Friday, February 13, 2015

EL EXAMEN



Ayer les endosé a mis alumnos un examen, eso que los logsianos amantes de la corrección política llaman "control" para disimular que se trata de una putada cuya intención esencial es torturarles. Durante las dos horas correspondientes me dediqué a "vigilar" la realización de la prueba con las técnicas tradicionales: levantas la vista de vez en cuando para que nadie copie, contestas algunas cuestiones del tipo "¿puedo saltear el orden de las preguntas?" o "voy a pedir un tipex"... la rutina sobradamente conocida. 

Como quiera que olvidé llevar material de lectura resultó que no tenía nada constructivo con lo que aprovechar el tiempo. En todo caso, el contundente proceso gripal que recién dejo atrás tampoco me inclinaba a abstrusas introspecciones metafísicas. Así es que me escampé cómodamente sobre la silla del profesor -que es un poco más grande y mullida que la de los alumnos, aún hay clases- y no tardó en empezar a acosarme Morfeo. Resuelto a no dejarme vencer por tan artero visitante, sobre todo porque mis ronquidos habrían sembrado de oscuras tentaciones las tiernas almas de mis alumnos, me puse a deambular por el aula. 


Desde mi silencio expectante se escuchaba la traza de los bolígrafos sobre el papel. Tras unos minutos me di cuenta de que en un aula se escuchan ruidos que uno no imagina mientras está concentrado en impartir una clase y se esfuerza porque sus alumnos le escuchen y no se despisten. Muebles que se arrastran en el piso superior sin motivo lógico aparente, la rama de un sauce que percute cada poco contra la ventana, el estallido remoto de una risa colectiva cuyo motivo no sabré jamás...

Volví a deambular. Topé con un reloj de pared en el que nunca antes había reparado. Era comprado de los chinos, iba a pilas y funcionaba. Como no tenía cristal me permití ese recreo infantil de aproximar los sentidos a las manecillas. Con los dedos jugué a detener el impulso del segundero, como si el tiempo estuviera en mis manos, pero se resistía, perseverando tenaz en su trayectoria. Le escuchaba pegándole mi oído: tic, tac, tic, tac... A continuación concentré mi mirada sobre el minutero y advertí que su discurrir se hacía perceptible a mis ojos. Lo intenté con la manecilla de las horas, pero ese movimiento que adivinaba constante no llegaba a mi umbral de sensibilidad.  

Un silencio monástico dominaba a aquel grupo de penitentes que analizaban un fragmento del Discurso del método. Me pregunté si eran conscientes de que aquel débil pero irreductible tic tac también sonaba para ellos. Más allá del absurdo cotidiano del curriculum, las programaciones, los exámenes y los partes disciplinarios, lo que respira tras la coraza de la identidad es un ser humano. El tic tac de cada corazón es singular e irrepetible; las emociones ya han sido vividas antes millones de veces, pero en realidad no se han vivido nunca porque cada instante que uno vive es irrepetible. Deberíamos acostumbrarnos a percibirlo como si fuera el último, pues en cierto modo lo es. 

Ese es el drama que da sentido a nuestra existencia. Los dioses no pueden entenderlo. Por eso nos envidian y toman venganza de nosotros enviándonos a fanáticos que queman viva a la gente, maltratadores de mujeres y banqueros que especulan para matar de hambre a millones de inocentes. 

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