
EGOS PRESCINDIBLES
Quienes asociamos nuestros biorritmos al curso escolar o parlamentario y no al año natural tendemos a dejar para septiembre todos esos planes y buenos deseos que la mayoría formula con el Año Nuevo. Mi propuesta sería que nos acostumbráramos en cuanto acabe el verano a dejar de creernos importantes. Así, como suena. No se trata de minusvalorar las propias virtudes. Yo, por ejemplo, soy en líneas generales un leal y alegre compañero y me sale razonablemente bien la tortilla de patatas. Ahora bien, ni esas ni mis demás cualidades son suficientes como para que me sienta el centro del mundo, en todo caso soy más bien periférico. Eso sí, yo me importo mucho a mí mismo. Y hay un par de personas que dicen compartir el interés, aunque a veces temo que se les pase pronto o que lo dicen para que me dé ilusión. El problema es que no consigo universalizar el sentimiento. Y la razón es bien sencilla: basta ver la cara que me ponen muchos alumnos cuando hablo para darme cuenta de que mis geniales lecciones les conmueven menos que las tetas de Elsa Pataky o el precio del nuevo Ipod de Apple, que es lo que supongo que bulle tras esas miradas perdidas. He sufrido curas de humildad suficientes -como cuando una novia me dejó para irse con un enano o el equipo de los Cherokis nos metió veinticuatro goles en la liga del colegio- como para ignorar todavía que el interés e incluso el afecto que de vez en cuando me regalan con admirable generosidad mis congéneres es condicional y efímero.
Viene a cuento esta reflexión porque últimamente no me pasa un día sin que vea algún YO saliendo del armario para proclamar solemnemente la obligación que todos los habitantes del mundo tenemos de adorarle, quererle, darle la razón, aplaudir su supuesta genialidad o, simplemente, depararle nuestra atención. Ciertamente he admirado a tipos que padecían una enfermiza egolatría. Nietzsche, por ejemplo, tituló a sus capítulos de Ecce homo "Por qué soy un destino", "Por qué soy tan inteligente" o "Por qué escribo tan buenos libros". Nunca la humildad adornó al padre del Zaratustra, pero en los tiempos de Ecce homo ya estaba tan devorado por la sífilis que se le puede perdonar lo que, en cualquier caso, tiene mucho de humorada. Ahora bien, la diferencia entre un auténtico genio y la mayoría de los que se anuncian como un destino o proclaman su propia divinidad a voz en grito es que cuando uno abre la obra de estos últimos lo que encuentra es una mediocridad tan grande que produce sonrojo tanta megalomanía. Es un poco lo mismo que pasa últimamente en los hospitales, que algunos médicos te tratan con la misma suficiencia despectiva del Doctor House, al que imitan como memos, pero luego, al contrario que éste -quien por cierto es solo un personaje de ficción- son incapaces de distinguir entre un constipado y una alergia.
Algunos tipos viven absolutamente persuadidos de su enorme talento: apliquemos este razonamiento tan simple a muchas cosas de la vida y, probablemente, veremos todo con más claridad. Por ejemplo, dejen de pensar, cuando ven una película de Julio Medem, que el problema lo tienen ustedes, que no tienen cultura suficiente para descifrar los complejos códigos de sus tramas e imágenes. No, es mucho más sencillo, Medem es un buen fotógrafo al que le ha pegado por hacer cine, con tan buena suerte que algunos con poder han decidido que hay algo muy produndo en lo que solo son pajas mentales, con toda esa sarta de gilipolleces que se dicen los personajes unos a otros antes de irse a la cama, que es lo que usualmente terminan haciendo, por cierto siempre con actrices bien monas, que mola más y tiene más glamour. ¿Se dan cuenta?: Medem vive completamente convencido de que es un genio. Y no le culpo, porque el país está lleno de ingenuos que le creen.
