
POBRES
CRIATURAS
Pocas celebraciones me tienen más a distancia que la del 28 de diciembre. Me quedaría con ese jolgorio infantil de las mentiras impresentables y los monigotes de papel clavados en la espalda de no ser porque la pretensión de beatificar la idiotez sólo puede ser propia de bárbaros. Esta perversa costumbre, tan católica ella, de invertir el orden natural de la virtud nos viene siendo suministrado a machamartillo desde hace milenios, lo cual explica que hasta sus mayores monstruosidades nos resulten aceptables. Por ejemplo, mientras en aras de la corrección política la izquierda aburrida exige al Vaticano que pida perdón por haberle chamuscado el culete a Galileo, nos pasan inadvertidos detalles como el de que el más famoso Inocente que ocupó el trono de Pedro era el hijo de perra que lanzó la llamada Cruzada Albigense, higiénica operación a favor de la ortodoxia -lucha contra el Relativismo lo llamaría hoy Ratzinger- que hizo correr a mares la sangre de los cátaros. Sus funcionarios armados entraron a sangre y fuego en tierras del Languedoc, pasaron a cuchillo a todo el que se encontraron y cumplieron con placer la instrucción papal de quedarse con las tierras y haciendas de los infieles mientras allá en lo alto Dios y los ángeles les hacían la ola.

Inocencio III fue, por tanto, lo contrario de lo que su nombre indica, pero tampoco estoy por reivindicar la sincera bondad, que es lo que haría uno de esos curas con barba que tocaban la guitarra y cantaban
Viva la gente en las excursiones. La inocencia me parece en realidad tan sospechosa como la culpabilidad, esa presencia obsesiva en los monoteísmos semíticos y que, en el cristianismo, equivale a la triquiñuela del "me sacrifico yo para pagar por los demás, pero así quedáis todos en deuda conmigo para siempre". Me quedo con aquello del héroe trágico de la antigüedad, ajeno a la inocencia por la vía del honor, y a su equivalente negativo, la culpa, por la vía de la vergüenza.
Claro que esto de la secularización de las comunidades contemporáneas tiene sus riesgos. Derrotada la teocracia en las sociedades ilustradas, estamos tan lejos como Nietzsche profetizó de librarnos de sus efectos tóxicos. De igual manera que el terrón de azucar muere por disolución, infectando el conjunto, la religión en nuestras sociedades va retirando sus imágenes más imponentes a cambio de dejar sus venenos por los recovecos del alma, esa que presume de haber dejado de necesitar a los sacerdotes. La inocencia pasa a convertirse entonces en paradigma de la sociedad. Por todas partes se reivindica la inocencia, es decir, la condición de víctima, la culpabilidad de Otro... Proliferan en los libros de autoayuda y en los mensajes new age las llamadas al niño que llevamos dentro, esto es, al hijo de puta egoísta, torturador de lagartijas e indigente moral que fuimos... Prospera la cultura de la queja, una de las más destructivas consecuencias de la mala educación democrática que nos empeñamos en abrazar como quien se abraza a los dulces facilones y empalagosos y a los programas basura de la televisión.

Un par de anécdotas me vienen a la memoria. Recuerdo el caso de un tipo que arruinó a sus familiares y allegados -en que me desvalijen por exceso de confianza suelo estar de los primeros en la fila- y acudió a los Juzgados con un informe psiquiátrico en el que se le declaraba enfermo por ludopatía y adicción a la compra compulsiva. Otro caso simpático: mi amigo Cabuto tuvo una novia que le dejó tirado en el arcén después de largos años de aguantarle todas sus memeces y se largó con otro -probablemente, que ya es difícil, aún más tonto que Cabuto-; pero ¿por qué me haces esto?, le preguntó estúpida e insistentemente: "pues porque me viene bien y me importa una mierda lo que te pase a tí", debería haberle contestado... pues no, era una idiota moral de tal calibre -no por dejar a Cabuto, en eso acertó- si no por la impresentable razón con la que creyó poder excusarse: "es la naturaleza... la sociedad nos impone unas normas que la naturaleza no puede cumplir..." y se fue tan campante mientras él, tiritando, quedó preguntándose si los verdaderos subnormales están en el cotolengo.

