
HE FRACASADO
He dejado la cafeína y, debo decirlo, me siento como un ex yonqui. Me entran ganas de acudir a una reunión y decir, “me llamo David y tomé varios cafés diarios, algunos muy cargados, durante décadas… Soy la prueba viviente de que es posible dejarlo”. Y los asistentes a la reunión de Cafeinómanos Anónimos me vitorean a rabiar e incluso algunos me besan y abrazan paternalmente. No se deja gratis una droga, ya lo saben ustedes. A la previsible consecuencia de los primeros días, un tenaz dolor de cabeza, se une la sensación de que uno es algo más lento y desmemoriado, como si no encendieran tantas luces en el cerebro como cuando te drogabas… vamos, que soy más tonto, pero o me he acostumbrado a mi estupidez sobrevenida o, como el dolor de cabeza, tan solo fue un efecto fugaz del síndrome de abstinencia.
De los otros vicios he optado, al menos de momento, por no quitarme. Excepto uno, el peor de todos, el delirio por excelencia, la megalomanía…Lo diré de una vez por todas: superada la barrera mágica de los cuarenta, creo que he conseguido por fin, el mayor de los éxitos, el más paradójico, el de reconocer al fin que soy un fracasado. Fue Cioran quien declaró haber llegado a sentir una perplejidad única al comprobar, tras haber dejado una adicción compulsiva al tabaco, que seguía habiendo personas que adoraban a ese cigarrillo que había sido su Dios durante su vida. La condición de ex yonqui de cualquier cosa la imagino exactamente como Cioran: un tipo sentado en el jardín de un sanatorio como el de “La montaña mágica”, de Thomas Mann, observando a la gente, maravillándose de que los jóvenes corran ansiosos en busca de no se sabe qué… Un hombre dañado y con cicatrices en la mirada pero libre al fin de la odiosa obligación de tener qué hacer toda esa serie de cosas que vienen en los manuales sobre cómo ser un
triunfador.
Yo me lo he dejado. Ya no quiero ser el tipo con el que soñé ser, no es que me haya resignado a no serlo, es que –permítanme esta pequeña victoria- es que no estoy dispuesto a perderme un solo atardecer más por el estrés de querer “ser alguien”. (¿y qué significa “ser alguien”?, buena pregunta). Una de las cosas que he ido descubriendo es que el talento es la primera palabra que deberíamos borrar de nuestro diccionario del uso cotidiano. No hay peor manera de equivocarse con respecto a uno mismo que creerse “persona de talento”. Los ejemplos son innumerables. Recuerdo el caso de un alumno al que un psicólogo había catalogado como “superdotado”. Sigan mi consejo, no crean nunca a quien les diga de sus hijos que son unos superdotados, salvo que tengan un pene como el de Rocco Sifredi, en cuyo caso podrán acreditar su talento en el cine. (“Pa to hay que valer”, decía mi abuela) Aquel niño fue el mayor de los cretinos que se ha sentado delante de mí en un pupitre, un pobre diablo que jamás hará nada en la vida pero que pudo permitirse el lujo gracias a un astuto comecocos de poder mirar por encima del hombro a los demás. O lean a Landero. Piensen en el Faroni de la imprescindible “Juegos de la edad tardía” o el Tomás Montejo de la reciente “Hoy, Júpiter”. Pobres infortunados con la cabeza llena de delirios que esperan su golpe de suerte, su agente descubridor. Quien como Faroni enloquece es capaz de terminar viendo gigantes donde solo hay molinos e inventarse un mundo delirante donde se cumple su destino de hombre excepcional. Otros muchos pasan el resto de sus días maldiciendo a su mala suerte, la impostura de los enchufados de la literatura o la corrupción de los negocios editoriales que no tienen agallas para promocionar más que a los escritores facilones y consagrados. Qué mala suerte, sí.

No se engañen, un escritor no es Almudena Grandes ni Muñoz Molina, la literatura tiene todo un ejército de infantería de tipos que usted se encuentra diariamente en el metro, empleados de banco, maestros de escuela o simples cesantes que se presentan a todo tipo de juegos florales de no sé qué pueblo de la serranía y no llegan ni a ganar el Premio de la Combatividad, pese a que, por su insistencia, es el que realmente merecerían.
