Thursday, March 15, 2012


FALLAS

Hace como veinte días, yo regresaba a casa un domingo por la noche surcando el interminable paraje al que los valencianos llamamos "el Río", ese milagroso bosque inventado en el corazón del casco urbano en que se ha convertido el cauce seco de la antigua desembocadura del Turia. Esa noche se celebraba la Crida, que da inicio oficial a la fiesta de las Fallas, quizá la más célebre de las que se celebran en España junto a los Sanfermines. A medida que a paso ligero me acercaba a la zona de las Torres de Serrans, un gigantesco espectáculo pirotécnico iluminaba mi camino. Mientras me acercaba, me salían al paso en la negrura del bosque, intermitentemente iluminado por el centelleo del castillo artificial, pequeños grupos de personas que se habían ido deteniendo junto al camino para contemplar en silencio el espectáculo desde la penumbra. En el momento de máxima intensidad del castell era como caminar hacia un volcán en plena explosión. Difícil no sucumbir ante tanta belleza.


Hay una tradición de progresía en Valencia que ha sido siempre contraria o, por lo menos, renuente a las Fallas. Cada cual puede hacer lo que le dé la gana, desde luego, aunque a mí siempre me ha sorprendido que actitudes falleras que provocan profunda animadversión generen sentimientos contrarios cuando corresponden a fiestas de Catalunya o, qué sé yo, del Mahgreb o de Sebastopol. Eso tiene un nombre, y no es otro que papanatismo. Insisto, uno puede hacer y pensar lo que quiera, pero siempre me ha parecido particularmente estéril y pusilánime esa convicción de que las Fallas son en esencia rechazables porque las asociamos a los sectores más reaccionarios de la sociedad valenciana.

Es cierto que personajes tan poco vinculados al progreso, el librepensamiento y la civilización como Rita Barberá nadan como pez en el agua en el ambiente de petardos, lágrimas ante la Mare de Deu, ofrenda de glorias a España y aceite refrito de buñuelos. Tan cierto como que la derecha más rancia y cerril parece haber patrimonializado la institución festera y domina su juego de signos. Todo esto ayuda tan poco a sentirse emocionalmente implicado en la liturgia fallera como los hoolligans o el periodismo deportivo ayudan a hacerse aficionado al fútbol. Ahora bien, que los sectores más reaccionarios de la sociedad se arrimen a las Fallas o al fútbol no significa que las Fallas o el fútbol sean de derechas. Lo que significa es, simplemente, que la derecha ha tenido la habilidad de apropiarse de algunos espacios de la vida que -nos guste o no- hacen feliz a la gente. Es posible que alguien que se pasa la vida viendo películas de Manoel de Oliveira -quien por cierto me parece un pelmazo-, leyendo novelas de Cela -otro ilustre pelmazo- o escuchando gimotear a algún cantautor catalán llame despectivamente "divertimentos plebeyos" a los que proporcionan solaz y esparcimiento estos días a nuestras gentes. Yo creo que esta consideración debe como mínimo ser matizada.

En las últimas horas he caminado mucho por Valencia. La afición adolescente y juvenil a botellones y macrobotellones me parece un homenaje a la barbarie, aunque creo que las sombras de este problema se alargan mucho más allá de acontecimientos como el fallero. Tampoco terminan de agradarme ciertas actitudes muy extendidas en estas días entre los falleros, cuya conducta dan a pensar que se sienten literalmente los reyes de las calles. Gestos como hablar a gritos, dar órdenes a diestro y siniestro, beber alcohol en la calle o armar escándalo nocturno, que todo la ciudadania repudia cuando provienen de jóvenes o de inmigrantes, se imponen con una prepotencia insultante y obscena con el solo argumento de que "estamos en Fallas y si no le gusta, váyase". Es algo que podrían decir también los jóvenes botelloneros cuando -en periodos no falleros- se les censura por su barbarie: "A fin de cuentas es sábado por la noche, si no le dejamos dormir y le llenamos la calle de mierda siempre puede usted cambiarse de ciudad o de país."

