LA LOTERÍA
1. Uno de los relatos más intrigantes de ese gran embaucador que es Jorge Luis Borges, La lotería en Babilonia (Ficciones), da por hecho la existencia de una misteriosa Compañía encargada de reglamentar una serie de juegos de azar que determinarán fortunas de todo tipo, desde el enriquecimiento de un individuo hasta su absoluta ruina, desde la realización del más lúbrico de sus deseos, hasta su castigo más feroz, por ejemplo ser mutilado. Los boletos positivos pueden hacer feliz a cualquier babilonio, pero también los hay negativos, que pueden arrastrarle hacia el desastre. Se sortean acontecimientos trascendentes, pero también insignificantes, como añadir un grano de arena a la playa. (Habría que decir que insignificantes solo en apariencia, pues hay resultados de los sorteos que, aplicados pertinazmente durante años, terminan generando revoluciones completamente imprevistas en el orden social de Babilonia)
Como tantas otras veces, el cuentacuentos ciego nos toma el pelo, o acaso habría de decir ese hombre al que Borges se refiere y que se apresura a concluir para nosotros el relato breve sobre la lotería en Babilonia, pues le anuncian mediado el manuscrito que su barco está a punto de zarpar. La lotería ha condicionado la vida de los babilonios desde tiempos inmemoriales, pero sólo a partir de un cierto momento surgió la misteriosa Compañía, cuya misión era garantizar, fiscalizar y organizar los procesos de azar, un azar que no lo es del todo, ya que se desarrolla sometido a reglamentos que los babilonios definen sin dudar como escrupulosos e intrincados, por más que les esté vedado su conocimiento. Como suele suceder con Borges -por eso suma tantos adoradores como hostiles- al final del relato tenemos la sensación de no haber avanzado ni un palmo: todo está donde empezamos, o quizá incluso más atrás. Y, sin embargo -y por eso no he abandonado sus textos, a pesar de que hace mucho ya que descubrí que no había que tomárselo demasiado en serio- creemos saber algo que no sabíamos cuando empezamos a leer. Todo es falso o, al menos, dudoso y equívoco. Con seguridad la Compañía no es exactamente lo que uno piensa, quizá es tan solo una leyenda y no existiera nunca, como algunos herejes insinúan. En ese caso, lo verdaderamente babilónico no es el sometimiento al azar de las cosas de la vida -en esto habríamos de ser todos babilonios- sino la convicción colectiva de que una fuerza perfectamente organizada pero invisible controla el proceso que reparte las fortunas y los dolos.
Ya lo ven, todo el relato gira en torno a una institución cuyos procedimientos se describen exhaustivamente para terminar declarando su precariedad y aún su inexistencia. En aquellos rectángulos numerados que repartían inicialmente los mercaderes y que terminaron arruinándolos, pero que instauró para siempre entre los babilonios la costumbre de regirse por el juego, se contiene una verdad terrible, cuya insoportable evidencia determina el nacimiento de las religiones: el azar determina nuestras vidas.
2. Mi relación con la lotería de Navidad es más estrecha de lo que creen quienes año tras año me ofrecen un boleto y advierten la aparente indiferencia de mi rechazo. No participo porque no crea en la fortuna, más bien es que creo demasiado: temo a la fortuna, por eso, como sucede con aquellos que prefieren morar a las puertas del cielo antes que atravesar resueltamente sus puertas, no sea que ofendieran a los dioses, prefiero asistir al juego evitando resultar demasiado afectado. Es una vana ilusión, porque no se puede vivir de espaldas a la lotería, dado que ya les he advertido que no hemos abandonado Babilonia, pero mi actitud pasiva ante ese juego me permite, siquiera en mi ensoñación, conjurar la peor de mis supersticiones: siempre he temido que la pretensión de que el azar hubiera de elegirme a mí para la gloria ofendía a los caporales de la Compañía, los cuales, sucumbiendo a los primeros impulsos de la irritación contra mí, podrían muy bien vengarse enviandome cualquier calamidad.
