Friday, January 21, 2011








¡SEÑOR, SÍ SEÑOR!











1. El pasado viernes 7, vísperas de después de Reyes, mis alumnos optaron casi unánimemente por no hacer uso de mis servicios profesionales. Vamos, que se la pelaron olímpicamente. Las razones que me dieron al lunes siguiente son un pelín sonrojantes: "es que mis amigos de Valencia no tenían clase". En buena lógica, espero que el día que su ayuntamiento declare fiesta escolar y en Valencia tengan que ir a clase, ellos sean solidarios con sus amigos capitalinos y decidan acudir al instituto. No soy muy optimista al respecto; en cualquier caso no pienso estar ahí para comprobarlo.




Más allá del problema que supone el absentismo escolar, creo que en los actuales establecimientos escolares españoles, y muy en especial los valencianos, tenemos un serio problema de laxitud y exceso de autoindulgencia. No albergo ninguna duda de que de eso tenemos la culpa todos, y muy especialmente los profesores, que por algo somos los responsables de dichos establecimientos. Sin embargo, no tengo la percepción de ser especialmente displicente en mi actitud profesional, y tampoco sonrío con complicidad cada vez que mis alumnos llegan tarde a clase, desatienden mis explicaciones o descuidan la preparación de las materias que les imparto. Muy al contrario, hago todo aquello que considero adecuado para que sean mejores estudiantes y mejores personas. Y eso es, por cierto, lo mismo que hacen la inmensa mayoría de mis compañeros. Porque sí, ya lo saben ustedes, los profesores somos unos mierdas y tenemos muchas vacaciones -tranquilos, no van a tardar en quitárnoslas-, pero si con los gestores políticos que suele tener la institución educativa las escuelas aún no se han hundido del todo, ello es gracias a los profesionales de la docencia. Y disculpen la soberbia, pero cuando a uno no le quieren, ha de aprender a quererse un poco a sí mismo.

Pues bien, ante el fastidio que me creó la superpelada, opté por una vía indirecta para atacar el problema. Les puse la primera parte del mítico film La chaqueta metálica, de Stanley Kubrick. Esta parte del relato transcurre en una isla donde los marines preparan a reclutas para el ejército americano. Como dice el sargento: "La mayoría iréis al Vietnam. Muchos no regresaréis". Las varias semanas que dura la instrucción son un ejercicio de crueldad, humillación y terror. El sargento, un hijo de perra de tal calibre que llega a producir risa por lo creativo que llega a ser en su despotismo, se dedica durante ese tiempo a gritar obscenidades, a convencer a todos y cada uno de "sus chicos" de que son una escoria y que lo único digno a lo que pueden aspirar en la vida es a obedecer ciegamente a sus oficiales, matar a todos los "amarillos esos del Vietcong" y acabar muriendo por el cuerpo de marines.








Muchas de las personas que han visto el film de Kubrick, entre otros algunos de mis alumnos, creen que hay razones en favor de la crueldad del sargento Hartmann. Y la principal es el Vietnam. Como dice Hartmann, la decisión y la falta de escrúpulos y titubeos con la que actúes en la selva es lo que va a diferenciar la supervivencia de que "Charlie te pegue un tiro en la nuca". Quizá después de todo no sea él el verdadero malo de esta historia. El odioso Hartmann es sólo una criatura de la guerra, una figura imposible fuera de una cultura de la guerra profesional como la que tienen los marines. Si el objetivo es que salgamos de la isla convertidos en sujetos perfectamente alienados, sin la más mínima voluntad propia, y si eso es lo que nos va a salvar el pellejo en la selva, entonces es que lo que verdaderamente hemos de rechazar no es a Harmann, sino a la guerra, a quienes la declaran, a quienes la fomentan, a quienes producen y venden armas, a quienes ganan elecciones porque lanzan a sus jóvenes a morir en los desiertos y las selvas.




2. Al acabar la proyección del film, lancé una pregunta a mis alumnos: "¿hay un término medio entre la crueldad de Hartmann y la absoluta laxitud de un instituto donde los alumnos pueden colapsar impunemente la vida del centro porque simplemente no les apetezca acudir a clase una mañana? Para mi sorpresa, algunos alumnos aprobaban los métodos de Hartmann.

