
BUSCANDO A KAFKA
1. Hace casi quince años de mi último viaje a Praga, la París del Este. En aquel tiempo de mayor impaciencia me vine con dos sensaciones desagradables. Una fue la de que el fin del comunismo y el consiguiente acceso a los bienes de consumo -muy notorio en la ciudad por el auge turístico- había sustituido la presunción marxista de solidaridad por la más mezquina depredación. Chequia no parecía ir camino de convertirse en un capitalismo cleptocrático como Rusia, pero recuerdo alguno de esos episodios desagradables que relatan los occidentales que viajaron al Este poco después de la "descongelación" de los países del Telón de Acero tras la caída del Muro de Berlín. Por ejemplo el de que a uno le cobren hasta por entrar en una biblioteca en obras o que le digan en la cara -cara de tonto, desde luego- que el precio que marca el cepillo de dientes del escaparate es solo para locales, pues a los de fuera nos cobran más. ¿Por qué? Porque supuestamente yo era un occidental con dinero y ellos no. Y esto sin el más mínimo gesto de cortesía, con una frialdad de muerte. Insisto: no llegaba a ser Rusia, ese país donde la mayoría ha descubierto que el comunismo era malo, en contra de lo que vendía el Régimen, pero que -en esto sí acertaba la propaganda del Kremlin- el capitalismo es aún peor. Aún así jodía bastante, la verdad. Me
han timado montones de veces en zocos de países árabes, pero es un poco como un desafío: te toman el pelo aunque con arte. Aquí tan solo te la clavaban y, si protestabas a la camarera, aparecía un mastodonte de Silesia con cara de estar a punto de abofetearte.

La otra sensación es que tanta belleza empalagaba. Praga parecía una especie de decorado para hacer películas sobre Mozart, el escenario perfecto para que alemanes cobijados por el poderío del marco se pasearan cerveza en mano por el Puente Carlos sobre el Moldava mientras un violinista interpretaba -magníficamente- el tramo más recordado de Smetana. Praga me pareció entonces un hermoso bazar para que los turistas lo depredaran y los sobrevenidos comerciantes locales, ex-funcionarios del Estado comunista y ex-operarios industriales muchos de ellos, se dedicaran a hacer el agosto.
2. Praga ha cambiado en este tiempo. Uno se "occidentaliza" en cuanto le meten un par de Zaras, unos cuantos McDonald´s y un Haggen-Dasz... entonces la cosa ya no tiene marcha atrás. Y si además aparece un Vuitton o un Hermés, aunque sea con las chancas que se han quedado demodé en países más ricos, entonces ya es la leche. La gente ha aprendido a sonreír, y te timan, pero no te miran además con cara de asco. Algo es algo. En cuanto a la belleza, Praga es la misma, pero creo que el que ha cambiado soy yo. Esta vez sí me dejé arrebatar por el encanto de Malà Strana o la turbadora belleza de los puentes, la península sobre el río, la calle Nerudova o el barrio del Castillo. Estúpido seguir, nada diré que no expliquen mejor las guías.
Pero sí creo haber aprendido algo: la belleza experimentada es algo con lo que uno se queda para siempre. Un amigo que vivió un año entero con una beca del Cervantes en Roma me confesó haber llorado durante días al percatarse -con la fealdad de Valencia- de la hermosura que había perdido. Esta vez he conseguido abstraerme de tanta gente deambulando por el Carlovo o comiendo salchichas junto al Reloj de los apostoles. Praga es bella, inmensamente bella, en cierto modo a mi pesar, o al del joven impaciente que fui.
3. Volví a Praga porque amo a Kafka desde la adolescencia. Debe ser la atracción de los niños por los monstruos y lo prodigioso, pero me empezó atrapando con aquello de Gregorio Samsa "convertido en un monstruoso insecto", y ya no pudo abandonarme. Y, sin embargo, presiento ya en ese lejano entonces una misteriosa empatía con aquel viajante de comercio. Atenazado por la obligación de ir al colegio y estudiar, me sentía estupidamente culpable por no llegar a tiempo a clase y temer que toda suerte de males se abalanzaran sobre mí. Nada define mejor la conducta neurótica que, me temo, ha dejado de ser designio de unos cuantos infortunados para convertirse en destino de nuestra racionalizada comunidad: si lo que descubro al mirarme en el espejo es una enorme cucaracha, ¿qué pensarán mis padres, los maestros, los curas? "Cualquiera de nosotros puede llegar a sentirse como un insecto", dice Justo Serna en Héroes alfabéticos.
El tiempo me hizo cambiar a Samsa por el Jose K de El proceso y, muy especialmente, por el Agrimensor K de El castillo, acaso la novela que más ha influido en mi vida, novela extrañamente inacabada como Arthur Gordon Pym, con la que acaso coincida en la imposibilidad de poner fin a la desesperación más que con la muerte física, que queda fuera del proceso de escritura. Ya no me hizo falta el insecto. K, en el insistente objetivo de entrar en contacto con el Castillo, se topará una y otra vez con todas las fibras de una red que no hay manera de destejer. Dijo Cioran que la única razón por la que soportaba la vida era porque sabía que podía acabar con ella en cualquier momento. En los relatos de Kafka la pesadilla proviene precisamente de la imposibilidad de sucumbir al deseo
de abandonar.