Y, sin embargo, con las Fallas me pasa que aunque temo su llegada y la propensión que tiene al ruido y a una insoportable vulgaridad, temo más el día en que desaparezcan. ¿Por qué, si a fin de cuentas ya les he dejado caer claramente que no me divierto en ellas?

Verán. Ya hace mucho que entendí que el gran mal de las sociedades contemporáneas es la progresiva destrucción de los lazos comunitarios, tanto los naturales, es decir los que tienen que ver con la integración en la familia o algún tipo de forma tribal de trazo intenso, como los asociativos, es decir, los mecanismos de participación que determinan iniciativas colectivas con vocación institucional. En otras palabras, que el precio de la opulencia, la masificación, la tecnología de las comunicaciones y la ultrarracionalización de las relaciones humanas ha sido que nuestras queridas individualidades se están quedando espantosamente aisladas y desprotegidas sin que nos demos cuenta. Las consecuencias de este proceso, que se está desarrollando a una tremenda velocidad sin que sepamos cómo detenerlo, son preocupantes y acaso aterradoras. Nuestros hijos no conocen la calle ni aprenden a valerse por sí mismos porque ya no confiamos en que la tribu -¿qué tribu?- los proteja si van solos por ahí; la gente trama su vida de forma desespacializada, sin ningún tipo de vínculo con un territorio que deja de tener significación; los mecanismos de acción conjunta se debilitan hasta volverse impotentes; las relaciones entre vecinos se deshumanizan... ¿Quieren que siga?

Si acepto de buen grado ciertas eclosiones de euforia colectiva -aunque uno no sabe si a veces es más bien de "furia colectiva"- es porque la tenacidad con que por ejemplo los falleros insisten en poner patas arriba una ciudad entera constituye -en cierto modo- una reacción contra toda esa esquizofrenia de la sociedad tardoindustrial, contra la devastación de los lazos grupales y los vínculos con el territorio. Las comisiones falleras paran los automatismos productivos, cortan el tráfico en los barrios, se lanzan en procesión por la ciudad, sacan a los niños a las calles, gritan orgullosamente el nombre de lo que sea que les une, lloran al llegar ante la Verge o escuchar el himno... No estoy siendo cínico; puedo desconfiar -y mucho- de ciertos iconos que construyen tradicionalmente identidades colectivas. No me emocionan gran cosa los himnos ni las vírgenes, y las apelaciones al orgullo patriótico que atacan esas fibras sensibles que tanto gusta explotar a los políticos populistas me ponen siempre a distancia. No, no es eso, es sólo que contra esta celebración exaltada de lo colectivo lo que se me aparece es el vacío y la esquizofrenia de una ciudad sumisa y rutinaria, donde los automóviles vuelven a hacerse los amos y la gente se olvida nuevamente de que hay algunas cosas que nos unen y que merece la pena celebrar.

Ya lo ven, después de tantos años huyendo casi sistemáticamente de Valencia en Fallas, mi problema no es el facherío, ni el mal gusto, ni lo escandalosamente feos que son la mayoría de monumentos, ni siquiera el olor a churro refrito. No, caballeros, la razón por la que no disfruto de las Fallas, lo diré de una vez, son los dichosos petardos. No me refiero a la mascletá, a la que incluso asisto con agrado. Me refiero a esa costumbre infame de lanzarle petardos a la gente por la calle. Empieza el mes de marzo y uno ya sabe que, sobre todo en los días inmediatamente anteriores a la Cremà, legiones de niños y no tan niños a los que mal rayo habría de partir, se dedican a agredirte una y otra vez con la barbarie de las tracas, los masclets, los trons de bac y toda la demás ralea de artilugios pirotécnicos que debió inventar alguien para joderme específicamente a mí, tan amante como soy del sosiego y la meditación. Les confieso una cosa: cada vez que alguien me sobresalta o despierta a mi bebé con un masclet creo que el autor no sabe lo cerca que está de que le grite que voy a fulminarle a él, a su familia, a sus amigos, a la Mare de Deu y al juez que un día decidió archivar la denuncia que, contra la venta masiva de pirotecnia y en favor de la convivencia, presentó un grupo de ciudadanos cuya causa apoyo con toda mi alma. No dejo nunca de acordarme de cómo lo celebró cierta preboste local, conocida por todos, gritando desde el balcón como un jabalí sudoroso: "¡Petardos para todos, y para los niños también!"