Una alumna, en concreto, comparó esos métodos con los insultos que a veces ha llegado a recibir en entrenamientos del equipo en el que juega. Una frase del tipo "Eres una mierda" reconoce que le ha valido como "estímulo". Yo sólo le diría una obscenidad así a alguien de quien realmente pensara que es tal cosa y, si lo pensara -que no suele ser el caso- de algún alumno, no osaría decirlo. Es evidente que no sirvo para entrenar ni a un equipo de petanca, aunque no estoy tan seguro como mi alumna de que la única posibilidad de que un pupilo extraiga de sí mismo el máximo sea insultarle y maltratarle. Se me ocurre si, por esa regla de tres, no convendría aplicarle descargas eléctricas o hacerle la tortura de la bañera a los delanteros que fallan un penalty o a los defensas que no tiran bien el fuera de juego. Vivirían aterrorizados, y ya se sabe que la gente presa del pánico está más dispuesta a hacer lo que le manden.





No creo en cualquier caso que sea afortunada la comparación entre una práctica deportiva y una guerra. Pero, sobre todo, no creo que el ejercicio de la disciplina militar tenga nada que enseñarle al académico, entre otras cosas porque preparar a un joven para la universidad tiene poco que ver con prepararle para una guerra. Esto lo tienen claro el noventa por cien de los profesores que conozco. Es fácil de entender: si uno estudia Magisterio, Biología o Historia es porque seguro que lo que pretendía no era ser sargento, guardia civil o carcelero, profesiones sumamente dignas pero que no pueden estar espiritualmente más lejos de la de enseñante. Un aula no es un cuartel; si la gente piensa que debe serlo, entonces es que la sociedad tiene un problema muy serio respecto a los fines de la escuela.



¿Lo tiene? Empiezo a temer que sí. En una ocasión, hace ya tiempo, una alumna ucraniana de horario nocturno me dijo, tras haberle suspendido un examen, que difícilmente podía atender a mis clases puesto que otros alumnos cuchicheaban y molestaban durante mi ejercicio docente. A continuación, como tengo la costumbre -debo ser un débil- de escuchar a mis alumnos, me intentó transmitir la idea de que yo era culpable de no haber creado el ambiente de disciplina adecuado en el aula, y que disponía de las armas para evitarlo. Cuando me hablan de armas, yo siempre evoco aquellas de las que hacían uso con tanta frecuencia los maestros del Régimen, cuyo principio espiritual, "la letra con sangre entra", aplicaban la inmensa mayoría con un gran sentido de la responsabilidad, y algunos con particular -y sádica- contumacia. Supongo que la simpática ucraniana, que por cierto tenía un novio neonazi igualmente encantador, no se refería a armas tan contundentes, aunque nunca se sabe.





Hay una corriente de pensamiento muy extendida que responsabiliza al profesorado y a su supuesto trasfondo ideológico de que la disciplina haya huido de escuelas e institutos. En una ocasión, entendí lo profundamente reaccionaria que es esta postura escuchando a uno de los almuhacines de la radio de los obispos, el cual dijo que la culpa la tenían todos esos profesores de los años setenta que se empeñaron en aquello de que "a mí nada de Don José ni de usted, a mí llamadme Pepe y tuteadme". Este discurso reitera una y otra vez la idea de que lo que necesitan los niños es disciplina cuartelera y que la culpa de que sean indolentes la tienen las pedagogías libertarias cuya filosofía fecundó desde el sesenta y ocho la vocación docente de la mayoría de nosotros.

Creo profundamente en un bien entendido principio de autoridad, y creo que ahora mismo la autoridad del docente atraviesa una inquietante situación de incertidumbre, algo que, tanto como nosotros o nuestros alumnos, se deberían hacer mirar en general los ciudadanos, primero porque es un problema de todos, y luego porque quizá no se hayan dado cuenta de que sus representantes políticos llevan décadas haciendo muy poco por que la escuela pública salga de sus atolladeros.