Soy, pues, un cobarde, pero mi cobardía me preserva de uno de los peores vicios que asocio a la lotería, en especial a la de Navidad. Secretamente -digo esto porque creo que la gente se niega a reconocer un sentimiento tan intenso y ubicuo- se compra una papeleta por razones opuestas a las que supuestamente impulsan todo el movimiento de la lotería: no queremos que nos toque, pues de ser así compraríamos privada y secretamente cualquier papeleta que nos vendiera un viejo sordomudo en un rincón oscuro, lo que queremos en realidad es que no le toque a nuestros acompañantes sin que nos toque también a nosotros. Por eso la gente juega a la lotería de su empresa o del colegio de sus hijos. No te imaginas a ti mismo llorando de emoción por la fortuna recién alcanzada, te imaginas trágicamente silencioso, simulando alegrarte por la gloria de un compañero o vecino que nunca fue mejor que tú en nada, pero que esa mañana cree poder sentarse a la mesa de los dioses mientras tú sigues marchitándote en el fango.
No amamos al azar pues, en realidad le tememos. A través de la lotería no es tanto que intentemos fomentarlo como que más bien lo confinamos a un día determinado para, de alguna misteriosa manera, exorcizar sus peligros. Por eso todo el célebre ritual que le acompaña: ese runrún de la gente que pregunta si ya salió el Gordo entre los compañeros de la fábrica o la oficina, las tópicas bromas que circulan, los viejos frikis que acuden disfrazados al salón de sorteos... A mí me pasa como con muchas otras cosas, que no me interesa su contenido -ese deseo, en el fondo tan irresponsable, de hacerse rico- sino más bien su música, su liturgia, esa banda sonora de los gritos de los niños de San Ildefonso, esas caras esperanzadas y la cordialidad con la que te sonríen ante la proximidad de la Navidad.
No juego en el Sorteo Extraordinario de Navidad, en realidad no juego a ninguna lotería y hace como veinte años que no hago quinielas. Mi abuela me traía siempre un boleto para que lo rellenara por ella con la pretensión de que se haría rica y lo compartiría conmigo. Veía que yo ponía ganador al Madrid y me decía que no, que rellenara la quiniela a lo loco, pues había oído que cuando de verdad tocaba era cuando ibas contra todo lo lógico y lo previsible. Aquello era falso, pero contenía un fondo decisivo de verdad: el Madrid gana casi siempre, pero solo si le das perdedor, es decir, si eriges el poder de lo improbable contra la lógica, tienes la posibilidad de encontrar la fortuna. Nunca nos tocó, nunca he valorado en exceso la posibilidad de hacerme multimillonario con un golpe de fortuna. Sospecho que no sabría qué hacer si me topara con un gran tesoro y que probablemente se me indigestaría. Pensaría de inmediato en el peligro de ser secuestrado, en la cantidad de tediosas e interminables gestiones que tendría que hacer para poner el dinero a buen recaudo y protegerme de todo tipo de acosos... Yo no sabría, saldría mal. En realidad, creo que me gustaba hacer quinielas para mi abuela por ese vértigo tan fascinante de jugar a prever lo que ha de ocurrir. Hay una impostura muy especial en ello, algo que puede esperarse sólo de un mamífero tan insolente e incapaz de someterse a las leyes de la naturaleza y de la lógica como es el sapiens.
3. Pese a todo me atrae la expectativa del juego, no soy escéptico ante los sorteos de estos días por esa estupidez, en el fondo tan hipócrita, de que "no hay mejor lotería que el trabajo de cada día", una mentira cuya secreto designio adivino que se halla en la voluntad de mantener la sumisión de las masas. No discuto que es nuestra voluntad la que forja el grueso de nuestras vidas, pero es ingenuo ignorar la fatalidad, el disparate incontrolado que se oculta en los orígenes de cualquiera de los devenires en que nos embarcamos. Si quieren, a vueltas con el efecto del azar en nuestras biografías, les hablo de una frase que dije una mañana a un cura del colegio y que ha determinado el resto de mi vida, o un pequeño certificado que se traspapeló el momento crucial y que no tuve la tranquilidad para encontrar en aquel momento ante un funcionario, o de algo que hice sin pensar aquella tarde y que probablemente no habría ocurrido si lo hubiera pensado sólo dos minutos más, con lo que mi peripecia vital habría cambiado para siempre...