Yo creo estar algo más vacunado que otros contra el fracaso porque, aparte de que empecé a sufrir revolcones académicos a la tierna edad de seis años (siete suspensos con la Señorita Nati ), experimenté el primer sentimiento realmente insoportable de dolor del alma la tarde en que no fui seleccionado para formar parte del equipo del colegio. Sigo creyendo que aquello fue una injusticia y que pusieron a algún que otro enchufado. Claro que eso ya lo había barruntado de alguna forma en cuerpo ajeno una mañana en el aula algún tiempo antes. Entró en clase de la Señorita Nati el director del colegio y nos preguntó qué deseábamos ser de mayores. Molano, un tipo excelente que se sentaba a mi lado, había insistido desde que lo conocíamos en que sería portero de fútbol, todo un gesto heroico ante nuestras fruslerías de “abogado, médico, oficinista…” y similares. Una vez tuvo incluso los cojones de declararlo ante la mismísima Señorita Nati… Pero aquella mañana se arrugó como una pasa. Mientras todos nos sometíamos a la corrección política y contestábamos lo que aquel sátrapa quería oír, le llegó el turno a Molano… Allí estábamos todos expectantes. Nunca olvidaré como bajó la vista antes de contestar, derrotado, y apenas se le escuchó decir: “
¿yo?... empleado de banco, como mi padre”
Abandonadas mis esperanzas como profesional del fútbol tomé dos resoluciones. La primera fue no perder la ocasión de asar a patadas en los recreos a todos los que habían seleccionado injustamente en mi lugar. (¿Vengativo? No, no, justiciero más bien). La segunda fue concentrarme en mi futura fulgurante carrera novelística. Pensé en los títulos que irían jalonando mi trayectoria, en los premios, en los escándalos generados por los rumores de llevar una vida de vicio y perversión al estilo de Rimbaud, en mi agria polémica con cierto magnate de la prensa… Como Woody Allen en “Sueños de un seductor”, he tramado mi vida viendo reflejada en el espejo la cara de Bogart quien –mientras se enciende con aire de tipo duro un cigarrillo- me recuerda que a la chica solo te la llevas si le das un bofetón y luego la besas… todo ello con el mismo gesto interpérrito de jugador de póker y sin apagar el cigarrillo ni derramar la copa de whisky.
Pero ya lo ven, tiro más bien a tontito, de manera que he rebajado el nivel de mis expectativas. ¿Y saben?, no me siento peor por ello, eso es lo que más despierta mi curiosidad. Veo la cantidad de horas, de frustraciones, de ejercicios de repugnante reparto de jabón y comidas de culo, de síes y de noes, de “la cosa va mejor”, de toda esa sarta de inútiles patrañas entre las que se va tejiendo el día a día de alguno de mis conocidos con esperanzas de triunfar que me deja la conciencia muy tranquila estar lejos de tales delirios. Todos tenemos –ustedes también- un enano dentro que nos invita a creer que somos seres excepcionales. En realidad lo somos, cada uno de nosotros es único y singular. A ustedes no se lo parece, pero mi experiencia de mirar la Plaza de San Marcos mientras descargaba una tormenta sobre la laguna de Venecia es irrepetible, es solo mía, aunque usted también vaya al mismo lugar y consiga que llueva. Y hay algo todavía más interesante. El chico del aula en que menos se fija nadie guarda entre las cejas tesoros inigualables, el vecino que parece tener la vida más anónima es el que ha vivido las aventuras más excepcionales, los sucesos más irrepetibles... Es solo que no pensamos en ellos, que esas personas tienen la elegante discreción de abandonar el foro del gran teatro del mundo por las puertas laterales, sin hacer ruido, sin pretender absurdamente ser el centro de atención de todos.
Son momentos como aquel de San Marcos los que dirigen hoy todas mis ensoñaciones. Una vieja amiga me contó que entendió de qué iba esto de la vida una tarde, mientras tomaba café en la terraza de un bar ante la playa con su madre. Aquel día, su madre no estaba más pesada que de costumbre y no recordó sus múltiples dolencias ni el error “Rosita, de que no te hayas casado”. Rosa miró al mar mientras acariciaba al perro y pensó que estaba relajada como nunca lo había estado. “Entonces descubrí que ya había abandonado hacía mucho la pretensión de salvar al mundo, que ya no quería dejar huella, que ya ni siquiera me importaba que la gente admirara
mis esfuerzos…”
Creo, como Falstaff, que el día en que deje de soñar será el de mi muerte… Pero también creo que no hay bien más preciado –junto al de la libertad- que el de la lucidez. Sentado sobre la terraza del sanatorio con los demás convalecientes del delirio de grandeza descubro que solo tienen auténtico sabor los atardeceres cuando uno escapa a la obsesión de estar destinado a “ser alguien”. Aún resuenan en mi recuerdo los vítores de los aficionados el día en que debuté con la Selección o en que me dieron el Nobel. Pero, la verdad, ahora mismo me conformo con hacer reír de vez en cuando a mis alumnos, que ninguna llamada de teléfono me estropee el atardecer en el balcón, que no se averíen ni la nevera ni la lavadora, que mis padres no enfermen y que ella se quede conmigo también esta noche.