Creo que la autoridad debe ser reconstruida, o, como dice Gerard Guillot en La autoridad en la educación. Salir de la crisis (Editorial Popular), perdemos el tiempo suspirando por el restablecimiento de la autoridad en las aulas, cuando en realidad lo que hay que hacer es instituirla. Creo que el éxito que en el reality -pensemos en Supernanny o en algunos instructores despóticos y odiosos de las escuelas televisivas de talentos artísticos- tienen últimamente las propuestas educativas basadas en el autoritarismo (que es la forma exacerbada y, por tanto, menos pedagógica de la autoridad académica) responden a que hay en la sociedad una demanda de orientación ante el miedo que la libertad nos produce. No estaría mal recordar además que los alumnos de un instituto no son críos de preeescolar como los de Supernanny, que se trata de formar ciudadanos y no de adiestrar perros, y que un aula es un sitio decente y no un plató de televisión. Por eso todas las soluciones "quirúrgicas" al problema me parecen inconvenientes, además de condenadas al fracaso, porque da la casualidad de que estamos en una sociedad abierta, y de que para poder ir por el mundo aterrorizando a los demás hace falta ir contra derechos esenciales.

Por mi parte, sigo creyendo, como Guillot, que la autoridad es compatible con el buen trato. Que deba reprender a mis alumnos, que a veces pueda y deba sancionarles, forma parte de mi trabajo y lo tengo perfectamente asumido. Ahora bien, si creo que la autoridad -que siempre es algo que se concede, y que no está instituido de antemano ni puede imponerse por la fuerza- se ha de basar en mi poder como castigador, es que entonces he confundido mi profesión. La autoridad es otra cosa. Como dice Guillot, no se trata de creerme "autor" del otro, en todo caso he de ser autor de situaciones que propicien la autonomía: "la autoridad está facultada para fecundar la libertad."

Estamos en una situación sumamente complicada. Sospecho que si mis alumnos no saben cuáles son los fines del establecimiento al que acuden diariamente es porque la tribu entera ha olvidado para qué lo creó, lo cual es preocupante. La solución no es, como creen algunos, reinstituir la práctica del castigo sistemático ni convertirnos a los profesores en trasuntos del Sargento Hartmann; ni siquiera podemos ya pensar en nuestros días que la autoridad nos la dan los muchos conocimientos que tenemos y que se reconocen en nuestra titulación como especialistas en Filosofía, Historia o lo que sea. Tenemos como profesores un compromiso con la sociedad, una sociedad que se manifiesta ante nosotros en la mirada del chico que se sienta en un pupitre a dos metros de la tarima. Tenemos un compromiso ético, además de profesional con ella, un "contrato social", en el sentido más rousseauniano de la palabra. Debemos cumplirlo, incluso aunque a veces sea la propia sociedad la que olvide su parte del contrato.





Es sobre el respeto a la palabra dada que construiremos la autoridad por cuya supuesta pérdida suspira todo el mundo últimamente. Piensen en ello, por favor. Mientras tanto, hagamos un esfuerzo por tratarnos con respeto. Y pueden tutearme si les apetece.

15 comments:

Anonymous said...

"¿Hay un término medio entre la crueldad de Hartmann y la absoluta laxitud de un instituto donde los alumnos pueden colapsar impunemente la vida del centro porque simplemente no les apetezca acudir a clase una mañana?".

Con toda su sencillez, con toda su aparente ingenuidad, esta es una de las preguntas más atinadas que se pueden formular acerca del problema de la disciplina en las aulas. Cuando de estas cuestiones se trata, lo que nos pierde es precisamente la falta de mesura. Términos medios, eso es lo que yo echo de menos en las discusiones sobre la situación de nuestros colegios e institutos. Nada adelantaremos en tanto las únicas respuestas que se le ofrezcan a la ciudadanía sean, de un lado, la sistemática culpabilización del profesorado (hábito de muchos padres y de no pocos pedagogos), y, de otro, el apocalipticismo (¡perdón por el palabro!) de Ricardo Moreno Castillo y de sus partidarios (algunos de ellos, bastante activos en internet, se están revelando últimamente como unos reaccionarios de marca mayor). ¡Basta! Que cesen los ecos, y que se escuchen, por fin, las voces. Voces como la de Ud., señor Montesinos.

