La verdadera razón por la que Hitler me parece un monstruo no es que se dedicara a matar gente a espuertas -en esto es un recordman mundial, pero tiene rivales sumamente competentes- sino porque su crueldad sin límites está amparada en un proyecto de exterminio frío, metódico y perfectamente racionalizado. Si ustedes leen Mein Kampf, un texto filosóficamente de ínfima categoría, se darán cuenta de que la degollina que vino después no hizo sino responder a un programa que ya había sido anteriormente urdido en frías instancias. Lo demás no fue mucho más que un cálculo de costes, porque incluso para matar hay que tener buenos gestores, y, puestos a borrar de la faz de la Tierra a judíos, homosexuales o gitanos, mejor hacerlo sin gastos extra.
El nazismo, en tanto que procedimiento de eliminación de desechos o sustancias indeseadas, alcanza niveles de pulcritud, rigor e higiene dignos de muchos Premios Nobel... de hecho, Auschwitz ya fue un campo de internamiento de discrepantes políticos antes de convertirse en el eficacícisimo y sofisticado laboratorio de la muerte masiva que terminó siendo en sus años más productivos. Ahora bien, no es cierto que carezca de precedentes en la historia, (como tampoco lo es que no haya tenido brillantes imitadores a posteriori, otra cosa es que morir siendo camboyano, iraquí o ruandés merezca menos Paseos de los Justos o Listas de Schindlers que hacerlo siendo judío... pero esta es otra historia)
Por ejemplo, en La posmodernidad y sus descontentos, Zygmunt Bauman habla de Fernando el Católico como el primero de los hombres modernos, si entendemos la modernidad como el periodo en que el ser humano apuesta decididamente por abolir el desorden, la ambigüedad y el equívoco de su vida para instalarse en la luminosidad de una Verdad sin contaminación ni mestizajes. El decreto de expulsión de los judíos en 1492 es el acto fundacional de un nuevo Orden cuya lógica ya no cabe en el estrecho círculo del espíritu medieval, demasiado convencido de que la presencia en nuestras calles de hechiceros, locos, leprosos y extraños de todo tipo es un designio divino contra el que nada se puede hacer. Desde aquel gesto nefasto con el que se celebró la conquista cristiana del último reino andalusí, el ser humano entendió que era posible expurgar el Mal de la sociedad, entendiendo el Mal como lo Otro, lo Distinto... todo lo que de alguna manera amenaza con contaminarnos... y con seducirnos.
Ese es justamente el sueño terrorista: creer en la posibilidad de hacer desaparecer a los que son distintos. Detecten sus efectos en cualquier nacionalista que se tome en serio todas esas necedades de "la sangre", "la tierra" o ese "nosotros" con el que, normalmente, no hacen sino decidir quien se queda fuera, quien es diferente y, por tanto, se declara viscosa su presencia y es susceptible de expulsión, arrinconamiento o esclavitud.

Sumo y sigo. Calles donde no se aspiraran olores a comidas con las que no nos educamos, debates sin opiniones adversas a la nuestra -alguna empresa podría ofertarlo-, supermercados donde las cajeras no ponen cara de fastidio y se limitan a sonreír bobaliconamente, tertulias donde todos nos dedicáramos a darnos la razón unos a otros, sin criterios discrepantes... cuerpos sin olor y a los que no hiciera falta tocar directamente, como en el sexo por internet, donde uno no acaba pringado con el sudor del otro ni tiene que respirar su aliento... Un esterilizado mundo de intenciones claras y verdades compartidas donde siempre pudiera saberse sin equívocos lo que quieren los otros, donde todo el mundo expusiera claramente sus intenciones y no cupieran ni la ambigüedad ni el maquillaje ni los signos ni los gestos... Las chicas que nos gustan dejarían de insinuarse -las muy perversas-, los gays dejarían de hacernos sentir lo profundamente ambigua que es nuestra propia identidad de machos alfa, los chicos en clase harían los deberes sin deprimirse aunque la compañera ame a otro...
Por eso merece la pena.