Saturday, April 17, 2010






CLÁSICOS


DOMINGO. El Madrid-Barça no es un clásico del fútbol, sino de la cultura. Supuestamente, la opción que uno toma entre los Beatles y los Rolling Stones, Pepsi y Coca Cola, Disney y el Manga o Angelina Jolie y Jennifer Anniston, determina nuestro perfil como consumidores, como ciudadanos y como habitantes del planeta. Se pretende que ser merengue o blaugrana lo conduzca a uno a similar encrucijada. Dado que desde siempre a soñé con ser un futbolista de fama, me suelo preguntar si el jugador que sale a la cancha para disputar un partido que va a ser visto –a veces con encendida pasión, como si se tratara de una cuestión de honor colectivo- por miles de millones de personas, es consciente de que en cada pase de riesgo que dé al portero, en cada momento en que no marque a tiempo por centímetros el fuera de juego, podrá estar lastimando la ilusión y la paz espiritual de medio planeta. Todo es de mentira, claro, la sociedad de consumo nos hace creer que la identidad puede tramarse en una elección de marca, y la hipnótica liturgia colectiva del estadio parece tan capacitada para convocar a los dioses como lo estuvieron en su tiempo los cánticos del sacerdote maya en lo alto de la pirámide. Todo es un simulacro, pero nuestra situación como espectadores no es muy distinta a la que se diseña desde los media para las noticias de política, las guerras o las catástrofes humanitarias.

El símil suena repugnante, sí, pero usted y yo compartimos la misma indefensión, el mismo estéril sentimiento de culpa cuando se nos informa de los atentados y el hambre, la misma viscosa sensación de impotencia ante la pantalla que nos satura de noticias terroríficas y después nos pone publicidad y a Belén Esteban En tiempos en los que se puede hacer turismo hasta por Auschwitz, y los programas del corazón son -no bromeo- los que sostienen los viejos hábitos del debate y la reflexión, el dramatismo del locutor en la retransmisión del clásico parece justificable.

LUNES. Gana el Barça. Nadie duda de que Laporta y Florentino son igualmente malos, pero ¿qué hombre con poder no habrá de serlo? En cuanto a los futbolistas, Cristiano Ronaldo consigue parecerse a los malos de Karate Kid: musculoso de gimnasio, prepotente, con cara de no poder divertirse acostándose con todas las mujeres que le atribuyen porque, como a todo Narciso, le es imposible disfrutar con nada que, como un espejo, no se limite a retratarle, a devolverle su imagen reduplicada...

Cristiano es una metáfora del ascenso social de la banalidad y la insignificancia. Autista y prepotente, incapaz de habitar valores éticos, su lógica es la del objeto, nacido para ser admirado. Su idea del esfuerzo es la de un gimnasio donde neuróticamente se reiteran una y mil veces los mismos ejercicios, el mismo ceremonial ascético. Cristiano, sin que nos demos cuenta, es la apoteosis del aburrimiento. No significa nada, no es un inmigrante árabe afirmándose en la metrópoli como Zidane ni un juguete roto salido de los suburbios como Maradona… Es una criatura del “florentinato”, el hombre que hipnotiza a quienes, inexplicablemente, le entregan una y otra vez el poder del club de fútbol más glorioso del mundo: Cristiano es pura mercancía fetichizada y de consumo fácil. El destino de ambos es conducir al madridismo hacia la catástrofe, pero sus adeptos creerán en Florentino, en su poder ilusionante hasta el último momento.

MARTES. Empiezo a intuir un trasfondo perverso en la omnipresencia de las autoridades eclesiásticas en los medios. Si yo fuera Papa –y debo decir que me seduce serlo- controlaría a mis empleados con mayor eficacia, no ya para que evitar que abusaran de niños, sino para que no se pasaran la vida diciendo toda la sarta de memeces que les hacen aparecer en los medios. Pero el juego es más profundo: dicen barrabasadas en las que no creen ni ellos mismos porque, en estos tiempos, cualquier incorrección, cualquier salida de tono contra los homosexuales, las mujeres o los condones te permite salir en las portadas de yahoo noticias o en los noticiarios más vistos, es decir, los del tipo “El hormiguero” o el de Wyoming. El abandono definitivo del espíritu renovador de apertura a la sociedad del Vaticano II ha quedado completamente olvidado porque ser bueno ya no es mercantilmente eficaz. Ya nadie con dos dedos de frente o sin alma de fanático es capaz de creer seriamente en autoridad moral de Roma. Ratzinger lo sabe, por eso su gente se las arregla para que olvidemos lo fundamental, que el atractivo de una institución empeñada en condenar todo aquello que hace que la vida resulte soportable es tanto como ninguno.

MIÉRCOLES. Cuando era crío llegó al colegio un extraño personaje. Era cura, había viajado como misionero por todo el mundo. Como el androide de Blade runner, podía decir a los demás curas de la Orden, un hatajo de cobardes que apenas salían de la sacristía a unas calles que les resultaban inhóspitas, aquello de “he visto cosas que no podéis imaginar”. Al llegar no nos hizo rezar, no intentó, como hacen todos los mediocres, ganar adeptos para la causa ni extender la buena imagen de la Iglesia, ni confesarnos, ni aburrirnos para que, como pretenden la mayoría de los funcionarios del Señor, aprendamos a detestar la vida tanto como ellos. “Voy a explicaros a Dios como nadie lo ha hecho nunca”. No recuerdo lo que dijo, pero salía del recinto y pasaba horas en el banco de un parque mirando pasar la vida. Un día me senté junto a él y le dije “no creo en Dios y además soy comunista, Padre”, y él sólo contestó que le gustaban las personas como yo. Y poco después volvió a África o a Hispanoamérica. ¿Dónde están hoy aquellos hombres que todavía creían en el poder del mensaje evangélico para cambiar el mundo? El proyecto de renovación de la Iglesia Católica, encarnado en la figura de Juan XXIII, ya es sólo un recuerdo del pasado, desgraciadamente.


JUEVES. El asunto Garzón me hace recordar lo dicho por Todorov, antiguo fugitivo del terror estalinista de Bulgaria, en relación al carácter imprescriptible de los Crímenes contra la Humanidad. La memoria histórica no es una banalidad ni el producto del resentimiento y la venganza, la amnesia es el principio del fracaso de todo sistema democrático. Pero la revisitación del pasado tiene un riesgo: puede sacar a luz la vergüenza de quienes, no participando activamente del horror, decidieron ignorarlo. Lo preocupante no es que vayan a destruir al Juez, lo preocupante es que no se entienda que las leyes de punto final contra las dictaduras y sus escuadrones de la muerte son el producto del chantaje. Por encima del chantaje local está el Derecho Internacional, eso es lo que parece que, en la judicatura española, solo Garzón está dispuesto a asumir. Esto seguirá siendo imposible mientras no se acepte, en un país donde aún campean estatuas a caballo de uno de los peores criminales del siglo XX, que el olvido decretado por las leyes no pone punto final al derecho de las víctimas.




VIERNES. Hablando de Todorov -en las horas de las exequias por Kaczinsky, presidente de Polonia-, tiene toda la razón cuando se queja por la indulgencia con que la intelligentsia francesa, empezando por Sartre, trató al horror estalinista. Cuando Solzhenitsyn vino a contarnos los horrores del Gulag, muchos intelectuales de izquierda le tomaron por un loco, un mentiroso o un agente de la CIA. Tiene razón Todorov, desde luego, el modelo totalitario de la Europa del Este es la continuación del horror de los campos y la deshumanización del fascismo, y es odioso que algunos, por una especie de fidelidad ideológica mal entendida –incluso hoy sucede algo así con el castrismo- optaran por descreer de quienes revelaban la tragedia. Pero hay algo en lo que se equivoca: Todorov ve en la herencia moral de la educación estalinista, por ejemplo entre sus compatriotas, los búlgaros, la causa de que hoy no haya manera de articular regímenes sanamente democráticos en la Europa del Este… La práctica masiva del tráfico de influencias, la cultura de la delación, toda esa suerte de miserias humanas en que se traman los regímenes totalitarios,ha instruido a los eslavos durante más de medio siglo en la iniquidad moral y la insolidaridad más desoladora, de acuerdo. Pero la Polonia de los gemelos Kaczinsky, como la Rusia de Putin, no es sólo un producto del estalinismo. Los gemelos provienen del mundo de Walesa -Solidarnosc y el neopapismo polaco-,y su euroescepticismo, su entrega incondicional a la política exterior de los USA o sus brotes ideológicos contra los homosexuales,no son fácilmente imputables al adoctrinamiento marxista. Todorov tiene la fe del huido o del converso, parece incapaz de encontrar cepas de infección en el capitalismo o la democracia representativa, que con tanto optimismo abrazaron en los países del Este con la caída de los regímenes comunistas. Creo que se debe seguir persiguiendo a los torturadores y convertir el Gulag y los demás campos del estalinismo en un símbolo, pero el pasado como excusa permanente para todo es un “abuso de la memoria”, por servirme de una fórmula del propio Todorov.

