Wednesday, November 23, 2022

DE POCAS VENGO

 



“De pocas vengo”, decía sistemáticamente mi abuela cuando llegaba a casa con la intención de monopolizar las atenciones de mi madre. La frase invitaba a pensar que le había asaltado la mafia rusa o perseguido un tigre de dientes de sable. Pero no, solía ser una pijada, pero le gustaba hacerte creer que el mundo entero conspiraba contra ella. Me ha venido últimamente la frase a la cabeza porque en mi caso es plenamente aplicable: “de pocas vengo” o, para ser más exacto, “de pocas dejo de contarme entre los vivos”. Pues sí, como se lo digo, que estoy vivo por los pelos. ¿Qué? ¿A que se han quedado con el culo torcido?


La cosa es más o menos así. En agosto empecé a notar una misteriosa disnea –falta de oxígeno- que achaqué al intenso calor o un contagio por covid. El tema, lejos de debilitarse, como yo esperaba, se fue haciendo más grande hasta que, incapaz de llevar a mi hija al colegio sin tener que parar cada diez pasos, opté por acudir a urgencias. Empieza entonces un bonito ciclo de exploraciones cardio-pulmonares y analíticas sanguíneas hasta que, por fortuna, un angiotac detectó la presencia de un trombo en mis pulmones. El bicho en cuestión, surgido de Dios sabe dónde, obstruía mis conductos pulmonares, generando un estrés cardiaco que amenazaba con planes tan lindos como hacer abdicar a mi corazón o provocarme un ictus cerebral. ¿Chulo, eh?


Tres días en la UCI y otros tantos en planta. Al comprobar que mi corazón respondía bien, se me dio el alta con tratamiento de heparina como forma de prevención contra coágulos en la sangre. A día de hoy los galenos siguen sin saber con certeza por qué cojones se produjo en mi cuerpo serrano la afección que figura en el diagnóstico de ingreso: “Trombosis pulmonar masiva”, encoge las gónadas sólo de oírlo.


Estoy bien, voy deshaciendo el simpático bichito gracias a los anticoagulantes y he decidido no reclamar baja laboral, aunque me la recomendaron.  Yo soy así de imbécil. Parece que no voy a morir. De momento al menos… jódanse los que me detestan. Creo que me he tomado con bastante naturalidad la proximidad de la pálida dama. No sé el motivo. Dado que no creo en Dios, siempre he tenido claro que solo tenemos una vida…  Pero, ya ven, algo me dice que el mundo puede pasarse bien sin mí. Además, aunque viviera treinta años más, las perspectivas de volver a ver al Valencia ganar la liga en las próximas décadas son escasas, con lo que tampoco me pierdo gran cosa. Bueno, sí, me pierdo algunas, pero al menos, muriéndome, me libraba del próximo disco de Rosalía, de oír que Pablo Iglesias tiene la culpa de todo o de las mamarrachadas de la señora Ayuso.


De pocas vengo, pero de momento aquí estoy. En la UCI me dio tiempo a pensar, anoté algunas conclusiones (nunca mejor dicho lo de conclusiones). Espero que les sirvan, yo he decidido tomarlas muy en serio.


-La diferencia entre la vida y la muerte no la marca una carta del tarot, ni está escrita por el destino ni tiene que ver con rezos y contriciones. Está en los ojos de un médico que descubre algo muy serio en un angiotac. Gracias señores Galileo, Newton o Curie, gracias a doctores y enfermeras, les debo la vida. No me parece poca cosa.

-La vida no se debe tomar ni demasiado en serio ni demasiado en broma. El barquero nos aguarda a todos, nuestros desvelos acabarán en nada, se perderán como lágrimas en la lluvia. “Esto” es todo lo que tenemos, pasénselo lo mejor que puedan, sin culpabilidad ni dramatismo.

-He explicado a mi hija que he de morir. Me contestó: “Pero vivirás para siempre en mi memoria”. Después de todo, resulta que sí hay una forma de vida más allá de la muerte. Está en el alma de quienes amamos. No sé a ustedes, pero a mí me sirve.

-No quiero morir, pero, cuando lo pienso detenidamente, me pregunto si no sería espantoso un mundo donde la vida no tuviese final. Iríamos, como aquellos inmortales de Borges, buscando la laguna de la mortalidad para poder terminar con nuestras vidas, que se habrían convertido en el auténtico infierno. Quizá, en vez de lloriquear ante la perspectiva de la extinción, deberíamos hacernos una pregunta: ¿merezco vivir más?

-Necesitamos la prosa… y necesitamos la poesía. La prosa consiste en horrendas y pesadísimas logísticas burocráticas que te instalan en un hastío infame, pero construye hospitales. La poesía pone a una joven enfermera consolando a las cuatro de la madrugada a una joven infartada a la que los médicos ya han hecho saber que el resto de su vida será muy dura. La pretensión de vivir sin una o sin la otra es el error.

-No seremos felices, pero nada debe quitarnos la alegría, que es una cosa muy diferente a la felicidad, como bien saben en el sur del mundo. Entendamos que la vida no merece la pena por el placer del coito, sino por la luz de media tarde que se cuela tras él entre las hojas de la persiana. Que no importa la comida, sino la conversación de después. Que Hojas de hierba no es hermoso solo por sus poemas, sino por ese misterio del volumen que tocamos y olemos desde hace cuarenta años. Que no amamos a Hergè, a Bob Dylan o a John Ford, sino esa atmósfera que rodea sus creaciones y que ya vive instalada para siempre en nuestra memoria, que es, después de todo, su verdadero talento.

 

¿Saben? Mientras moría, pensé mucho en todas las cosas buenas que la vida me ha deparado. Lo hice sin esfuerzo, y no me acordé ni por un momento de todo aquello que me abate, me aburre y me enoja. No esperen a tener un trombo masivo para pensarlo.

…De pocas vengo.

 

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