Saturday, August 23, 2014

PADRES ANSIOSOS



 Leo a Carl Honoré, con placer, como cuando descubrí Elogio de la lentitud, aquel manual de resistencia contra la prisa y los agobios de la vida contemporánea. En Bajo presión (Cómo educar a nuestros hijos en un mundo hiperexigente) nos sentimos muy lejos de esos manuales de autoayuda más o menos complacientes en los que se nos intenta convencer de que tenemos que querernos más y todas las obviedades tan manidas. ¿Cómo ser padres en "la era de la ansiedad"? La pregunta es crucial, pues si no somos capaces de contestarla significa que mejor no meterse en ese monumental embrollo de tener familia, tan sencillo y natural como parecía en nuestros mayores y tan tortuoso y disuasorio entre nosotros.  

"Menos es más", dice Honoré, tras esa fórmula tan sencilla se oculta la respuesta más inteligente a la presión que recibimos para convertirnos en lo que hoy se considera "buenos padres", es decir, unos adultos histéricos que van por ahí tirando el bofe para conseguir que su hijo no se quede a la cola en la enloquecida carrera por llegar a ser un brillante universitario, un deportista de élite o un músico universalmente admirado. El repaso que hace Honoré a la obsesión global de los padres por fabricar hijos a la medida de sus ambiciones es una auténtica galería de horrores, con negocios multimillonarios en clases de repaso extenuantes tras la ya de por sí extensa jornada de colegios, deportes con exigencias abusivas para niños de seis años, sofisticados programas de ordenador para que los niños mejoren sus notas en matemáticas mientras supuestamente juegan... 
Legiones de desaprensivos han encontrado en la ansiedad de los nuevos padres el filón ideal para hacer negocios ofreciéndoles todo tipo de plan de optimización académica, juguetes interactivos para superdotados o píldoras para que el niño que no saca dieces deje de querer ir a jugar y se plante en un sillón ante los deberes con cara de lobotomizado. Estados Unidos, pero muy en especial las naciones emergentes del sudeste asiático, destacan en la inversión familiar en esta neurosis de la impaciencia y la incapacidad para gestionar los conflictos con los hijos que caracterizan a muchos prisioneros del estrés que define a nuestras sociedades, un estrés que se extiende desde el trabajo o el automóvil hasta el amor y, últimamente, de manera muy especial hacia el paterno-filial. 

Es muy aconsejable el pasaje donde se refiere a las pedagogías alternativas, que encontraron su apogeo por razones fácilmente explicables en los sesenta y setenta, y que parecen recuperar posiciones en la actualidad, cuando es cada vez más evidente la necesidad de presentar batalla a toda esta locura consistente en creer que debemos ser "padres perfectos" para fabricar "hijos perfectos". Lo que desde siempre entendieron las escuelas que se desembarazaban del chantaje del curriculum -llamémoslas alternativas, rousseaunianas, progresistas o como nos apetezca- es que es el niño el que construye el sentido que ha de permitirle relacionarse con el mundo. En otras palabras, es inútil insistir una y otra vez en proporcionar unas directrices educativas estrictas y unilineales y unos contenidos destinados a la memorización mecánica si lo que queremos es un niño creativo, feliz y capaz de interactuar con los demás relajadamente y sin temor ni violencia. 

¿Indisciplina? Al contrario, Honoré explica sabiamente cómo la formación no sólo no debe difuminar el principio de la autoridad bien entendida sino que debe incrementarlo. Disciplina, por supuesto, pero asumiendo que es el educando quien protagoniza el proceso. En este sentido Honoré desaconseja apasionadamente atrocidades como la de intentar adelantar la maduración cognitiva, tal y como ahora vemos que anuncian incluso las guarderías con programas de aprendizaje de inglés y otras lenguas o informática para niños que no han hecho sino empezar a socializarse y jugar. 

Les infectamos con nuestro virus de la prisa y el miedo al fracaso y así los enloquecemos. No es extraño que en Japón empezara esa enfermedad del hiki comori, esos niños que se encierran en la guarida de su habitación y renuncian a la vida misma porque se han roto como un jarrón ante el estrés brutal al que le han sometido las escuelas de alto rendimiento donde incluso dormir ocho horas es visto como una pérdida de tiempo. No es un tema japonés, me temo, los podemos enloquecer si no asumimos que lo que nuestros hijos necesitan, además de amor, es que de vez en cuando los dejemos en paz. 

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