SÁBADO. Un fenómeno natural como el del volcán islandés habría resultado irrelevante en otros tiempos. Hoy, la extensión por Europa de la nube de cenizas, provoca un caos organizativo que no tiene precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Olvidamos que ahora mismo se levantan sobre el aire miles de aviones cada minuto, mientras que hace medio siglo, un vuelo era un acontecimiento casi excepcional. (Hace muchísimo, cuando mi padre cogía un avión, nos explicaba a mi hermano y a mí a qué miembros de la familia teníamos que dirigirnos si no regresaba). Un sistema perfectamente racionalizado, como el de la aviación, las redes informatizadas o los controles de seguridad alcanza en nuestro tiempo una capacidad productiva inimaginable en otros tiempos, es monstruosamente eficaz. Pero, paradójicamente, su potencia le hace al mismo tiempo terriblemente débil. Un simple imprevisto, como un hacker, un volcán que empieza a lanzar cenizas o un tipo con un cutter crean una turbulencia que termina por hacer colapsar todo el sistema. En otro tiempo, ello habría requerido decisiones individuales improvisadas y atrevidas, pero hoy, el sistema hace imposible tal cosa. Se acabaron los héroes, los aviones seguirán en tierra.

Se me ocurre una pregunta. Alguien me dijo que hay tantos aviones que si todos los que están en el aire hubieran de aterrizar no cabrían en los aeropuertos. ¿Dónde los guardarán si la nube de ceniza termina por neutralizar todo el tráfico aéreo en Europa?

Y una pequeña maldad: quizá este sábado por la mañana sea el más feliz en la vida de una joven pareja que cometió el error de comprar su casa –era más barata- al lado de un aeropuerto. Hoy no pasan aviones por encima del tejado ni tiemblan los muebles ni el ruido ensordecedor les recuerda a cada momento que el mundo es un lugar inhóspito y que vivir es un castigo; hoy miran al cielo cogidos de la mano mientras escuchan a los pájaros.

Friday, April 09, 2010










EL CASO GURTEL
LO DESCUBRÍ YO





1. Tuve en la facultad un compañero –San Pancracio- cuyos vínculos con los sectores más rancios del poder católico hedían a kilómetros. No es que estuviera especialmente bien relacionado o procediera de algún linaje largamente amancebado a la familia apostólica. Tampoco es que destacara especialmente por su carácter piadoso, pues aprobaba los exámenes lamiendo culos por los despachos y se pasaba los viernes recordándonos las guarradas que pensaba hacerle ese fin de semana a su novia, todo lo cual no recuerda demasiado a las prescripciones evangélicas… Claro que siempre he sospechado que ciertos tipos que se ofenden mucho cada vez que te metes con algún pit-bull arzobispal, o acusan de “perseguir” a la iglesia a quien discrepa de su visión del mundo, serían los últimos en darle de beber a Jesucristo si lo encontraran sediento por polvorientos caminos.


Pues bien, en una ocasión en que varios estudiantes platicábamos en el bar sobre la negrura del futuro profesional que nos esperaba, Sanpan –con una frialdad estremecedora- afirmó: “yo acabaré trabajando en alguna escuela del Opus Dei”, y se fue tan ufano y absolutamente convencido de sus propias palabras. Insisto, no tenía ningún padrino especial que hubiera de facilitar su ingreso en la Obra, Sanpan simplemente creía en sus propios méritos: estaba convencido de que sus habilidades como tiralevitas terminarían catapultándole al éxito.

Este dulce recuerdo juvenil me lleva en mis momentos más fatalistas respecto a la simpática especie sapiens a la conclusión de que hay dos tipos de hombres: los que, por cinismo o ingenuidad, reconocen ser unos corruptos, y los que se recatan más en hacerlo, sea por doble moral o por esa incapacidad –humana, demasiado humana- de advertir en el propio cuerpo la infección que con tanta preclaridad detectan en el ajeno. Claro que tampoco siempre me levanto de la cama dominado por la negrura del pesimismo. Por ejemplo, recuerdo a otra compañera, ésta de talante y aspecto radicalmente alejado del de Sanpan, que hizo suya una frase que repetía con una insistencia casi delirante, amén de con un tono de voz ciertamente histérico: “¡Todos somos unos hijos de putaaaaa!”, aseveración un pelín nihilista que cortocircuitaba cualquier posible debate. Todos somos malos, luego es inútil intentar detener a los corrupto: los humanos no tenemos remedio y todas esas cosas que, en el fondo, parecen aprendidas ante el mismo púlpito que se empeña en hacernos culpables por aquella imprudencia a la que llaman el Pecado Original.







Que todos, ricos y pobres, mandarines y siervos de la gleba, estamos hechos de la misma pasta, es algo que he presentido desde siempre. Sin embargo nunca esa me pareció razón suficiente para abandonar el lado de los débiles, único en el cual, aunque sea por cuestión de elegancia, merece la pena ubicarse. La misma pasta, sí, pero no el mismo tejido moral. Mirémonos en el espejo: yo he sido un miserable cobarde y un rufián en más momentos de los que me gustaría recordar. Si soporto vivir con ello es porque a lo largo de mi vida he tenido la grandeza de amar sin condiciones o porque, en ocasiones, he sido capaz de proclamar en medio del ágora la inocencia de Sócrates y la mezquindad de la asamblea. El mismo hombre, sí, pero son nuestros hechos los que nos identifican, y estos provienen de profundidades del alma tan alejadas entre sí como las de un dinosaurio y una hiena. Si reconocemos que no hay hombre de una pieza, difícilmente podremos sostener que hombres distintos son al final exactamente iguales; difícilmente habremos de conformarnos con el simplismo de afirmar, ante la evidencia de la corrupción que “al final resulta que todos son iguales y que todos meten la mano en cuanto pueden”.


2. Desengáñese, no siga leyendo si cree que lo que voy a hacer es proclamar la superioridad moral de unos políticos sobre otros. Ni siquiera voy a salir con esa obviedad buenista de que “no todos son iguales”, o mucho menos con que la izquierda es honesta y la derecha está corrupta. Conviene no obstante al respecto hacer algunas precisiones.




¿Por qué la Asamblea de Madrid se descojonó estruendosamente el otro día en la cara de Esperanza Aguirre cuando dijo esa frase para la historia de “yo fui la primera en destapar el Caso Gurtel”? Al margen de que la Presidenta de Madrid tiene cierta gracia para mentar a la bicha allá donde otros callan como monjas con voto de silencio, lo que provoca hilaridad ante tal afirmación es la convicción de que el Partido Popular vive instalado en la cultura de la corrupción. Lo curioso es que esto lo saben incluso sus votantes. Algunos de ellos, ávidos lectores de tebeos tan ocurrentes como El Mundo o La Razón, se acuestan por las noches convencidos de que son todo mentiras del Grupo Prisa. Pero si la mayoría se limita a torcer la vista ante la evidencia y seguir votando a quienes roban o toleran a los que roban es simplemente porque son indulgentes con tales corruptelas. Si no penaliza la corrupción en la única cuenta de resultados trascendente para la empresa que es un gran partido político, es decir, en la cuenta electoral, ¿cómo sorprendernos que la mayoría de corruptos estén en la derecha?