David P.Montesinos said...

Hola, amigo. Gracias en primer lugar por su intervención. No he nombrado al profesor Ricardo Moreno Castillo en este post, pero las concepciones que defiende él y sus numerosos partidarios están en el trasfondo de mi argumentación. Pienso, como usted, que en este tema, como en tantos otros, la mesura tiende a ser castigada, a diluirse en el ninguneo de las posiciones supuestamente radicales y que, a fuerza de decir "lo que todos piensan pero es políticamente incorrecto", terminan propiciando visiones planas y melancólicas que nada solucionan. Y sí, son posiciones reaccionarias, también cuando quienes las enuncian se declaran votantes de izquierda, como manifestó Moreno Castillo en el Panfleto Antipedagógico. Gracias de nuevo por aparecer.

Anonymous said...

Gracias a usted por el cordial recibimiento con que me obsequia. Y, dado que soy bienvenido, voy a tomarme la libertad de perfilar mi anterior juicio sobre Ricardo Moreno Castillo, o, mejor dicho, sobre los más vociferantes de sus partidarios. Yo puedo aceptar que se diga que el noble nombre de pedagogía se está utilizando como envoltorio de "mercancías" de calidad más que dudosa. Puedo aceptar que se reivindique el papel de la lección magistral en la enseñanza, y el de la memorización en el proceso de aprendizaje. Puedo aceptar que se proteste contra la grosera caricatura que algunos pedagogos hacen de la escuela "pre-LOGSE" en la que yo me formé (*). Todo eso puedo aceptarlo. Ahora bien, siempre que he visitado páginas como "Deseducativos.com", he huido a los pocos minutos, espeluznado de las enormidades que allí se escribían (**). Con la excusa de poner diques al torrente de barbarie que al parecer está inundándonos (aunque, pensándolo bien, nunca hemos dejado de chapotear en ella), algunos profesores (¿lo son todos lo que allí escriben?) están poniendo en cuestión los fundamentos de eso que hemos dado en llamar "estado social y democrático de derecho". Lo que se advierte en muchos de ellos no es amor a la profesión y a los alumnos (***), sino odio, un odio feroz a todo y a todos: políticos, padres, estudiantess... ¡Seamos sensatos! Es verdad que, en materia de educación un optimismo ciego y sistemático no nos lleva a buen puerto. Mas no por ello debemos abrazar la "concepción terrorista de la historia de la educación" (que diría Kant). Esta podría conducirnos, no ya a malos puertos, sino al naufragio. Vamos, digo yo.

(*) En no pocas ocasiones, se da a entender que los profesores de los años setenta y ochenta eran, en su mayoría, émulos del Pedro Polo de Galdós (http://es.wikisource.org/wiki/El_doctor_Centeno:_07). ¡Ridículo!

(**) El otro día, me tropecé con un comentarista que afirmaba, convencidísimo, que la decadencia del sistema educativo comenzaba con la LGE de 1970. Y levantaba testimonios al pobre Villar Palasí para poder levantarle aras a Claudio Moyano. Sin comentarios...

(***) Y nótese que el amor bien entendido no es en modo alguno incompatible con la exigencia de disciplina, ni implica "colegueo" ni "buenrollismo".

Anonymous said...

Sr. Montesinos, le he mandado por correo electrónico un comentario que no puedo poner aquí: el robot no me deja. Si usted lo aprueba, podría publicarlo aquí.

Un saludo,
Justo Serna

Anonymous said...

Sr. Montesinos, como siempre, en el asunto de la educación, usted acierta con puntería exacta: da en la diana. Le pido perdón por esta metáfora bélica, pero me lo ha puesto fácil. Yo fui instruido en un campamento muy semejante al del Sargento Harttmann (sólo que más pobre, más frío, más sucio, más menesteroso) y tuve también oficiales y suboficiales dedicados a humillarnos, a sacarnos de nuestra identidad y de nuestras casillas. Entraba dentro de la lógica. En un grupo que ha de desfilar, que ha de marchar como un solo hombre, la individualidad es una rémora. La uniformidad de la indumentaria y de la obediencia es imprescindible si lo que se quiere es diluir las diferencias. En la instrucción militar que nos impartieron ése era el objeto. En el cuartel de los marines que Kubrick recrea, hay además una guerra real que viene después: un sitio peligroso, ciertamente peligroso, en el que el enemigo está dispuesto a matarte.