Borges tiene razón, la Compañía está detrás de todo, aún en el caso de que su existencia sea sólo una vieja leyenda. En cualquier caso voy a seguir sin jugar al Sorteo de Navidad. Hace unos años, con motivo de un viaje de verano al pueblo de Sort ("suerte", en catalán), cumplí para numerosos familiares y amigos el encargo de comprar lotería en la célebre delegación que -supuestamente gracias a los conjuros de "La Bruixa d´Or"- ha conseguido crearse la aureola de especialmente afortunada. Recuerdo a miles de personas pasando para comprar cualquier cosa relacionada con sorteos que aquel lugar vendiera, cómo pasaban estúpidamente la mano por la nariz del ridículo monigote de la bruja, la cara mezquina del lotero, ese tipo podrido de dinero que factura millones de euros cada día a cuenta de la credulidad humana y que dicen que planea pagarse una excursión por el espacio con la NASA. (No se preocupen, me fijé bien en su cara, ese hombre no es feliz, no sabe qué hacer con su dinero, y, al mismo tiempo, sería incapaz de renunciar a él, el pobre no tiene otra cosa). La gente no parece saber que Sort, o Doña Manolita o, cualquiera de los chamanes de la ignorancia contemporánea tientan a la suerte con procedimientos tan poco mágicos como el de extender ad infinitum su oferta a las compras por internet -supongo que habrá una bruja virtual por la que, también virtualmente, pasará el boleto que compramos-, lo cual supone que si toca el Gordo o algún premio importante en su estafeta es porque, en realidad, el caballero compra una enorme cantidad de la lotería que luego venderá a miles y miles de incautos.
Recuerdo que aquella mañana, tras salir hastiado del lugar, subí una montaña y contemple desde su cima los Pirineos. Después bajé al pueblo, tomé una cerveza mientras escuchaba el rumor del río de la Noguera Pallaresa donde jugaban los niños con sus barcas... Y pensé en la enorme fortuna de estar vivos.
Borges tiene razón, la Compañía está detrás de todo, aún en el caso de que su existencia sea sólo una vieja leyenda. En cualquier caso voy a seguir sin jugar al Sorteo de Navidad. Hace unos años, con motivo de un viaje de verano al pueblo de Sort ("suerte", en catalán), cumplí para numerosos familiares y amigos el encargo de comprar lotería en la célebre delegación que -supuestamente gracias a los conjuros de "La Bruixa d´Or"- ha conseguido crearse la aureola de especialmente afortunada. Recuerdo a miles de personas pasando para comprar cualquier cosa relacionada con sorteos que aquel lugar vendiera, cómo pasaban estúpidamente la mano por la nariz del ridículo monigote de la bruja, la cara mezquina del lotero, ese tipo podrido de dinero que factura millones de euros cada día a cuenta de la credulidad humana y que dicen que planea pagarse una excursión por el espacio con la NASA. (No se preocupen, me fijé bien en su cara, ese hombre no es feliz, no sabe qué hacer con su dinero, y, al mismo tiempo, sería incapaz de renunciar a él, el pobre no tiene otra cosa). La gente no parece saber que Sort, o Doña Manolita o, cualquiera de los chamanes de la ignorancia contemporánea tientan a la suerte con procedimientos tan poco mágicos como el de extender ad infinitum su oferta a las compras por internet -supongo que habrá una bruja virtual por la que, también virtualmente, pasará el boleto que compramos-, lo cual supone que si toca el Gordo o algún premio importante en su estafeta es porque, en realidad, el caballero compra una enorme cantidad de la lotería que luego venderá a miles y miles de incautos.
Recuerdo que aquella mañana, tras salir hastiado del lugar, subí una montaña y contemple desde su cima los Pirineos. Después bajé al pueblo, tomé una cerveza mientras escuchaba el rumor del río de la Noguera Pallaresa donde jugaban los niños con sus barcas... Y pensé en la enorme fortuna de estar vivos.
2 comments:
Hace ya bastante tiempo que no le hago una visita, Sr. Montesinos, porque últimamente ando muy, pero que muy atareado (aunque, a decir verdad, no sé muy bien con qué, porque tengo toda la docencia concentrada en el segundo cuatrimestre). Hoy vengo simplemente a presentarle mis respetos, a darle las gracias por todo lo que ha escrito (así como por el trato que a los comentaristas nos ha dispensado), y sobre todo a expresar mi deseo de que Ud. y los suyos entren con buen pie en el nuevo año. ¡Hasta la próxima!
Querido amigo O Profundador, soy yo el único que tiene razones para el agradecimiento. Todo mi afecto.
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