Ahora bien, estoy muy lejos de considerar que tales vicios son ajenos a la izquierda, ni siquiera creo que la corrupción haya sido –concretamente en el PSOE-, un fenómeno anómalo o coyuntural. Hubo un tiempo, cuando el gobierno González alcanzó un poder casi omnímodo, en que un ministro de Economía dijo que España era “el país europeo donde más rápidamente puede una persona hacerse rica”. Y luego vino Filesa, y Mariano Rubio, y Roldán... en fin. Podría igualmente referirme a las tramas de corrupción, que casi siempre al socaire de las tenebrosas sendas del urbanismo local, han infectado el país y, muy especialmente, la costa mediterránea. ¿Son inocentes de toda esta lógica filibustera los ediles y consistorios de la izquierda? Créaselo usted, y siga creyendo también, si quiere seguir habitando en el País de las Maravillas, que el régimen cubano no persigue a sus disidentes, que el GAL fue un invento de Garzón, que hubo una conjura republicana contra el felipismo o que Corcuera y Barrionuevo fueron ministros con una gran fe en la libertad y la democracia.









El verdadero problema que tienen los corruptos para hacer nido cómodamente en la izquierda es que su electorado sí castiga el saqueo, así de sencillo. Es un problema similar al que tienen los dirigentes socialistas cuando gobiernan e intentan imponer medidas que a su electorado le parecen reaccionarias, oportunistas o simplemente anti-sociales: se lo hacen pagar en las urnas porque el elector de izquierdas –al contrario que el de derechas- no es un cliente fidelizado: no vota por obediencia, sino porque cree que la misión del gobernante es propiciar la redistribución de la riqueza, extender la cultura del derecho y evitar la impunidad en los abusos que los poderosos ejercen sobre los más débiles. Si el primer gobierno socialista cayó, cuando llegó a creerse invencible, es porque terminó por extender el desaliento entre quienes pensaban que ser gobernados por la derecha y por la izquierda NO ERA LO MISMO. En algún momento del camino esa convicción se perdió por el desagüe.





3. Mi conclusión es que –aunque de forma más atormentada en la izquierda- la corrupción habita las entrañas mismas del sistema partitocrático, y que quien prospera en el aparato de un gran partido político es sospechoso de estar dispuesto a tolerar o silenciar todas estas prácticas. ¿Cómo es posible que la ciudadanía no se rebele contra esta forma de oligarquía que agusana el sentido originario de los regímenes democráticos? ¿Cómo se explica que no broten aquí y allá movimientos de insurgencia civil frente a quienes, arrogándose el poder concedido como si fuera un patrimonio propio, secuestran las instituciones? Una de las voces más respetables del país, Josep Ramoneda, alude con frecuencia a un concepto inquietante, una nueva forma de totalitarismo, ahora viscoso y gris antes que solemne y genocida:

Me preocupa mucho el totalitarismo de la indiferencia, esta especie de fascismo sin galones hacia el que han evolucionado las sociedades del primer mundo. Creo que hay que denunciarlo y, finalmente, creo que hay que reivindicar la tradición ilustrada que sigue siendo el ideal más grande que los humanos nos hemos dado”.


En otro lado, el periodista parece querer aferrarse a la esperanza negra de Obama,:


“En este contexto, Obama representa la última oportunidad de una política que garantice la supervivencia de las sociedades democráticas. Si esta oportunidad fracasa, los Estados serán cada vez más Estados corporativos, marcados por el oscurantismo y la desinformación; la democracia evolucionará hacia el totalitarismo de la indiferencia, en que nadie es responsable de nada y el miedo reduce cualquier idea de espacio público; y, de vez en cuando, la política generará brotes de populismo como expresión de su impotencia.”


Ojalá la oportunidad no fracase. Pero mientras tanto, se me ocurren unas cuantas cosas. Dejemos de esperar que nuestro vecino tome las riendas cuando se trata de elevar una protesta al ayuntamiento. Dejemos de esperar a que los delegados sindicales se pasen por el trabajo para decidirnos a hacer huelga. Dejemos de exigir a los dirigentes de la oposición que estén en tal y cuál movilización civil y acudamos nosotros en su lugar. Dejemos de esperar que el tipo al que elegimos como director cumpla con sus obligaciones y dejemos de ampararnos nosotros en su indolencia para justificar la nuestra. Dejemos de ausentarnos del trabajo cada vez que nos duele una uña y así obtendremos autoridad para reprochar a algunos compañeros su escandaloso absentismo… Y, finalmente, ya que nos molestan tanto Gurtel y el Bigotes, dejemos de esquivar nuestras obligaciones, dejemos de robar, dejemos de eludir ciertas fiscalidades y de sentirnos estupendos cada vez que birlamos unas perras a cuenta del fisco, el lechero o nuestros supuestos camaradas. Quizá haya llegado el momento de dejar de reírse de aquel funcionario alemán incorruptible que firmaba con una pluma las cartas administrativas y cambiaba a la suya cuando se trataba de asuntos propios.




Yo no creo, como aquella vieja amiga, que todos seamos unos hijos de puta, no al menos que lo seamos siempre, pero digámoslo de una vez por todas. La gente no es inocentemente indulgente con los políticos corruptos. O construimos nosotros los ciudadanos los marcos de la convivencia o seguiremos al albur de los caprichos de aquellos en los que, por desidia, tendemos a depositar las responsabilidades que nosotros no queremos desempeñar, en cuyo caso, será cuestión de tiempo que antes o después nos pasen la factura.

…Y no siempre va a haber un juez Garzón para salvarnos.


Saturday, April 03, 2010











RATZINGER es a ojos de un viejo amigo el "filósofo más trascendental de nuestro tiempo". Deberle a largos años de colegio, parroquia y sacristía la propia fundamentación intelectual y moral no excusa a uno por decir gilipolleces. No acaba de explicarme mi viejo camarada cómo valora el pensador alemán la influencia actual en el pensamiento europeo de los textos heideggerianos que tanto leyó en su juventud, qué futuro tiene la deriva posestructuralista francesa, si es posible a partir de Quine un cambio de paradigma en la filosofía analítica, si tenía razón Kuhn en su polémica sobre la historia de la ciencia con Popper... en fin todas esas cosillas que nos preocupan a los licenciados en la Ciencia de los Primeros Principios y las Causas Últimas, como llamó el padre Aristóteles a la Filosofía.


Podría leerme Ser cristiano en la era neopagana, Mirar a Cristo, ejercicios de fe, esperanza y razón o Un canto nuevo para el Señor: la fe en Jesucristo y la liturgia hoy... Pero, sinceramente, sospecho que no voy a encontrar bajo tales títulos las respuestas que necesito a los problemas que me angustian y, en cualquier caso, ya aprendí que lo que anida en los cenáculos monacales, antes que la corrupción o las tentaciones del Maligno, es un demoledor aburrimiento... conque me contentaré con escuchar alguna homilía y ver Ben-Hur, dado que ya ha quedado claro que no me libraré mientras vivan de los tostones de romanos viciosos con que decoran nuestro paisaje de la santa semana.






No me preocupa en exceso si la Iglesia católica está corrupta por la pederastia o si Benedicto XVI está perdiendo la oportunidad de desmarcar a la Iglesia de sus manzanas podridas. Es cierto que la realidad le está echando un pulso: tiene que lidiar con una situación que erosiona la imagen de la institución y la suya propia, en la medida en que todos sospechamos que -salvo que le consideremos idiota, y eso sí que no- que el turbio asunto ha venido siendo silenciado y tolerado desde siempre por las autoridades vaticanas en general, y por su hombre más poderoso de las últimas décadas en particular. Para mí, no deja de ser una sorpresa que cierta vieja allegada con una larga vida de fervor me venga ahora con que "estoy pensando después de todo esto en abandonar definitivamente la fidelidad vaticana". Tratándose de una mujer de izquierdas, firme defensora desde joven del sandinismo o la Teología de la Liberación y vinculada siempre a las asociaciones de cristianos progresistas, me causa perplejidad que ahora se espante por ciertas prácticas que siempre han ocurrido, que siempre han sido silenciadas y que, en cualquier caso, son mucho más producto de la lógica institucional que gobierna al mundo de los clérigos que de la maldad intrínseca de algunas personas. Creo en suma que no es motivo para abandonar a su suerte a la Iglesia cuando se ha acogido uno a ella durante toda su vida. Los motivos por los que un cristiano debe renunciar a la autoridad romana y vivir su fe de una nueva manera son otros y, desde luego, mucho más profundos.