Fdo.: Justo Serna

Anonymous said...

Dicho esto, entiendo su malestar, sr. Montesinos, cuando algunos comparan la autoridad en el establecimiento escolar (dios, qué expresión) con la autoridad en el cuartel. No es lo mismo, por supuesto, pero estamos rodeados (otra vez la metáfora bélica): estamos rodeados por nostálgicos que añoran la violencia física o verbal para someter al otro y estamos rodeados por gente que no parece exigirse nada a sí misma. Usted sabe que hay profesores que desearían una vuelta a…: ¿a qué? ¿A una escuela, a una universidad en las que la autoridad del profesor fuera indiscutible? Y usted sabe y explica muy bien que hay alumnos que olvidan toda vergüenza torera. Lamento emplear esta metáfora, pero no se me ocurre nada mejor de momento. La vergüenza torera es la dignidad del trabajo bien hecho, es sobreponerse a los miedos, a las perezas, a las cobardías.

Pero tienes que tener una esperanza para poder exigirte. Si tu destino es el hundimiento, la miseria, probablemente no te obligarás a ti mismo. Cuando se nos dice que hay que exigir en la escuela, nadie puede oponer nada a cosa tan sensata. Pero la exigencia es resultado de una expectativa: si te educas con Gran Hermano, si tus padres se desentienden o están jodidos y simplemente no valoran lo que haces o podrías hacer, si la incertidumbre es lo único real, entonces no saldrás bien parado. Apuesto doble contra sencillo… Los criterios, los valores, las normas funcionan si del respeto de ese código sigue un rendimiento y una eficacia práctica. Y el rendimiento no está sólo en el aula. Está, claro, en la sociedad.

Estamos en una circunstancia histórica nueva en la que casi todo nos aturde, pero de la que saldremos bien parados. Eso espero. Me gusta comparar este contexto con el de Joseph Conrad en pleno siglo XIX. ¿Por qué escribe? Entre otras cosas, para recordar su experiencia marinera, pero también para plantearse cuestiones humanas que persisten a pesar de que los tiempos cambien, a pesar de que los vapores sustituyan a los veleros. Cuando Conrad rememora su pasado se siente totalmente desarbolado (metáfora marinera, en este caso): los vapores que surcan los mares arruinan el saber que aprendió en los veleros. ¿De qué le vale esa experiencia? A comienzos del siglo XX, Conrad tiene la fortuna de poder vivir para escribir. Si hubiera tenido que regresar como marino, su experiencia habría sido poco útil. Imagine, sr. Montesinos, que hubiera debido instruir a un joven marinero en el arte de la navegación, un joven marinero que estuviera en cubierta forzado por las circunstancias. Probablemente no habría habido entendimiento alguno.

Los viejos maestros, los viejos marineros, saben cosas que rinden, que son prácticas, que valen: a pesar de que el mundo está patas arriba. Ahora bien, han de saber también que ese mundo efectivamente ha cambiado, que los vapores han reemplazado a los veleros. Exigir una vuelta a los viejos buenos tiempos es una quimera. Pero abandonarse todos (profesores y alumnos) a la laxitud y autoindulgencia nos empeora. Pensémoslo en términos médicos que tomo de una analogía de Clifford Geeertz: no es lo mismo intervenir quirúrgicamente en un quirófano más o menos aseado que un estercolero. Los profesores han de saber que no van a volver los quirófanos totalmente esterilizados. Pero los alumnos han de saber también que en un estercolero, toda operación acaba en infección. En fin, ojalá los estudiantes vean para qué sirve portarse razonablemente, para qué sirve la educación, para que sirven las reglas, para qué sirven los valores. Mientras tanto, la sociedad está convulsa y de sus productos y subproductos se puede sacar ventaja: si sabemos analizarlos y si las autoridades educativas nos dejan.

En fin.

Fdo.: Justo Serna

David P.Montesinos said...

