Friday, April 17, 2015


LEÓN COME GAMBA. El reality show es un formato televisivo que, lejos de las limitadas pretensiones iniciales de fenómenos como Gran Hermano, ha logrado inocular su filosofía sobre todo el universo televisivo, de tal manera que hoy incluso los telediarios o los programas de debate son de alguna manera legatarios del reality. Y no sería inoportuno preguntarse hasta qué punto esa lógica, consistente en desnaturalizar y manufacturar las emociones humanas para convertirlas en espectáculo y, por tanto, en mercancía mediática, no ha penetrado también en nuestras vidas de maneras que acaso aún no somos capaces de identificar.

De las numerosas áreas temáticas en que se ha diversificado el formato reality, una de las que mejor funciona en nuestro país es la gastronómica. Unos cuantos ciudadanos con esperanzas de triunfar como cocineros acuden a un multitudinario casting para salir en el programa, donde tres chefs supuestamente célebres les "enseñarán" las artes culinarias. No hace falta ser muy malpensado para advertir que todo está preparado y medido, que las situaciones son forzadas y que hay un guión que debe cumplirse para cada entrega del programa lleve el curso "adecuado". Sin embargo, hay ocasiones en que alguna situación desborda el guión establecido, de manera que podemos encontrarnos escenas como la que ha incendiado la red bajo el rótulo "León come gamba", título que dio el joven protagonista al plato que creó y que originó la monumental bronca de que fue objeto.


Veamos. Anteriormente al aspirante, un chico con una vena sensible muy notable, se le había advertido que debía ser menos previsible, explotar su capacidad creativa, otorgarle "más garra" a sus platos. Al presentar su obra, una patata mal cocida con forma de león a punto de devorar una gamba, dos de los chefs montaron en cólera y, no contentos con "suspender" el plato, se lanzaron a un furioso ataque personal contra el concursante, rivalizando en comentarios humillantes con voz solemne y caras de gravedad mientras el infortunado se iba encogiendo como un gusano. Si uno se pone en el mismo plan, le entran ganas de decir que los presentadores son un guaperas insulso al que le gusta hacer sarcasmos sobre los nerviosos esfuerzos de sus concursantes y un veterano que va de gracioso sin tener ni puta gracia. Eso sí, por el hecho de saber freír huevos y echarle guindas al pavo se permiten el lujo de adoptar el aire de solemnidad que inviste a los que con justicia ostentan la condición de autoridad en otros órdenes de la vida. Y lo peor no es eso, lo peor es que el espectador les concede tal distinción, y se la concede no porque haya degustado los platos supuestamente suculentos que estos señores elaboran en sus restaurantes, sino simplemente porque la televisión les ha contratado. Y ya se sabe que si uno sale en la tele es porque algún mérito tiene.

No tengo nada contra la gastronomía, he escrito en ocasiones sobre el fenómeno Adrià. Pero, como afirmó recientemente Javier Marías, soy bastante reticente a esta especie de dictadura del estómago que hace que en este país, de un tiempo a esta parte, la distinción y la clase se midan más por lo que uno se mete en la barriga que por la cortesía de su trato o sus lecturas de Stendhal. Me parece muy bien que alguien sea capaz de presentar la "deconstrucción de la tortilla de patatas", que al margen del regusto que deje en el paladar, contiene un poso de ironía que, por cierto, no está muy lejos de la del león que come gamba. En cualquier caso, y como toda moda arrastra la tentación del exceso, temo que el supuesto reconocimiento internacional obtenido por la cocina española en la última década nos haga perder un poquito el norte.

Mi madre es una gran cocinera, no me consta que se le reconozcan demasiados méritos por ello fuera del ámbito doméstico, suponiendo que ahí sí se le reconozcan. Cuando me explica que no aplico correctamente los tiempos de cocción del pescado no me escarnece, no me insulta, no dice -como el par de mamarrachos televisivos del otro día- que la he ofendido a ella, a la gastronomía o al país entero. Actúa como yo con mis alumnos, intenta ayudarme, es cordial, me corrige cariñosamente. Pero claro, ella es mi madre, mientras que Masterchef es la televisión, y ya se sabe cuál es su especialidad: elevar al rango de doctos a los mayores indeseables.

Miren, a mí me parece una genialidad lo de León come cabra. Tiene algo warholiano, una ironía que desnuda las vergüenzas de un modelo de espectáculo que prostituye a los que participan y prostituye a los que lo ven. Es posible que el par de sádicos que destrozaron al pobre chico la otra noche disfrutaran mucho haciéndose los chulos, pero no es eso lo que me preocupa. Lo que verdaderamente me dejó inquieto es la vergüenza y el autoodio que se apoderó del concursante tras su expulsión, cuando rompió a llorar reconociéndose culpable de toda suerte de crímenes. 

No sé si ustedes necesitan que les diga esto, pero sí se lo diría a mis alumnos: no dejéis que nadie se atreva a meteros broncas, nadie como por ejemplo un profesor, pero tampoco un entrenador, ni mucho menos un cocinero... No dejéis que ningún mediocre, por el hecho de que le hayan puesto una gorra de plato -o un ridículo gorrito de chef- se crea en situación de deciros que sois una mierda. Y otro, que no se me olvide: apagad la tele.  

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