4. Creo que he empezado a saber quien fue Franz Kafka. Desde siempre me lo imaginé como un tipo apocado, enfermizo y tímido, incapaz de disfrutar de la vida y salir del círculo de amargura en que su condición hipersensible le había recluido. El dolor, no había otro concepto que pudiera asociar tan fácilmente al novelista.
Ciertamente, en Kafka se dan las condiciones de una identidad compleja y fragmentada: checo, cuando serlo suponía formar parte del imperio austro-húngaro -que tantos rastros ha dejado en la ciudad-, judío pero de habla y querencia alemana. Vivió su niñez en Josefov, el barrio judío, pero fue justamente entonces cuando las autoridades de la ciudad decidieron demolerlo para "higienizar" la zona, que tras ser abandonada por las familias hebreas pudientes, se había convertido en un reducto de maleantes y mendigos. Salvadas ya tan solo las sinagogas y el increíble cementerio donde se apilan las lápidas de siglos de muertos, lo que ahora llamamos Judería de Praga es un producto del urbanismo del siglo XX. Kafka confesaba después tener el alma desgarrada cuando, en sus interminables paseos más allá de Stare Mestó, sentía estar caminando sobre un espacio habitado por el espesor fantasmagórico de un pasado que él sí podía entrever, pero que ya se ocultaba a los que no vivieron en el viejo ghetto.
Y, sin embargo, es en todo caso el escritor, no el hombre, quien se reconoce en esa caracterización que creemos confirmar en los retratos y que ya se ha hecho tópica. Kafka no fue exactamente un hombre trágico. Bebía cerveza, acudía a los cafés para ver a sus amigos, daba largas a sus novias porque tenía pavor a las responsabilidades del matrimonio y soñaba con paraísos tropicales. Kafka era profundamente infeliz porque le molestaban los ruidosos vecinos, la obligación profesional de gestionar durante jornadas laborales infernales como burócrata el imperio austró-húngaro y porque era más bien torpe para encender el fuego y no morirse de frío en las lóbregas viviendas que alquilaba. En todo caso -era judío, no lo olvidemos-, vivía demasiado acomplejado por el sentimiento de culpabilidad que le había inoculado Hermann Kafka, un padre demasiado empeñado en recordar a sus hijos lo mucho que había sufrido toda la vida para que ellos se dedicaran a disfrutar de la vida.


5. Chequia ha superado la miserable postergación a la que fue sometido el mayor de sus genios por el estalinismo. Desde la Primavera de Praga, ya ni siquiera se toleraba la presencia de sus escritos en las librerías. Triste destino el de tales joyas de la literatura. Max Brod, admirable personaje, hubo de librarlas de la quema a la muerte de su mejor amigo, acaso porque las amaba de la manera que era incapaz su autor. Después, con la llegada de los nazis, hubo de ponerlas de nuevo a cubierto... Acertadamente, me temo, pues los escritos de aquel judío habrían tenido la hoguera por destino de haber caído en manos de las tropas de Hitler. El comunismo real debió intuir en aquellos textos un anticipo de la crítica del modelo burocratizado con el que los sistemas totalitarios pretendieron racionalizar con corsé de hierro las vidas de los individuos. Muchos años después de los tanques, Praga homenajea con un nuevo Museo al mejor de sus hijos, al hombre que amó y odió a su ciudad como a una "madre de garras afiladas".
6. El autor de El proceso recibe el mayor de los honores póstumos que puede recaer sobre un escritor: se ha convertido su nombre en categoría filosófica. Y así, llamamos kafkiana a cualquier situación donde nos sentimos extrañamente obligados a actuar pero, en última instancia, se nos escapa el sentido de dicha situación, lo cual nos pone ante el más angustioso de los desafíos: seguir por donde íbamos, aunque no supiéramos por qué íbamos por allí, o detenernos para expresar nuestra rebeldía, aunque no sepamos exactamente contra qué nos rebelamos. Franz Kafka no es grande por haber criticado la indefensión del individuo ante la maquinaria gigantesca de la burocracia, no sólo por ello. Es grande porque fue capaz de describir con una minuciosidad casi insoportable los mecanismos del poder y su efecto sobre los individuos. Más que el temor del viejo siervo de la gleba, lo que sujeta ahora al nuevo hombre es la extraña lógica de la disuasión y el consentimiento, ese enigmático "no saber" con que el agrimensor o José K se topan una y otra vez en sus intentos de llegar a la verdadera esencia de la justicia o el poder político. Kafka habla de la locura del mundo moderno en su propio lenguaje, y eso le acerca a Nietzsche y marca el camino a las vanguardias artísticas o
a Beckett.

Los relatos de Kafka tienen la osadía de cifrar el precio de la Muerte de Dios. Como judío, sabía perfectamente que el designio de Dios era ser continuamente convocado pero sin llegar jamás a comparecer, convirtiendo la espera en el designio supremo de la verdadera fe religiosa, la cual es, paradójicamente, la que nunca se da por satisfecha. El guardián ante la puerta -uno de sus más célebres relatos breves- nos dice que para llegar al corazón de la Ley hace falta pedir permisos a otro guardián, tras el cual sólo hallaremos otra puerta y otra, hombres más poderosos con noes mucho más concluyentes... y eso aún a sabiendas de que el primer e insignificante guardián ya empezó a cerrarte el paso de forma inapelable. El guardián desaparece finalmente cuando, con la muerte, acaba tu espera, pues no existía más que para significar tu propia -y esteril- espera. El sentido de la vida misma queda en suspenso mientras deambulamos.


-"¿Qué quieres saber ahora?", pregunta el guardián, "eres insaciable".
Pero la pregunta es tan irremediable, se asocia con tanta naturalidad a este simio raro que es el hombre, que ella, como la espera, se convierten en destino.
No poder entender ya sin Kafka este mundo al que hemos sido arrojados... No encontrar palabras de agradecimiento para Brod.