No es cierto que Ratzinger se esté equivocando, ni siquiera creo que la cuestión sea si está o no actuando inmoralmente. A Ratzinger le molesta la pederastia tanto como a mí, aunque no sé si exactamente por las mismas razones, pues en mi caso, la base desde la que determinar la aceptación de las relaciones sexuales es la libertad y, en consecuencia, el consentimiento, el cual se vuelve impracticable cuando se trata de niños. No estoy seguro de que ese sea el principio fundamental para la autoridad vaticana, pues no tiene ningún reparo en condenar ciertas prácticas sexuales voluntarias entre adultos. En palabras atribuidas a Benedicto: ""La homosexualidad es un desorden objetivo. La Iglesia Católica debe acoger con respeto, compasión y delicadeza a todas las personas homosexuales, pero exigiéndoles también que vivan en castidad." Es posible que yo no interprete bien la frase, cuyo sentido me parece preñado de una repugnante hipocresía, pero, por si hace falta, podemos recordar una del ínclito arzobispo Cañizares, fiel seguidor de los planteamientos del actual ocupante del Trono de Pedro: "La ideología de género es una de las revoluciones más insidiosas que se han dado en la historia de la humanidad y conlleva la destrucción del hombre" Mientras los cristianos no se metan en la cabeza que el sexo es una cosa que está muy bien, que ser gay es bueno, que el preservativo es un invento estupendo y que, en definitiva, Dios no es tan imbécil como para andar preocupándose de lo que usted hace libremente con su cuerpo, seguirán haciendo caso de todas estas memeces de quienes, tan obsesionados con las tentaciones, han terminado consiguiendo que el sexo goce incluso de una mayor atracción de la que realmente merece.


Sostengo, no obstante, que todo esto es secundario en el análisis sobre los motivos del Papa. No dudo que estos asuntos tengan que ver, como efectos colaterales, con la monstruosidad que, para cualquier persona, supone una prescripción como la del celibato. Precisamente porque creo que uno ha de poder hacer con su cuerpo lo que desee -incluyendo por supuesto no tener relaciones sexuales- me parece terrible que la pertenencia a una determinada institución determine la intimidad. Que de ahí se deriven la doble moral, el ocultamiento e, incluso, las prácticas abusivas, se nos antoja irremediable... pero conviene recordar a los clérigos que nadie les puso una pistola en la cabeza para vivir dentro de una sotana.


Y aún así, insisto, la tolerancia vaticana con la pederastia tiene que ver mucho más con las necesidades prácticas de la Iglesia, que no son otras que las de la supervivencia. Mi planteamiento al respecto de Joseph Ratzinger es que su indiscutible inteligencia, su vasta cultura y su liderazgo no le dan para ser un gran filósofo, pero sí para hacer lo que viene haciendo con tenacidad bávara y con maestría desde hace muchos años: vigilar la salud de la institución. No es en la preservación de la fe donde anda fuerte -sus virtudes como "convertidor" de infieles son ridículas en comparación con las de su amigo y predecesor, Karol Wojtyla-, sino en su rigor como burócrata. Ratzinger ha entendido siempre perfectamente que el Vaticano es una empresa internacional con importantes sucursales y filiales a las que hay que alimentar y atender, lo que no es poca cosa. Lo que verdaderamente sabe es, como un médico, detectar los síntomas de infección y eliminarlos o aislarlos para evitar que se extiendan.


¿Por qué no ha sido implacable con los pederastas como sí lo es con las tentaciones renovadoras de los sectores progresistas del catolicismo? Porque entiende perfectamente que el peor virus de una institución no civil ni democrática -incluso de una institución donde la imagen moral que se proyecta es esencial- no son ciertos vicios privados, sino la desobediencia. Alguno de los acusados de pederastia ha destacado sobremanera en su voto de obediencia. ¿Casualidad?



Lo que Ratzinger ha sabido siempre es controlar a su tropa. Si, en contra de lo que piensan algunos, quedará en la historia de la Cristiandad como un pontífice irrelevante es precisamente porque su tecnología de poder ha sido la del enroque. Con Benedicto no aumentará el número de fieles, es más, serán masas de población las que, por ejemplo en Hispanoamérica o Asia, continuarán pasándose a otras filas regidas por expertos en gestionar las inquietudes del espíritu, tal y como ya viene ocurriendo desde hace tiempo. No siendo una celebritie como Wojtyla -el Papa que entendió perfectamente aquello de la "Sociedad del Espectáculo"- Ratzinger solo puede nutrir la legitimidad de la institución dotándola de autoridad moral, pero ha optado por seguir actuando como un poder interno, que es lo que siempre hizo desde la Congregación para la Doctrina de la Fe. Si, por más que le cambiaran el nombre astutamente, la Santa Inquisición sobrevive después de medio milenio, es porque sigue siendo una prioridad luchar contra las herejías, que es para lo que la fundaron. En palabras más de nuestro tiempo -ya quisieran poder seguir metiendo miedo con lo de los herejes y las excomuniones-, lo que hace un inquisidor actual es proteger la ortodoxia de la fe frente a doctrinas que pueden hacerla peligrar. Y "ortodoxa", ya lo sabemos, es aquella lectura de los textos sagrados que el Poder ha decidido ir considerando verdadera, es decir, aquella interpretación que se niega a aceptarse a sí misma como tal, considerando que todas las demás interpretaciones son ilegítimas y perseguibles porque solo la versión romana traduce literalmente los deseos del Dios que vino de visita por tierras de Judea.







Si el Vaticano se lanzara a saco contra todo este tipo de asuntos no tendría más remedio que abrir otros muchos, unos de índole sexual, y otros asociados a diversos pecados capitales como la codicia. Abriría con ello una puerta peligrosísima, y es razonable que en un tiempo ciertamente crítico para la Iglesia, un rector con sentido de la responsabilidad tema no poder controlar las consecuencias. Lo que verdaderamente desea el Vaticano en el momento presente es proteger una lógica tan del Antiguo Régimen como la del tribunal estamental. En otras palabras, frente al principio democrático supremo -la isonomía o igualdad ante la ley- la Iglesia pretende juzgar internamente a su gente. Eso es lo que más han echado en falta aristocracia y clero el día que triunfó la Revolución Burguesa y Europa pudo empezar a realizar al fin el ideal cívico que los ilustrados habían recuperado del viejo ágora de Atenas. Pero es que acaso sea la supervivencia de instituciones tan medievales el auténtico milagro de nuestros días.

Como toda institución internacionalizada y burocratizada -sean o no sus fundamentos medievales- lo que la Iglesia pretende es su autorreproducción, y no otra cosa es lo que le encargan sus empleados al dirigente de turno. "Es la economía, estúpido", decía la gente de Clinton en campaña. Por ahí van los tiros. Deberíamos pensar en los tres mil quinientos millones de euros que el dichoso Concordato nos cuesta cada año y plantearnos si debemos seguir siendo los ciudadanos comunes los que sufraguemos a la Iglesia Católica por la racanería de sus fieles, que nos creen obligados a seguir subvencionando el carácter "practicante" de su fe. ¿Hemos pensado, como me dijo un delegado sindical, que la Iglesia es el único sindicato con miles y miles de "liberados", sacerdotes, profesores de Religión y otras figuras intermedias entre Dios y el alma, los cuales transmiten fidedignamente la doctrina de sus jefes? Quizá no se nos ocurra que una razón esencial en favor del mantenimiento del celibato es precisamente la necesidad de la Iglesia de tener bien sujetos en su vida pública, pero también en la privada, a los legionarios de su tropa.






Una de esas consignas es la de la conciencia persecutoria. Deberíamos extraer consecuencias del hecho de que algunas naciones, autonomías, razas, religiones o doctrinas habituadas a extender la idea de que sufren persecución suelen arreglárselas para estar permanentemente en el candelero mediático. Para no querer ser perseguidos, sorprende la facilidad que tienen por ejemplo los obispos para decir todas aquellas cosas que sirven de carnaza a la prensa. ¿De verdad quieren que les dejemos en paz? ¿No será más bien -y esta es una estrategia tan vieja como el cristianismo- que hace falta incitar a los supuestos perseguidores? Por otra parte, ¿soy un perseguidor de la fe cuando cuestiono la ideología de los obispos, cuando me quejo por sufragar una institución antidemocrática, cuando cuestiono la política de concertación por la que todos pagamos la enseñanza religiosa en detrimento de la enseñanza pública...? No, caballeros, no son ustedes perseguidos, acaso sean más bien ustedes los que nos persiguen a los demás, y lo van a seguir haciendo mientras la fe no se entienda como un ámbito privado, que es justamente lo que les aterroriza. En todo caso, creo que no llevan bien aquello de la discrepancia, pero no me sorprende, porque el principio de autoridad en el que basan su visión del mundo las autoridades vaticanas es en esencia medieval y antidemocrático.