La inocencia invade el mundo; debería ser un derecho, "soy inocente", incluso cuando soy culpable. Es un recurso que utilizan hasta quienes con mayor naturalidad se alían con el mal. Por ejemplo, unos chicos, cuando murió Rudolf Hess en Spandau hace veinte años, llenaron muros con pintadas del tipo "Hess, martir por la paz". O sea, que algunos no simpatizan con los nazis por matar judíos o por invadir naciones étnicamente contaminadas, si no porque, muy al contrario, Auschwitz era un hotel donde arrullaban a los clientes por las noches y el Tercer Reich tan solo fue de visita por el Corredor de Dantzig. ¿Qué es eso del negacionismo sino un proyecto desculpabilizador, un esfuerzo por deshacerse de las responsalidades contraídas?
El mundo de la política ha brindado infinidad de situaciones rocambolescas respecto a la elusión de la responsabilidad y el compromiso. No sé si recuerdan el caso del ínclito Roca Junyent, probo padre de la Constitución, quien lideró a todos los efectos el Partido Reformista y, tras el colosal batacazo en las elecciones, dijo pies para qué os quiero retornando a la diestra de Dios Padre -Pujol- y dijo ofrecer su apoyo "a mis amigos los reformistas". Manda huevos. O acuérdense del igualmente ínclito Mariano Rubio, condenado finalmente por delitos contra la hacienda pública en su condición de mandatario del Banco de España y que, ante la pregunta del juez de si había utilizado información privilegiada para el lucro personal, dijo "no tener conciencia de haber hecho tal cosa". Sin comentarios.

Médicos que nos previenen contra nuestra propia gula, psiquiatras que nos ayudarán a no convertirnos en asesinos en serie, pedagogos que nos dirán que nuestro hijo no es un maltratador sino que maniesta su ansiedad y necesidad de afecto repartiendo hostias a diestro y siniestro, políticos a los que echar la culpa de no poder vender nuestro terrenito, los señuelos del patriarcado o el racismo para explicar por qué uno ha fracasado en la vida... la democracia entendida como sistema general de victimización es un chollo para los débiles y los cobardes, para ese miserable que llevamos todos dentro: nos permite eludir la mayor de las exigencias del hombre moderno, la de la autonomía moral -ese grito en favor de la emancipación proferido valerosamente por el viejo Kant hace más de doscientos años- arrinconando nuestra voluntad en la guarida de quien prefiere ser eternamente hijo, discípulo o siervo.
Todo ese querer ser niños para siempre, esa cultura de parque temático y palacios coloristas en que quieren convertir nuestras ciudades, esa resistencia contra toda forma de autoridad como la de los padres, los profesores o los sabios, ese "divertirse hasta morir" que nos venden en la publicidad... ¿no ocultará acaso formas de dominación nuevas y mucho más sutiles? ¿No habrán encontrado los mandarines la forma de, por fin, haber neutralizado cualquier poder de insurrección imbecilizándonos a todos sin recurrir al castigo y la prohibición como en los tiempos de Kant?
No me confundan con Herodes, amo a los niños... pero, cuidado, detesto el infantilismo. Lean a Bruckner:
"...el infantilismo en Occidente nada tiene que ver con el amor por la infancia sino con la búsqueda de un estado fuera del tiempo en el que se esgrimen todos los símbolos de esta edad para embriagarse y aturdirse con ellos. Se trata de una imitación, de una usurpación exagerada, y descalifica la infancia tanto como pisotea la madurez y prolonga una confusión perjudicial entre lo infantil y la travesura. El bebé se convierte en el porvenir del hombre cuando el hombre ya no quiere responder del mundo ni de sí mismo." (Bruckner, pp.100)
Feliz año y, por si le da por hacer promesas de nueva vida, recuerde: el grifo no tiene la culpa de que usted se beba el barril.