Voy a acabarme la taza de té.
He dejado la cafeína y, debo decirlo, me siento como un ex yonqui. Me entran ganas de acudir a una reunión y decir, “me llamo David y tomé varios cafés diarios, algunos muy cargados, durante décadas… Soy la prueba viviente de que es posible dejarlo”. Y los asistentes a la reunión de Cafeinómanos Anónimos me vitorean a rabiar e incluso algunos me besan y abrazan paternalmente. No se deja gratis una droga, ya lo saben ustedes. A la previsible consecuencia de los primeros días, un tenaz dolor de cabeza, se une la sensación de que uno es algo más lento y desmemoriado, como si no encendieran tantas luces en el cerebro como cuando te drogabas… vamos, que soy más tonto, pero o me he acostumbrado a mi estupidez sobrevenida o, como el dolor de cabeza, tan solo fue un efecto fugaz del síndrome de abstinencia.
De los otros vicios he optado, al menos de momento, por no quitarme. Excepto uno, el peor de todos, el delirio por excelencia, la megalomanía…Lo diré de una vez por todas: superada la barrera mágica de los cuarenta, creo que he conseguido por fin, el mayor de los éxitos, el más paradójico, el de reconocer al fin que soy un fracasado. Fue Cioran quien declaró haber llegado a sentir una perplejidad única al comprobar, tras haber dejado una adicción compulsiva al tabaco, que seguía habiendo personas que adoraban a ese cigarrillo que había sido su Dios durante su vida. La condición de ex yonqui de cualquier cosa la imagino exactamente como Cioran: un tipo sentado en el jardín de un sanatorio como el de “La montaña mágica”, de Thomas Mann, observando a la gente, maravillándose de que los jóvenes corran ansiosos en busca de no se sabe qué… Un hombre dañado y con cicatrices en la mirada pero libre al fin de la odiosa obligación de tener qué hacer toda esa serie de cosas que vienen en los manuales sobre cómo ser un

Yo me lo he dejado. Ya no quiero ser el tipo con el que soñé ser, no es que me haya resignado a no serlo, es que –permítanme esta pequeña victoria- es que no estoy dispuesto a perderme un solo atardecer más por el estrés de querer “ser alguien”. (¿y qué significa “ser alguien”?, buena pregunta). Una de las cosas que he ido descubriendo es que el talento es la primera palabra que deberíamos borrar de nuestro diccionario del uso cotidiano. No hay peor manera de equivocarse con respecto a uno mismo que creerse “persona de talento”. Los ejemplos son innumerables. Recuerdo el caso de un alumno al que un psicólogo había catalogado como “superdotado”. Sigan mi consejo, no crean nunca a quien les diga de sus hijos que son unos superdotados, salvo que tengan un pene como el de Rocco Sifredi, en cuyo caso podrán acreditar su talento en el cine. (“Pa to hay que valer”, decía mi abuela) Aquel niño fue el mayor de los cretinos que se ha sentado delante de mí en un pupitre, un pobre diablo que jamás hará nada en la vida pero que pudo permitirse el lujo gracias a un astuto comecocos de poder mirar por encima del hombro a los demás. O lean a Landero. Piensen en el Faroni de la imprescindible “Juegos de la edad tardía” o el Tomás Montejo de la reciente “Hoy, Júpiter”. Pobres infortunados con la cabeza llena de delirios que esperan su golpe de suerte, su agente descubridor. Quien como Faroni enloquece es capaz de terminar viendo gigantes donde solo hay molinos e inventarse un mundo delirante donde se cumple su destino de hombre excepcional. Otros muchos pasan el resto de sus días maldiciendo a su mala suerte, la impostura de los enchufados de la literatura o la corrupción de los negocios editoriales que no tienen agallas para promocionar más que a los escritores facilones y consagrados. Qué mala suerte, sí.

No se engañen, un escritor no es Almudena Grandes ni Muñoz Molina, la literatura tiene todo un ejército de infantería de tipos que usted se encuentra diariamente en el metro, empleados de banco, maestros de escuela o simples cesantes que se presentan a todo tipo de juegos florales de no sé qué pueblo de la serranía y no llegan ni a ganar el Premio de la Combatividad, pese a que, por su insistencia, es el que realmente merecerían.