El verdadero gran enemigo de la Fe en la historia es la Razón, pero ésta ya aprendió desde Descartes a poner entre interrogantes todas sus creencias, precisamente porque forma parte de su programa no convertir las creencias en dogmas y garantizar el ejercicio permanente de su autocuestionamiento. Supongo que es a esto a lo que Ratzinger llama "relativismo". Pese a todo, ni cuatrocientos años de luteranismo, Revolución científica, Ilustración y laicismo han acabado con el poder vaticano. Sospecho que los enemigos que amenazan con adueñarse del territorio del espíritu son menos respetables que Descartes o Kant. Así se entiende por qué les ponen tan nerviosos las mamarrachadas de Dan Brown, o las bromas new age de los espiritistas, o los que creen que quienes van a salvar al mundo son los marcianos, la meditación tántrica o las cartas astrales. Y eso sin olvidarnos de los millones de hispanoamericanos o asiáticos que se están pasando masivamente a sectas protestantes y otros "cultos incontrolados"


Yo creo que no hay quien nos salve, a no ser que entendamos -como muy saben Ratzinger y compañía- que nos hemos de salvar a nosotros mismos. De momento se me ocurre sugerir a los católicos con alma crítica -que los hay, y cuya fe merece todo mi respeto- que se planteen si no ha llegado el momento del segundo gran Cisma en la historia del cristianismo, si no es hora ya de declarar de una vez por todas la ilegitimidad del poder vaticano para gestionar la fe. Entretanto, yo me conformaría con que los Estados que firmaron el Concordato pierdan al fin su miedo a los púlpitos y acaben ya con los privilegios que sostienen todo este negocio tan dudoso. Me gustaría que fuera, en cualquier caso, el ejercicio crítico de una ciudadanía laica el que determinara tal cosa, y no la lectura de El código Da Vinci o la sustitución de la parroquia por las revistas de ocultismo... Ni siquiera -añado- el que haya algunos curas pederastas.

Saturday, March 27, 2010











LA AMNESIA tiene mala prensa en nuestros días. En realidad la tuvo siempre. Ya Platón lanza la advertencia de que el duro esfuerzo de la rememoración -la anamnesis- es la única vía posible para acceder a las verdades elevadas. Puesto que el alma contempló en algún momento original lo esencial en toda su cegadora luminosidad, el saber habrá de consistir en arrancar a aquella del olvido en que ha caído. Medio milenio después el profeta de Belén no se sube a su espantosa máquina de tortura sino para poder gritar más fuerte: "¡Recordadme!". Ya sabemos que el Crucificado -como le llamaba Nietzsche, que pensó en Él más que ningún gañán piadoso- era judío y, de alguna manera, su empresa era la de judaizar el mundo. De ahí que la maldición que arrastramos sea la huella de una traición original, la desobediencia a Dios, el mayor de los magnicidios. Valiente impostura, odiosa manipulación traída de desiertos y que solo puede prender entre pueblos civilizados cuando están en lo peor de su decadencia.


"Te vas a acordar": esta era nuestra consigna infantil cuando la posibilidad de la venganza por la afrenta sufrida no podía ser inmediatamente administrada. Incluso las leyes se aprestan hoy a sancionar la desmemoria, como si el Mal infligido pudiera ser reparado a través del recuerdo. Noble pretensión, pese a todo... Noble, y sin embargo, me asalta la sospecha de que exigimos demasiado a la memoria.

Quizá llega el momento de reivindicar la inocencia del olvido.


He detestado con furor infinito a personas a las que he terminado perdonando; simplemente olvidé lo que me había hecho, me acostumbré a su presencia. Pasa con algunos de los tipos con peores cualidades que he tratado: terminan quedando lejos los tiempos en que conseguían sacar lo peor de mí mismo; me habitué a ellos, aprendí a sonreírme ante sus pecados, como si hubiera entendido, por fin, que de alguna manera les resultaba imposible no cometerlos; se volvieron bonachones... pude por fin olvidarlos.



¿Nace entonces la tolerancia de algo tan poco prestigioso como la costumbre? Acaso sí, si entendemos que tanto como la memoria le debe el olvido a la costumbre: "Si por costumbre amé, por costumbre olvidé, vivo con la costumbre de no quererte nunca más", dice una canción de Gabinete Caligari. Para Nietzsche, el olvido no es una debilidad, sino una elegante virtud propia de temperamentos nobles. Nada me resulta más repelente que aquel tipo con alma de plebeyo que, en previsión de que su memoria fallara, aseguraba el recuerdo de sus traumas apuntando en un papel cada una de las afrentas que sus prójimos le habíamos causado.



En innumerables ocasiones, cuando me he cruzado con personas que me hicieron daño en el pasado, lejos de enfurecerme y cerrar los puños con deseo de venganza, he experimentado más bien el deseo de olvidarles. Al contrario de lo que plantea el psicoanálisis, empeñado en escarbar en las profundidades del inconsciente, habríamos de imitar a aquellos príncipes que, acaso más por despistada magnanimidad que por escrúpulos morales, dejaban escapar vivo a aquel al que había jurado aplastar en su anterior momento de cólera.






Soy el primero en conocer los riesgos de la desmemoria. Temo como cualquier cartesiano al Alzheimer, porque nada, ni la muerte, parece tan temible como la destrucción de ese continuum que llamamos Yo y que solo está construido de recuerdos. Siempre he censurado la amnesia de los desagradecidos que abandonan a sus mujeres o a sus madres cuando ya no les son útiles, o la de aquellos que olvidan quiénes son y de dónde provienen para reclamar derechos y glorias que no se merecen de la noche a la mañana. Como convencido tributario del pasado, respeto profundamente aquellas religiones que honran a sus muertos -a su pasado en suma- y desconfío de esos flojos de corazón que se ilusionan con la aparición de un bello desconocido con la misma puerilidad con que desprecian la cercanía de aquellos que tienen el coraje de acompañarlos desde mucho tiempo atrás.





Y, sin embargo, hay algo en estas primeras horas de la primavera que deberíamos saber aprender. La primavera no regresa tras las fiestas del fuego, la primavera empieza de nuevo cada año. No me ilusiona especialmente que algo sea fresco y novedoso, lo que me interesa de la estación destinada a cambiar nuestro estado de ánimo y la dirección de nuestras nuevas aventuras es el poder que tiene para reducir a cenizas aquellas fuerzas del pasado que siguieron activas sobre el espíritu mucho más tiempo del que realmente merecían. Acabar con el rencor desde el olvido... desde aquello que Nietzsche llamó el pathos de la distancia, dejar de reprender a quienes no nos quisieron como creíamos merecer, entender que la venganza ya no será dulce, no por alguno de esos ridículos escrúpulos inoculados desde la sacristía sino porque, simplemente, ya no tendrá sabor. Escapar por fin, y sin recaída posible, de las garras del resentimiento, en ello reside la verdadera emancipación del ser humano, esa es la mayor promesa de la primavera. Esta es la mayor enseñanza que nos dejó el mayor de los poetas contemporáneos, Friedrich Nietzsche.


Friday, March 19, 2010







LOS HOSTILES









"La constitución ideal habría de incluir la posibilidad de eliminar a los que nos fastidian", dice Cioran. Es una frase cargada de un amargo surrealismo, refleja el imposible de un indeseable, ese que todos llevamos dentro y que sueña con una solución final para todos los que, por el motivo que sea, tienen la misteriosa habilidad de resultarnos irritantes.


Salgan conmigo del armario y expresen su rabia, no se sientan mal por ello: la peor de las paparruchas que nos ha inoculado la sacristía es que debemos perdonar a nuestros enemigos. Pero, ¿cómo perdonar a Karmele Marchante? ¿cómo no volverse loco de furor cuando Aznar muestra sus abdominales en la playa o cuando el Encina -uno que iba a mi clase- nos recordaba que el Madrid había ganado otra vez en Mestalla y decía que Kempes era un mierda?