Les seré sincero. El personaje que ha inspirado este post no es ni Hitler ni mi abuela: es Vicente Molina Foix, afamado escritor y, por lo visto, polifacético artista, pues acaba de estrenar su segunda película como director, El dios de madera. No estoy nada seguro de que vaya a ir a verla. No es nada personal, simplemente hay siempre los suficientes estrenos como para gastarse seis euros en un film cuyo único atractivo a priori es la presencia de Marisa Paredes. Por lo demás, mi olfato me dice que va a ser un rollo infumable, opinión que cambiaría sin dudar en el caso de que la viera y me gustara, pero va a ser difícil, pues a pesar de lo que me informaron en la niñez sobre el cielo, sospecho que sólo voy a tener una vida, y no voy a emplearla en ver películas de Molina Foix, que es por cierto lo mismo que he hecho con su profusa obra narrativa. No es nada personal, es que todo lo que tiene que ver con el personaje me recuerda a malos rollos, desde el famoso incidente telenocturno de hace unos años, hasta alguna de las columnas que publica en distintos medios, las cuales -las pocas que me he molestado en leer- me han aburrido siempre soberanamente, excepto aquella en que puso a parir al mundo del cómic, y que tanto lío generó en internet. No le pondré calificativos al artículo de marras, pero si ustedes lo leen posiblemente lleguen a la misma conclusión que yo: con la de cosas trascendentes que tengo que leer y aquí con estas tontadas...

La cosa no suscitaría mi atención de no ser porque esta semana el hiperactivo personaje ha aprovechado su columna habitual en El País para ponernos al día sobre su mala relación con un crítico llamado García Viñó. En 2º de BUP nos contaban lo mal que se llevaban autores como Góngora y Quevedo, los cuales se atacaban y contraatacaban con agudas invectivas, intrigaban para hacerse daño y puede que hasta intentaran quitarse a las novias. La cosa tiene su gracia en aquellos porque tamaña hostilidad dejó rastros literarios ciertamente ingeniosos. Lo de Viñó y Foix tiene, como lo diría, un toque bastante más cutre. Como es posible que recuerden, estos dos buenos señores se dedicaron a insultarse y amenazarse hace ya unos cuantos años en el programa nocturno Negro sobre blanco, presentado por Fernando Sánchez-Dragó. Tras el programa parece que llegaron a las manos y no sé si a los pies. Todo indica que el tal Viñó es un pobre hombre y que su papel de agresor en aquella reyerta va con el tono y la credibilidad de sus críticas literarias o cinematográficas. En sus frecuentes contiendas frente a tirios y troyanos -le gustan las celebridades, obviamente, pero puede emplear su tiempo en insultar durante días a un blogger de infantería- muestra una patológica propensión a la descalificación del interlocutor, y su tono engolado y adjetival huele a frustración intelectual antes que a erudición o ingenio.
¿Por qué vuelve a aparecérsenos el tipo de aquella trifulca nocturna que nos divirtió hace ocho años? Sin duda porque Molina Foix ha tenido el sentido de la oportunidad suficiente para sacar del sarcófago a su Moriarty y poner en la caja de resonancia sus exabruptos. De lo contrario no nos preocuparíamos por una película que casi nadie piensa ver y que, por las críticas que leo, tiene pinta de ser tan solo un poco menos lamentable que la primera que dirigió Molina Foix, Sagitario, que tuvo la suerte de ser ya institucionalmente protegida en su momento, pese a tratarse de un director novel, y de la que solo he encontrado críticas negativas y en algunos casos escandalizadas, críticas que, por cierto, no son todas del amigo G.Viñó. Al final, no tendría sentido perder el tiempo con toda esta pamplina estúpida salvo para hacerse una pregunta: ¿por qué las instituciones gastan mi dinero en proteger los delirios megalómanos de Molina Foix mientras que tanta gente con talento se pudre sin poder estrenar un largometraje? Que alguien tenga amigos poderosos y esté bien relacionado, ¿justifica que nos lo tengamos que encontrar hasta en la sopa?
En fin, lean el artículo sobre el cómic de Molina Foix o sus últimas controversias con Viñó. Yo me voy a ver un capítulo de The wire. Eso sí le quita a uno las ganas de creerse genial.