Señor O profundador. No sé si es preocupante, pero estoy de acuerdo con usted en todo. No conocía la página a la que se refiere, pero con arreglo a lo que usted dice, hay para espantarse. A veces pienso que, para algunos, la clase perfecta sería aquella en la que no hubiera alumnos. Yo no sabría darle una clase a una pared, pero sospecho que para muchos ese sería el único contexto educativo aceptable. Como si no tuviéramos una materia prima, como si la solución ante cualquier problema fuera la "solución final", es decir, excluir al alumno incómodo del instituto. Creo que tiene usted un blog, me gustaría que siguiéramos en contacto.

David P.Montesinos said...

Debo en primer lugar disculparme, señor Serna. Su texto es felizmente extenso, y eso hace que blogger no lo reconozca. La única posibilidad es entonces partirlo en dos, lo siento de veras, pero al menos he podido extraerlo del mail que me ha enviado e incluirlo aquí. Y me merece muy mucho la pena.

Me permito recomendarles un libro a ambos. Es la única manera que tengo de agradecerles sus interesantísimo comentarios: "El aula desierta. La experiencia educativa en el contexto de la economía global", de Cocha Fernández Martorell. No conozco a esta profesora, pero que ejerce como directora de un IES en el Masnou, lo cual quiere decir que sabe muy bien de lo que habla y lo que supone actualmente gestionar un centro educativo, que es bantante más que dar unas cuantas clases. Vaya mi reconocimiento a aquellos compañeros que, como ella, tienen el coraje de aceptar un cargo directivo, pelearse con inspectores casi siempre impresentables, aguantar los recortes que llegan continuamente desde la política, comerse a colegas que, en algunos casos, no comparten su amor al trabajo... Mi admiración para los buenos directores de escuelas e institutos, que los hay, vaya que sí.

David P.Montesinos said...

Se sirve usted de metáforas francamente hermosas, me resulta envidiable. Me gusta mucho tanto la alusión a Geertz como la de Conrad... Esto del quirófano, me va a permitir que me lo apropie.

Cito a la autora antes referida: "A un lado se plantea la educación como un proyecto de formación y desarrollo personal en un contexto democrático y emancipador, es el objetivo de la educación pública y laica, cuya aspiración es la igualdad social, a otro lado, se promueve un modelo de educación que responda a los imperativos neoliberales de la competitividad , la educación es observada como una mercancía y la escuela debe seguir el modelo de la empresa, por tanto la inversión ha de ser rentable, optimizar los recursos y producir capital humano adaptado a los distintos sectores de la economía."

Y sigue, mas adelante (atención a esto, por favor)

"En el interior de la escuela quedan al descubierto las contradicciones de una sociedad cuyos valores éticos solo tienen vigencia para aleccionar a los estudiantes, mientras el entorno social los infringe a todas horas fuera del aula. "

Anonymous said...

Gracias por su interés, D. David. Lo cierto es que, aunque me he abierto una cuenta en blogger, no tengo blog. Una vez, hace algún tiempo, intenté crearme uno; pero pero enseguida descubrí que me faltaban las virtudes de la constancia y la tenacidad, indispensables para acometer la empresa... Me he resignado, pues, a vivir como un "parásito", esto es, a aprovechar[me de] lo que otros escriben para aclarar y formular mis propias ideas.

Volviendo al tema que nos ocupa, he de decir que la cita con que Ud. cierra su último comentario me ha dado mucho que pensar, siquiera sea porque me cuento entre quienes tratan de imponer normas sin respaldo suficiente fuera de las aulas. Yo siempre he dicho a mis alumnos (estudiantes de la ex-Diplomatura en Magisterio) que el plagio es una conducta reprobable (por obvias razones) y estúpida (porque raramente pasa inadvertido cuando el plagiario es un estudiante). He intentado hacerles ver que la cita es una muestra de agradecimiento. Incluso he llegado a hablarles, si no recuerdo mal, de aquello R. K. Merton y los "hombros de gigantes"... Pero sospecho que pocos me han tomado en serio. Y, a decir verdad, creo que los comprendo. ¿Por qué? Porque, por ejemplo, Ana Rosa Quintana es una estrella de la televisión, tiene su propia revista, gana millones, se codea con diputados y ministros, etc. Y si nos pusiésemos a hablar de la forma en que se han cocinado algunas novelas premiadas con el "Planeta"...