Hagan el pequeño ejercicio de poner la tele y, a poco que se fijen, verán que después de un hijo puta sale otro... así, de carrerilla. Vengo preguntándome desde hace años qué profundos mecanismos de la psiquis desencadenan el rechazo, un rechazo que -como sucede con el enamoramiento- está fuertemente impregnado de algo físico. Decimos de alguien que nos produce "ganas de vomitar", como si sólo el hecho de toparnos con ellos, de respirar el mismo aire fuera como si, de alguna forma, los hubiéramos comido, provocando la nausea y esa arcada con la que es el propio cuerpo -el animal que somos- el que nos dice que no, que eso es intragable. Me produce mucha curiosidad, por ejemplo, qué intrincados laboratorios de la mente determinan, por ejemplo en las mujeres que me son allegadas, que Paulina Rubio desencadene una sonrisa de tolerancia y que, por contra, Bebe, Najwa Nimri, Concha Buika y, en general, aquellas aspirantes a estrellas a las que El País Semanal suele intentar poner de moda, produzcan verdaderas llamaradas de repulsa. También detecto en la mayoría de mujeres que conozco una tendencia muy marcada a considerar una amiga a Jennifer Anniston -que a mí, por cierto, me parece algo sosa y tontuela-, lo cual obedece a la necesidad de tomar partido por ella frente a Angelina Jolie, único personaje que supera a Bin Laden en millones de habitantes del planeta que le desean la muerte.





No las culpo, pues si bien mis allegadas sostienen hostilidades discutibles y, a mi entender, algo caprichosas, tienen el buen gusto de torcer los labios en sentido inequívoco cada vez que aparece José María Aznar en la tele. Jamás sabrá el caballero, quien sospecho que cree firmemente en su sex-appeal, la cantidad de españolas que elegirían morir si tal fuera la única alternativa a una noche de sexo desenfrenado con el ex-presidente. Si ese rictus de asco apareciera en tantas al cruzarse con mi cara, lo reconozco, mi frágil autoestima se tambalearía, pero es que yo -aparte de anónimo- no soy tan duro como Aznar, el cual ha aguantado más de tres décadas al lado de una esposa con la que no tiene sueños eróticos ni el salido del Colomo, uno que hostió al Encina y que dijo en el cole que le gustaba la Reina Sofía.





En cuanto a mí, hay un gusano de fuego que se me revuelve dentro cada vez que aparece en la tele Bimba Bosé. ¿Por qué? No estoy seguro, creo que me molesta especialmente ese airecillo, muy del mundo de la moda, que cree saber mezclar el presunto rupturismo de la moda de vanguardia con el oportunismo por estar en todos los saraos de la gente guay del país. Así, una puede decir que es cantante con una voz de mierda, y vestir las mayores mamarracheces con un peinado de panocha siempre y cuando sepa no descuidar sus buenas e influyentes amistades... pero eso sí, ante las fruslerías de la fama o el dinero pueden los mendas así poner cara de que las disfrutan solo de forma "irónica", un poco al estilo Warhol, qué listos. Podría hablarles también de Cristiano Ronaldo, que me molesta bastante, de la rabia que le estoy cogiendo últimamente a Leire Pajín -"compañeros y compañeras", pero ¿eres boba o qué?-... No me olvido de la insigne alcaldesa de Valencia, o de todos esos tipos que trabajan para la Cope, El Mundo y demás medios destinados a vivir de tantos y tantos españoles resentidos que han encontrado en Zp y los rojos la excusa perfecta para proyectar su rencor sobre una democracia que no asimilan.


Claro que, en cuanto apago la tele o la radio y regreso a mi propia vida, las canalladas de Pedro J. o los abdominales de Ronaldo se quedan en poca cosa ante mi vecino del octavo, el que coloca el coche en doble fila y me lanza agua todas las noches cuando riega sus plantas. Y eso no es nada: la cosa se pone peor cuando llego a mi trabajo y me encuentro a esa media docena de tipos y tipas que, al cruzárseme en el pasillo, habría que ponerme un sismógrafo para medir el nivel de rabia que en la escala Richter me produce tener que compartir, de alguna forma, mi vida con ellos. ¿Merecen mi odio? Sinceramente no lo sé, pero es como lo que una vieja amiga me dijo: "es lo que tiene eso de ser fea, que una no lo elige".



¿Y los que me odian a mí? Los hay, no tengo ninguna duda, aunque sospecho que la mayoría no están dispuestos a asumir el esfuerzo y las incomodidades de intentar dañarme, de manera que han optado por olvidarme... y en todo caso tienen el buen gusto de hacer como que no me ven cuando se me cruzan por el camino. No sé si merezco su rencor: me digo que "fue un malentendido aquello que pasó", "tuve un mal momento", "no pretendí nunca que"... Tonterías, eran unos idiotas y se merecían lo que les dije o lo que les hice... O quizá no, pero ellos cargaron con las culpas de tantos y tantos a lo que debí decir a tiempo lo que pensaba de ellos y la cosa terminó pudriéndoseme dentro. No es bondad ni espíritu reflexivo lo que me impide a veces ceder a mis primeros instintos: bastaría que me doliera continuamente la pierna como al Doctor House para que el tipo más o menos sensato y amable que ustedes conocen dejara lugar al hurón malhumorado y lleno de cólera que llevo dentro.




No pretendo extraer ninguna moraleja de toda esta impúdica exhibición de los horrores que pueblan mi alma, y eso que seguramente no les he contado los peores. Pero hay algo que sí me sirve cada vez que me acuerdo de Heráclito, aquel primer profeta de la historia de Europa, el cual reprochó al tierno rapsoda su ingenuidad por anhelar un mundo del que estuviera ausente la discordia: "conviene saber", dice el de Efeso, "que el conflicto es común a todas las cosas y que la discordia es justicia...No hubiese armonía si no existiesen agudo y grave, si no hubieran macho y hembra, que viven en mutua oposición."




El verdadero sueño dogmático del que debe sacarnos Heráclito es el de la reconciliación universal, el de seguir mirando a un horizonte donde los leones no persigan a los ciervos, los poderosos no utilicen su poder o se pueda dialogar -como creen quienes se toman demasiado en serio a Habermas- sin ataduras, ni presiones... Como si fuera posible vivir sin que los demás nos pusieran condiciones, como si en cada paso que damos no estuviéramos sujetos a los vientos de lo que otros desean hacer con nosotros, los que nos aman, los que nos odian y los que simplemente esperan al momento en que les seamos útiles.




De vez en cuando -deben ser síntomas de envejecimiento- se instala en mí la bobería de colegio de curas que me incita a intentar sofocar los fuegos que crecen a mi alrededor. A mí, que aunque ustedes ya han descubierto que soy bastante cabrón me sobra pereza para la crueldad, no deja de fascinarme la tenacidad con la que algunos de los que me rodean se entregan al odio, lanzándose a guerras despiadadas con vecinos, familiares o compañeros de trabajo. La resistencia en el rencor, la resuelta voluntad de intentar destruir al elegido a cada momento y con cada acto, llega a horrorizarme de tal forma, que algo dentro me dice que tengo que intentar que la sangre no llegue al río, que he de sofocar los fuegos y aplacar las furias.

Ridículo. El polemós mantiene vivos muchos de los fuegos que este mono malintencionado viene encendiendo sobre los páramos del planeta desde hace un millón de años, luego es mejor no rezar más por un mundo sin conflictos. Los hostiles cuidan de nosotros, nos obligan a estar alerta, como los gatos, que nunca duermen del todo; el enemigo nos impide relajarnos. Y además tiene algo casi erótico: debe ser eso tan profundo que se agita dentro de los espectadores del circo romano o de las luchas de chicas en el barro lo que conduce las miradas de todos cuando dos se enzarzan en la más encarnizada de las batallas. Suelo pensar que soy mejor en el amor que en la guerra, pero sospecho que es una ingenuidad: solo podemos amar con verdadera pasión aquello que estamos a un paso de odiar. No es el miedo que tengo a hacer daño o la vocación scout de apagafuegos que me asiste cuando me encuentro la discordia lo que puede hacerme valioso, por más que suele ser eso lo que más dicen valorar en mí aquellos que, sospecho, no me quieren ni me odian lo bastante.




"No es vuestra piedad, sino vuestra valentía lo que ha salvado a los náufragos", dice Nietzsche. No dejemos secarse el jardín de la discordia, no sea que después no quede sino el yermo.