A ver si hoy me dejan dormir, aunque no soy optimista.

5 comments:

Justo Serna said...

Ay, Sr. Montesinos. Con nuestras quejas parecemos abuelos cebolletas. En cambio, Rita Barberá --ahí la tiene-- está lozana, increíblemente joven, festera y fallera. Tamosacabaos.

David P.Montesinos said...

Es porque nos quejamos de vicio. En cuanto a la lozanía de la seña Rita, no sabe lo peor, hay quien en circulos cavernarios te dice que la ve incluso guapa, está "rebonica", te dicen.

carlos esquembre said...

Desde la cueva del gigante, esa caverna refugio de bandoleros de tierras áridas, te enviamos un fuerte abrazo. Hace ya 16 años que no vivimos en Valencia, pero en tu descripción se detiene el tiempo...¡
En cuanto a Rita... jejeje... no he podido reirme más a gusto que cuando Xavi Castillo glosa su esbelta figura, porte y delicada labia...

David P.Montesinos said...

Hola, Carlos. Sí, se detiene el tiempo, tú lo has dicho. Valencia nos va a matar a todos, aunque no sabemos si va a ser de risa. Tengo alumnos que no conciben la posibilidad de una Valencia sin Rita Barberá. Rita es todo un talento, nos va a retirar a todos. Es inimaginable una alcaldesa tan identificada con lo mejor de nosotros: el ruido, el espíritu falsamente crítico, la pirotecnia, el mal gusto... Y lo peor es que amamos a Valencia, qué cosas.

Tobías said...

Hay una materialización, entre terrible y bufonesca, de Rita Barberá, personaje que parece representar las esencias de todo lo valenciano. Aquí tienes el enlace para que disfrutes de nuestra primera edil lanzando masclets con la gracia que le caracteriza: http://www.youtube.com/watch?v=rNoxCMCzk7s. Si Rita crea tendencia y marca la pauta de lo que se puede y no se puede hacer en esta ciudad, que ya es suya (sospecho, como Xavi Castillo, que un día se la comerá de un mordisco) ¿Cómo vamos a reconvenir a muchachuelos de cara abofeteable para que, en lugar de destrozar nuestro sistema nervioso, lancen petardos en los pies de sus respetables padres?

El problema de las fallas es que han adquirido ese aspecto de manifestación multitudinaria y aparente que coincide a la perfección con el diseño de Comunidad configurado por el PP. Nada que ver con el carácter alternativo, mucho más lúdico y participativo, de la falla de Arrancapins, aunque no soy capaz de decir que tal sea el camino que las fallas deberían adoptar. Me centraré más bien en algo que señalas en esta entrada, una realidad que lamento: la derecha ha tenido la habilidad de apropiarse de los espacios que hacen feliz a la gente. Esa destreza viene de acontecimientos que marcaron el futuro político de este país, el momento en el que se estaba decidiendo quienes éramos nosotros, los valencianos, antes de acabar en esta ruina política, moral y económica a la que ha quedado reducida Valencia. La habilidad de la derecha consistió en imponer su idea de país frente a una izquierda timorata que intentaba aproximarse al centro mientras renunciaba a todos sus principios ideológicos. A partir de ese momento el PP, el gran beneficiado de la deriva regionalista más burda y vacía de contenido que triunfó tras la batalla de Valencia, ha patrimonializado el país con una estrategia tan simple como efectiva: la identificación sentimental con la esencia de lo valenciano y la condena expeditiva de aquellos que, según su criterio, no lo son. Frente al nacionalismo fusteriano, más o menos criticable pero sin duda cargado de contenido, se ha impuesto un regionalismo festero y religioso de los herederos del franquismo que una sociedad despotilizada y acrítica ha aceptado con entusiasmo.

Mientras todo lo que se mueve en la "Comunitat" siga vinculado a términos sentimentales e irracionales la permanencia del PP está asegurada. Mira, a lo mejor por eso están atacando tan cuidadosamente el ámbito educativo público, tal vez sea el último reducto que se les escapa para controlar nuestros destinos hasta el día del Juicio.