David P.Montesinos said...

Es cierto, amigo, Ana R. Quintana es la única persona que tiene una revista a su nombre. Y debe ser muy leída, por cierto. Algunas de sus portadas son impagables.

No creo que sea justo llamar a lo suyo "parasitismo", o en todo caso todos somos parásitos. La cita de Merton debe uno tener el coraje de apropiársela.

Entendí que tenía un blog, siento que no sea así. Quizá fuera una buena idea inaugurarlo.

Ricardo Signes said...

Leo con gusto tu artículo, que como de costumbre suma la oportunidad a otras virtudes, y me animo a escribirte sólo para añadir una perspectiva diferente sobre el asunto. Todo el texto, desde la anécdota de partida a la referencia a la carga de mamelucos de la COPE contra los profesores progres, gira en torno a la cuestión de la disciplina en el aula entendida como un problema de actitud. De acuerdo, pero quizás no sea inútil abundar en el hecho de que esa situación es una consecuencia de otros, y no algo que nos ha caído del cielo porque sí.
Me detengo en la actitud de los alumnos ahora y se me ocurren unas cuantas causas que pueden explicar la situación a la que se ha llegado(política educativa, inmersión audiovisual, pérdida de valor de referentes culturales clásicos, torpes estrategias editoriales...)pero como el espacio es limitado, me centro en aquello que me resulta más próximo: qué les estamos enseñando a los alumnos. Si alguien se toma la molestia de leer el currículum de Lengua y literatura de cualquier curso de la ESO tal como lo presenta el DOGV tal vez no necesite indagar más para descubrir el porqué de su abulia y desinterés. Es un documento a la altura del contrato aquel de Groucho Marx -el de la parte contratante, ya saben...-, sólo que no tiene ninguna gracia. Y, sobre ese texto, los sufridos opositores a profesor de instituto han de elaborar la programación didáctica que les va a suponer el 60% de su nota. Francamente, lo que me extraña no es que los alumnos tengan una actitud díscola hacia mi asignatura -por no generalizar-, sino lo sorprendente es que sean capaces de soportar desde 5º de primaria los mismos contenidos curriculares sin tomar el palacio de invierno.

David P.Montesinos said...

Hola, Ricardo, me alegra mucho volver a verte por aquí. Es curioso, hay un periodista y reputado sociólogo de la postmodernidad, Vicente Verdú, que insiste mucho en el carácter de "torturadores" de alumnos que tienen esos profesores de Literatura que, como tú, "obligan" a sus alumnos a leer la Celestina y el Lazarillo, como un dios hebreo que lanzara su maldición a los humanos en forma de plagas de langosta y almorranas.

Ricardo Signes said...

Como agitador cultural que es, Verdú dice a veces chorradas para divertirse viendo cómo se indignan los demás cuando les toca los lazarillos. Pero lo mío no va por ahí. Simplemente denunciaba un currículum diseñado para formar filologuitos y apuntaba la responsabilidad que ello puede tener en esa merma de la autoridad de los docentes.

David P.Montesinos said...

No, no, para nada creo que tu labor como profesor de Literatura tenga nada que ver con lo que propone Verdú. Muy al contrario, la traje a colación precisamente porque creo que la idea de que en pleno siglo XXI es poco menos que ser un sádico hacer que tus alumnos lean una novela del siglo XVII responde a esta mentalidad tan postmoderna de que lo que tenemos que hacer con nuestros chicos es servirles de guía cultural, compañero de juegos o instructor de no sé muy bien qué. Lo que no creo es que Vicente Verdú quiera únicamente provocar. Ya le he leído varias veces comentarios por el estilo. También le he leído que los profesores de más de cuarenta años están demasiado lejos generacionalmente de sus alumnos para entender sus problemas y valores en una sociedad que cambia tan rápidamente. Vamos, que como los esquimales, dejemos morir a los viejos abandonándolos en un témpano de hielo.