Saturday, March 13, 2010













1. ABARATAR LA DEMOCRACIA, esa es la fórmula que con demasiada frecuencia viene usándose en los últimos tiempos para solucionar problemas en España. No me crea una gran preocupación patriótica que en el extranjero -y muy especialmente en naciones como Gran Bretaña o Francia, históricamente propensas a vernos como un infierno de inoperancia- España esté sustituyendo la imagen de "país milagro" por la de península norteafricana cutre, tribal, corrupta y feudal. Yo creo que, en estos casos, es mejor no dejarse atraer demasiado por los extremismos, tanto para no dejarse fustigar por quienes en el fondo celebran que nos vaya mal a los del sur, como por ese casticismo al revés que disfruta flagelándose -lo cual tiene bastante de mesiánico y de noventayochismo trasnochado-, como si fuera un destino e irremediable que a España siempre se le acaben desmoronando todos los gigantes que consigue levantar.


El asunto que se ha liado en torno al Juez Garzón está siendo leído en esos términos más allá de los Pirineos. En Hispanoamérica no conciben que una personalidad tan brillante sea perseguida de esa forma por sus propios compatriotas, los cuales más bien habrían de estar orgullosos de tener por fin a su Gandhi, su Luther King o su Mandela. Sin entrar en la demagogia de si aquí solo nos alegramos de tener al tontarras de Fernando Alonso o a la voz de pito de Penélope Cruz, creo que -para entender la soledad del Juez en su propio país- será bueno recordar lo mucho que han dicho nuestros escritores sobre el cainismo hispánico: "mucha sangre de Caín tiene la gente labradora", versó Machado en las tierras de Alvargonzález.


No quiero en cualquier caso darle demasiadas vueltas a los supuestos invariantes eternos del cuajo celtibérico... Al final, la cosa es bastante simple: a Garzón lo van a intentar apartar de la carrera judicial porque él se lo ha buscado. Hace como unos veinte años, en una supuesta feria literaria alternativa me topé con el ejemplar de un libro escrito por un periodista vasco asociado al independentismo que prometía en la portada "desacreditar" la imagen del Juez Garzón, el cual había conseguido astutamente deslumbrar a muchos ingenuos. Ojeé brevemente el volumen y decidí no perder ni un solo segundo más con la sarta de mentiras, supuestos improbables, teorías conspirativas y demás memeces con las que se me pretendía convencer de que el Juez de la Audiencia Nacional ordenaba torturas o asesinatos y conculcaba todo tipo de derechos. "Que daño le ha hecho Garzón a los violentos", pensé... y olvidé aquel torpe escrito para siempre.


Desde entonces, el tiempo no ha hecho sino confirmar una evidencia que, en realidad, es de puro sentido común: quien osa ir sistemáticamente contra gente poderosa vive sus días y sus noches asomado al abismo. Garzón ha tenido el coraje de llevar a la práctica el principio de que es una obligación de la Justicia acabar con la impunidad, esa cosa terrorífica en la cual se instala el crimen cuando se hace tan fuerte que llega incluso a convertirse en institución. "Un mundo sin miedo", tituló Garzón a uno de sus ensayos, todo un programa de acción y el síntoma de una cierta ingenuidad utopista -como si se pudiera de verdad acabar con los matones, los explotadores, los que abusan, los que aterrorizan-... acaso una ingenuidad sin la cual no podría sostenerse ni un minuto un personaje tan extremado, tan imponente...

No es preciso recordar la legión de enemigos que el juez de la Audiencia Nacional ha ido buscándose. Pero hay algo en común entre políticos corruptos, sátrapas sudamericanos, terroristas de Estado, asesinos creados por el fanatismo político o racista, narcotraficantes... coinciden en creer en sus mejores momentos que son intocables, que van a poder seguir robando, ordenando torturas y asesinatos y amedrentándonos a todos porque no va a haber quien se atreva a plantarles cara. Qué pequeños parecen entonces los felipistas que todavía quedan y nos recuerdan que Garzón es arbitrario en las instrucciones; qué desfachatez la de Pedro J.Ramírez y toda esa derecha tan cínica y tan mísera que jaleaba al juez cuando perseguía al Señor X y ahora, cuando -con idéntica voluntad de hacer justicia- va contra su gente, lo convierten en poco menos que el demonio; qué ridículos aquellos que insisten en que tiene ansia de protagonismo... Qué insignificante resulta todo lo que se mueve desde hace más de dos décadas contra Garzón, hasta qué punto puede llegar la mezquindad a unir contra un solo hombre a Pinochets, terroristas de Estado o etarras que se han pasado la vida disparándose entre ellos.

Hace ya tiempo que dejé las medias tintas con Garzón. Si llego a viejo explicaré a mis nietos que aquel hombre al que no conocieron era el mejor de entre nosotros. Baltasar Garzón es la figura más excepcional que ha dado en treinta años la democracia española. Por eso van tantos poderosos contra él, por eso debemos resistirnos, aunque no debamos llevar una camiseta con la inscripción "yo también soy Garzón"... ya me gustaría serlo.

2. LIBERTAD DE EXPRESIÓN. Suelo andarme con cuidado con este concepto porque estoy un poco resabiado. Me pasa como con la "objeción de conciencia": son principios claves de la lucha por los derechos civiles, pero terminan apropiándoselos con frecuencia grupos que en su origen se dedicaron a luchar contra ellos. En este país, por ejemplo, creo que por falta de ilustración y por exceso de desfachatez, hablan de "libertad religiosa" continuamente quienes han vivido eternamente felices imponiendo la intolerancia de la "fe verdadera" a machamartillo, es decir, quienes no tienen mayor temor que el de perder los privilegios que determinan justamente que la libertad de conciencia siga siendo inexistente. Podríamos hablar también de quienes defienden la libertad de elección para poder elegir servicios que no alcancen a los pobres, o quienes hablan en nombre de la libertad económica frente a la supuesta "voluntad intervencionista" de los gobiernos cuando ven en peligro sus oscuras tramas empresariales o simplemente se les recuerda que hay que pagar a Hacienda. En cuanto a la libertad de expresión, cuántas veces es esgrimida por toda esa legión de delincuentes que gobiernan la prensa del corazón y viven de destrozar las vidas de las celebridades que ellos mismos han inventado.

Por todo ello, y para evitar ambigüedades, creo que es bueno referirse al asunto de las fotos censuradas en estos días en el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad. Esta muestra anual de las mejores imágenes del año montada por la Unió de Periodistes contiene fotografías que incitan a la reflexión, que contienen esa capacidad para connotar que distingue los productos realmente interesantes de todo ese juego de imágenes oficialistas con las que, por ejemplo el Canal Nou, se contenta el mal periodismo. Pues bien, aquí estamos ante un caso de libro de libertad de expresión conculcada. Tiene todos los ingredientes: un segundón patético que se chiva al jefe cuando la exposión se inaugura, un jefazo que -sin ver las fotos- ordena arrancarlas, el escándalo que se monta y el jefazo que miente al decir que fue "de mutuo acuerdo" con el director del Museo, el director que dimite por dignidad, el escándalo que estalla definitivamente y crea un ejército espontáneo de defensores del director, la exposición que se reinaugura en otra sala que se llena hasta los topes y se convierte en símbolo de resistencia contra los abusos de poder... En fin, no hace falta seguir, todo suena a muy visto, pero a muy visto en aquellos tiempos en los que salir a la calle a decir lo que uno pensaba todavía era peligroso.

Me recuerda a aquello que hacían nuestras madres de arrancarnos las páginas de Interviú donde salían tetas, que las arrancaban y uno se quedaba con las ganas y pensando en que si algo no te lo dejaban ver es que tenía que ser muy bonito. Me pregunto qué hay en dichas fotos que nuestros queridos gobernantes -sin duda por nuestro bien- consideran que no estamos preparados o mentalmente maduros para contemplar. Es un poco ridículo todo esto, la verdad, aunque ayuda a que todos nos sintamos un poquito más jóvenes. Yo de Camps mandaría a los grises e inauguraría un par de pantanos, a ver si se completa el escenario del esperpento neofranquista.

3. PREPOTENCIA. Me deja tan frío que eliminen al Madrid como que gane la Copa de las Galaxias, pero sí tienen cierta gracia sus debacles por la repercusión que tienen en la prensa deportiva, donde automáticamente se desencadena todo un dispositivo de propaganda destinado a ilusionar a la gente con nuevos fichajes, presionar a los árbitros para que chinchen al Barça, cargarse al entrenador o hacer crecer la teoría de que en Europa hay un contubernio contra España. Sin duda está dirigido por los judeo-masones. ¿Por qué atacar al Madrid? Pues porque el Madrid somos todos, ¿no lo sabían?

