cuarta novela gráfica. Empezó como cualquier paria de la Tierra autopublicándose... hasta que le llegó la oportunidad con García Lorca y se pegó una jartá de trabajar preparando el cómic de su célebre estancia en Nueva York. Quizá haya que remontarse a las tres carabelas dichosas para pensar en un viaje tan influyente para la cultura española. Luego llegó la Brigada Lincoln, donde advirtió lo difícil que es dibujar el dinamismo y el horror de la guerra. 

Para el Sant Jordi de este año he pedido el último, dedicado a Miguel Hernández. Me gusta Carles Esquembre y me gusta lo que dibuja. Haciendo el ridículo papel de profe recto para el que es evidente que carezco de vocación, le insistí en el aula en que debía deambular de vez en cuando por los territorios de los estudios y de la vida que menos le agradaban. Nunca me hizo caso, y acertó: la vida me ha enseñado que la única cabra desgraciada es la que se priva de tirar al monte. Si me hubiera dado la razón habría sacado mejor nota en matemáticas, pero no estoy seguro de que dibujara tan brillantemente como lo hace. Quizá haya en el talento un componente obsesivo casi neurótico. En cualquier caso hay en Carles una vocación de esfuerzo que no supe reconocerle en su adolescencia. Sus libros son cada vez mejores porque ha dibujado y dibujado como un cabrón. Hace falta inspiración, desde luego, pero poca gente piensa, cuando le atribuye a John Ford la condición de genio, que cuando filmó maravillas como The Searchers, ya llevaba rodadas cerca de un centenar de películas. No sé si me entienden. 


¿Y el protagonista de la obra? Me gustan mucho algunos poemas de Hernández. Puedo entender que su carácter directo y sencillo termine a ojos de sus detractores precipitándose al simplismo e incluso la demagogia. Teniendo en cuenta la sucesión de tragedias que vivió aquel pastor de los secarrales de Orihuela, pensando en la tragedia española de aquellos años, se me ocurre que habría resultado irrelevante un poeta hablando en aquel entonces de patios ajardinados y ángeles con alas transparentes. Hay en la recuperación de Hernández operada con el fin de la Dictadura un trasfondo político ineludible. Yo sigo pensando que la destrucción de la inmensa mayoría de cabezas valientes y brillantes de este país es uno de los crímenes más eficaces del bando que ganó la Guerra. Y no estoy seguro de que nos hayamos recuperado.

A la espera de que me regalen el libro de Carles Esquembre, he vuelto a leer poemas estos días. No es mala cosa, creo.  

 

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