Yo creo estar algo más vacunado que otros contra el fracaso porque, aparte de que empecé a sufrir revolcones académicos a la tierna edad de seis años (siete suspensos con la Señorita Nati ), experimenté el primer sentimiento realmente insoportable de dolor del alma la tarde en que no fui seleccionado para formar parte del equipo del colegio. Sigo creyendo que aquello fue una injusticia y que pusieron a algún que otro enchufado. Claro que eso ya lo había barruntado de alguna forma en cuerpo ajeno una mañana en el aula algún tiempo antes. Entró en clase de la Señorita Nati el director del colegio y nos preguntó qué deseábamos ser de mayores. Molano, un tipo excelente que se sentaba a mi lado, había insistido desde que lo conocíamos en que sería portero de fútbol, todo un gesto heroico ante nuestras fruslerías de “abogado, médico, oficinista…” y similares. Una vez tuvo incluso los cojones de declararlo ante la mismísima Señorita Nati… Pero aquella mañana se arrugó como una pasa. Mientras todos nos sometíamos a la corrección política y contestábamos lo que aquel sátrapa quería oír, le llegó el turno a Molano… Allí estábamos todos expectantes. Nunca olvidaré como bajó la vista antes de contestar, derrotado, y apenas se le escuchó decir: “

Abandonadas mis esperanzas como profesional del fútbol tomé dos resoluciones. La primera fue no perder la ocasión de asar a patadas en los recreos a todos los que habían seleccionado injustamente en mi lugar. (¿Vengativo? No, no, justiciero más bien). La segunda fue concentrarme en mi futura fulgurante carrera novelística. Pensé en los títulos que irían jalonando mi trayectoria, en los premios, en los escándalos generados por los rumores de llevar una vida de vicio y perversión al estilo de Rimbaud, en mi agria polémica con cierto magnate de la prensa… Como Woody Allen en “Sueños de un seductor”, he tramado mi vida viendo reflejada en el espejo la cara de Bogart quien –mientras se enciende con aire de tipo duro un cigarrillo- me recuerda que a la chica solo te la llevas si le das un bofetón y luego la besas… todo ello con el mismo gesto interpérrito de jugador de póker y sin apagar el cigarrillo ni derramar la copa de whisky.
Pero ya lo ven, tiro más bien a tontito, de manera que he rebajado el nivel de mis expectativas. ¿Y saben?, no me siento peor por ello, eso es lo que más despierta mi curiosidad. Veo la cantidad de horas, de frustraciones, de ejercicios de repugnante reparto de jabón y comidas de culo, de síes y de noes, de “la cosa va mejor”, de toda esa sarta de inútiles patrañas entre las que se va tejiendo el día a día de alguno de mis conocidos con esperanzas de triunfar que me deja la conciencia muy tranquila estar lejos de tales delirios. Todos tenemos –ustedes también- un enano dentro que nos invita a creer que somos seres excepcionales. En realidad lo somos, cada uno de nosotros es único y singular. A ustedes no se lo parece, pero mi experiencia de mirar la Plaza de San Marcos mientras descargaba una tormenta sobre la laguna de Venecia es irrepetible, es solo mía, aunque usted también vaya al mismo lugar y consiga que llueva. Y hay algo todavía más interesante. El chico del aula en que menos se fija nadie guarda entre las cejas tesoros inigualables, el vecino que parece tener la vida más anónima es el que ha vivido las aventuras más excepcionales, los sucesos más irrepetibles... Es solo que no pensamos en ellos, que esas personas tienen la elegante discreción de abandonar el foro del gran teatro del mundo por las puertas laterales, sin hacer ruido, sin pretender absurdamente ser el centro de atención de todos.
Son momentos como aquel de San Marcos los que dirigen hoy todas mis ensoñaciones. Una vieja amiga me contó que entendió de qué iba esto de la vida una tarde, mientras tomaba café en la terraza de un bar ante la playa con su madre. Aquel día, su madre no estaba más pesada que de costumbre y no recordó sus múltiples dolencias ni el error “Rosita, de que no te hayas casado”. Rosa miró al mar mientras acariciaba al perro y pensó que estaba relajada como nunca lo había estado. “Entonces descubrí que ya había abandonado hacía mucho la pretensión de salvar al mundo, que ya no quería dejar huella, que ya ni siquiera me importaba que la gente admirara

Creo, como Falstaff, que el día en que deje de soñar será el de mi muerte… Pero también creo que no hay bien más preciado –junto al de la libertad- que el de la lucidez. Sentado sobre la terraza del sanatorio con los demás convalecientes del delirio de grandeza descubro que solo tienen auténtico sabor los atardeceres cuando uno escapa a la obsesión de estar destinado a “ser alguien”. Aún resuenan en mi recuerdo los vítores de los aficionados el día en que debuté con la Selección o en que me dieron el Nobel. Pero, la verdad, ahora mismo me conformo con hacer reír de vez en cuando a mis alumnos, que ninguna llamada de teléfono me estropee el atardecer en el balcón, que no se averíen ni la nevera ni la lavadora, que mis padres no enfermen y que ella se quede conmigo también esta noche.
Voy a acabarme la taza de té.