
EL MAL DE CAÍN
Referirse a la envidia supone incursionar en los cenagosos territorios de la sospecha. Cuando acuso a los envidiosos de haber escampado desde su padre Caín la semilla del mal por el mundo, presiento el riesgo del error -creer que los demás me envidian, es decir, creer que me consideran importante- y el de impostura -presentarme ante los demás como libre de tan feo vicio-. "Las lenguas envidiosas sean fritas", dice hace siglos el francés F. Villon insistentemente en el más famoso de sus poemas. "La envidia, deporte nacional", dice de sí mismo el español, tan aficionado
Es sensato pues desconfiar de las imputaciones de envidia, aunque solo sea por la prudencia intelectual de aceptar que no todo ataque a un personaje exitoso viene determinada por la pasión cainita. Recuerdo, por ejemplo, cuantas veces se insultó -en ocasiones de forma preventiva, antes de que nos pronunciáramos- a todos los que no considerábamos a Cela merecedor del Nobel, los cuales éramos no solo envidiosos sino además "malos españoles". Por lo visto, felicitarse de que un ilustre pelmazo, por no hablar de la repugnancia ética que a algunos nos merecían algunas de sus intervenciones públicas, era más meritorio que desear el premio para un escritor infinitamente más interesante que hubiera nacido en las selvas de Borneo... pero nadie ha dicho que el patrioterismo barato acabara cuando murió Franco y dejaron de emitir el No-Do.
Recelado por la auto-advertencia, me deslizo más confortado hacia la diatriba: creo que la envidia es el peor de los males. No me siento especialmente afectado sin embargo por su veneno, creo que porque mis insomnios no están especialmente poblados por sus demonios, o acaso también porque como la gente piensa que estoy un poco loco no soy objeto de excesivos rencores por mis riquezas materiales o espirituales, las cuales son por cierto más bien magras. Y sin embargo, he visto demasiadas veces a la envidia pasearse por las aceras de la vida como una emperatriz... y el daño es inimaginable. La ira de la bruja ante el espejo que le recuerda que Bla
ncanieves es más bella... ¿cuánto mal habrá hecho?

Un sencillo ejemplo tomado de la vida real y que viví de cerca. Una joven trabajadora sin ese lujo que se llama contrato ejerce su labor de manera entregada y admirable. Se le van encomendando faenas cada vez más sofisticadas y, ante la sorpresa de la jefa, que hasta entonces la consideraba una pobre niña tonta, demuestra estar a la altura una y otra vez. Un mal día, la bruja conoce al novio de la joven y comprueba que él es mucho más de lo que ella ha tenido nunca... observa entonces que la joven es popular por su simpatía entre sus compañeros... Es entonces cuando se desencadena la furia destructora de la envidiosa. Llega el acoso, las acusaciones falsas de inoperancia y falta de destreza, el trato vejatorio... Una mañana la joven advierte que la bruja repugnante incluso compra la misma ropa que ella... No hay duda, se trata de destruir a aquel al que los dioses han entregado dones que la bruja cree merecer para sí. Un soldado llega un día a la oficina con el corazón de la joven dentro de un cofre. Esta ha abandonado el lugar porque no quiso tragarse más humillaciones a cambio de un sueldo miserable. El respeto a sí misma, a su propia dignidad, se convierte en virtud más envidiable que la belleza o la ju
ventud.

Deberíamos temer mucho más la venganza del rencoroso cuando obtenemos un éxito -que a él en nada tendría por qué afectar- que cuando le hemos atacado directamente dejándole la cara marcada de un zarpazo. El triunfo es más escandaloso e intolerable...la propia mediocridad la soporta el envidioso solo al precio de que en sus alrededores nadie salga del barro. Recuerdo el caso de una joven bellísima a la que algunas de sus amigas amedrentaban continuamente, manteniéndola en silencio, sin derecho a opinar ni a manifestar sus sentimientos... solo así podría tolerarse su hermosura.
Conozco personas que se han criado juntas. Cuando uno del grupo empezó a respirar el aire del triunfo, los demás entregaron su vida al deseo de verlo morder el polvo. Cuando esto al fin sucedió, cuando vieron al exitoso caer de bruces a tierra, elevaban el puño al cielo, canallas miserables, agradeciendo al destino que les hubiera concedido tan sublime placer. Pírrica victoria, pues el derrotado mantenía la frente alta, digno también ante el fracaso... de manera que era, una vez más, el envidioso el que mostraba a los dioses que no se habían equivocado con ninguno de los dos.
Envidia - in video- la mirada del envidiosoes torcida y aviesa... profunda, sí, pero dañina. No es extraño que la más antigua de las maldiciones -el Mal de Ojo- sea provocado precisamente por un juego de miradas. Sí creo pese a todo en la posibilidad de la mirada no dañina. Un pintor me confesó una vez que durante toda su vida había odiado los cuadros de Velázquez... hasta que
descubrió que lo que no soportaba era la genialidad de aquel pincel inspirado por los ángeles que a él jamás le asistirían tan generosamente. Admirable honestidad la de este envidioso. Yo, por mi parte, he aprendido a entender que el mundo podrá pasarse sin mí más fácilmente que sin Velázquez, por no hablar de Rafael, no el pintor de Urbino, sino el presidente de mi comunidad de vecinos, o del enfermero que atendió a mi hermana durante meses en el hospital... Envidio su coraje, su talento, su resistencia... Quizá después de todo la envidia pueda ser la antesala de la admiración. Vayan siempre que puedan a la sala Velázquez del Museo del Prado, morirán de envidia, hijos de la estirpe maldita de Caín.