Lección para mis alumnos: la prepotencia es el primer paso hacia la debacle. Desde Titanic sospecho que el iceberg que ha de hundirme es un pequeño trozo de hielo que vaga abandonado por el océano. No lo veo venir, parece insignificante, pero está ahí, esperando pacientemente hasta el momento de salir a mi encuentro. Despreciar al rival no es un síntoma de poderío ni de talante aristocrático ni de ninguna de esas banalidades líricas que gustan a quienes no debieron jamás abrir un libro de Nietzsche: la prepotencia es en realidad un signo de barbarie. Es bueno sentirse capaz de todo, sentir el orgullo de ser quien se es, pero creerse mejor o pensar que el rival es un idiota... no conozco peor manera de equivocarse. El estrépito que produce el culo del soberbio cuando cae solo merece una sosegada sonrisa. Aunque si alguien tiene problemas de vocabulario seguro que a esto lo llama "envidia", qué le vamos a hacer.

Friday, March 05, 2010













DINERO







Durante gran parte de mi vida, acaso por una ingenua interpretación de los textos de ese ídolo de juventud que es Nietzsche, consideré que era cosa de hombres pequeños y envidiosos reprochar a los ricos su riqueza. En realidad, ya entonces sospechaba que en ningún sitio puede encontrarse mayor colección de estafadores, ladrones y desaprensivos que en una reunión de potentados, altos ejecutivos, financieros y especuladores, por más que creo que uno ha de tener la lucidez suficiente para ponerse del lado de los débiles solo al precio de saber que estos están más o menos hechos de la misma pasta que los triunfadores. Sin embargo, me parecía cosa de mal gusto retorcerse de rabia sobre el sillón mientras un millonario se pone hasta el culo de caviar beluga, entre otras cosas porque no tengo especial interés en comer dicha marranada. Ni siquiera suelto espumarajos por la boca cuando veo al Mr Burns de turno con una superwoman, quizá por ese romanticismo de desear que, puestos a que se acuesten conmigo por dinero, mejor me voy de putas, y porque, en el fondo, siempre he sospechado que las chicas superpijas y monísimas follan de pena.




No soy, por supuesto, impermeable a la envidia. Deseo fervientemente ciertas cosas que otros tienen, y algunas de ellas podrían adquirirse con dinero. Sin embargo, advierto que aquello en lo que los hacendados suelen emplear su fortuna raramente es objeto de mi deseo. Podría lamentar, por ejemplo, no cenar esta noche en Oscar Torrijos, no tener una entrada de palco para el fútbol o no poder esquiar este sábado en los Cárpatos, pero, la verdad, creo que lo que esta noche amenaza con robarme el sueño no son tales cosas. Daría cualquier cosa, por ejemplo, porque Emery me pusiera el domingo en Mestalla. Envidio mortalmente a quienes tienen tal oportunidad, pero, aparte de que si Emery cometiera tal error haría el ridículo y el estadio entero se mofaría de mí, entiendo que este tipo de cosas, como la mayoría de las que realmente deseo, como ser más guapo, más listo, menos perezoso, que me quieran más las chicas o que mis padres no enfermen ni mis sobrinos sufran, no voy a conseguirlas con dinero. En suma, y pese a a que a algunos les suene a tópico de conformistas y perdedores- qué demonios querrá decir eso de ser un perdedor- sospecho que no se es más feliz por ser más rico. En todo caso, se ha de trabajar mucho más, cosa que no me apetece en lo más mínimo y se ha de ser mucho más cabrón que yo, que tengo pereza para la crueldad y no disfruto chafando cuellos. También se puede ser un pijo heredero que no ha pegado golpe en la vida, pero los que conozco son completamente incapaces de valorar lo que han recibido, pues jamás tuvieron paladar para degustar el sabor de todo aquello que poseían. Es así de limitada la condición humana: solo llegamos a encontrar la poesía de un vaso de vino y un cigarro sobre una mecedora cuando hemos pasado el día entre el sudor y el barro de la viña.




No me gustan los ricos, y no pienso caer en la candidez de cierto viejo conocido, adicto a las películas de Frank Capra -ya decía mi abuela que "hay gente pa tó"- que se cree todavía que al rico se le puede ablandar el corazón con buenas palabras. Sin embargo, me parece igualmente cándido aquel hábito de pensamiento, muy hispánico en el fondo y también muy hipócrita, que parece poder despojar al dinero de cualquier valor. Los anglosajones, al contrario que los católicos, construyeron su prosperidad a partir de la convicción de que el esfuerzo de perseguir el enriquecimiento tiene un valor espiritual. La tradición católica explica que, por ejemplo en el imaginario quijotesco de los españoles, se considere el dinero como cosa de judíos, usureros y contables, gentes mezquinas y habituadas a trabajar con las mismas sucias manos con las que se cuentan las monedas, algo despreciable en tierras donde lo deseable es ser hidalgo o clérigo. Sería un miserable si no supiera agradecer el dinero que mis padres emplearon por ponerme gafas cuando perdí vista, sufragar mis aventuras juveniles o comprarme los libros del colegio.



Quiero pensar que mis reservas hacia la obsesión por el dinero van por otro lado. Lo diré de una vez: no paro de encontrarme personas que no parecen tener otra obsesión en la vida que llenarse de pasta. El deseo de atesorar les ha convertido en seres odiosos. He conocido personas -gentes muy normales y cercanas, no hablo de grandes cresos ni de aristócratas de Frank Capra- que eran capaces de los peores engaños y las deslealtades más despreciables por robarte. He prestado dinero a presuntos amigos que pasaron años sin perder ni un segundo en preocuparse por devolvérmelo, como si a mí ganarlo no me hubiera supuesto ningún esfuerzo. Alguno, por cierto, no lo devolvió nunca, y es probable que crea que me he olvidado de la deuda solo porque jamás he vuelto a recordárselo, seguramente porque tengo la ingenua pretensión de que no soy yo quien tiene la obligación moral de insistirle sobre el asunto. Recuerdo a un tipo que me robó a mí y a otras personas y que acabó presentándonos un documento de su psiquiatra que lo presentaba como "ludópata y adicto a las compras", que es como las ciencias de la mente llaman ahora a ser un maldito ladrón hijo de perra.






Conozco personas con tanta desfachatez que no se sustraen a la tentación de mostrarte su preciosa casa, su nuevo coche o sus exóticos viajes, parte de lo cual consiguen a costa de timarte, no cumplir con las obligaciones profesionales con las que otros hemos de cargar o explotar miserablemente a pobres desgraciados.






Money, money... En su imprescindible La filosofía del dinero, George Simmel explica que el dinero instaura en el mundo contemporáneo una cultura que mercantiliza todas las relaciones humanas. El dinero convierte todo en lo que Marx llamaba valor de cambio, es la abstracción que fetichiza los bienes y reduce lo cualitativo a pura cuestión de cantidad, lo que revela el destino neurótico y cosificador del capitalismo. A modo de vector nivelador, el dinero lo traduce todo, incluso lo más refractario a las equivalencias, al cinismo de lo intercambiable: todo tiene un precio, todo puede comprarse con dinero. Desde del mito del Rey Midas, es decir, desde siempre, sabemos que no hay peor forma de equivocar la propia vida que creer que todo puede comprarse. No es otra la maldición de Caín, el agricultor, personificado en la inolvidable del Citizen Kane de Orson Welles. Podrido por la fortuna que ha ido atesorando, Kane, trasunto del magnate Randolph Hearst, cree poder obligar al mundo a amar la horrible voz de su esposa, nefasta cantante de ópera, cree poder obligar a ella a amarle, cree poder coleccionar la belleza del arte encerrándola en su delirante palacio de Xanadú. Al final, Kane muere abandonado por todos los que llegaron a quererle, rodeado de todos sus estúpidos fetiches en una estancia inmensa donde los espejos reproducen su imagen con una recurrencia infinita... Sólo un insignificante juguete, la miniatura de una casita en la nieve, le trae en el último momento el sabor olvidado del ser humano que arrancaron del único verdadero paraíso, la infancia, pero Kane ya no puede entenderlo y muere en la inflación de su enloquecida ambición.





Pobre y perdedor, debería sentirme fatal conmigo mismo, pero no sé qué me pasa... no lo consigo.