Saturday, September 05, 2015



JEFFREY SACHS: SETENTA AÑOS DE LA ONU.

En 2005 el prestigioso director norteamericano Sidney Pollack presentó su película “La intérprete”, que le permitieron rodar nada menos que en las instalaciones de la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York. La protagonista, Silvia Froome (Nicole Kidman), originaria del país imaginario de Matobo –que podemos asociar a Zimbabwe-, trabaja en el edificio como traductora simultánea. Por casualidad descubre una conspiración para asesinar en la sede al Presidente de su país, Edmond Zuwanie, a la que ésta detesta por considerarlo responsable de múltiples crímenes, entre ellos el asesinato de su familia. Se desata entonces un frenético operativo policial que convertirá el relato en un por momentos apasionante thriller.

La película es francamente entretenida, pero su mensaje, favorable al papel mundial que la organización lleva a cabo a favor de la causa de la justicia global y contra la impunidad de los dictadores, deja considerables cabos sueltos. Sabemos que hay un antiguo líder de masas que, tras un pasado revolucionario, parece haber enloquecido para convertirse en uno de tantos sanguinarios dictadores africanos. Cuenta con algunos opositores cuyas intenciones adoptan perfiles más bien difusos. Uno de ellos, Kuman-Kuman, dice creer sólo en los negocios, pero nada se nos cuenta en el film respecto a la responsabilidad de las potencias mundiales y las multinacionales en las tragedias subsaharianas. Debemos, como la matobana blanca Silvia Froome, renegar de la inclinación revolucionaria y apoyar a la ONU, pero la organización nada sabe en el film sobre las causas profundas de los terribles conflictos que asolan la zona más pobre y violenta del mundo. Hay dirigentes que al envejecer enloquecen y matan a miles de civiles, debemos permanecer en el lado del río donde actúan los justos, es decir, debemos, como la ONU, ser pacifistas y ayudar a que los malos vayan a la cárcel. Falla algo aquí.
Vuelvo a Jeffrey Sachs y al artículo sobre el setenta aniversario de la ONU, creo que hoy con más razón, cuando la crisis de refugiados que atravesamos empieza a dejar imágenes más estremecedoras que nunca y el papel de las naciones en la lucha global contra la injusticia abre toda suerte de interrogantes. La fuente que cito es el célebre texto de Naomi Klein “La doctrina del shock”, donde la figura de Sachs es sumamente relevante.
Jeffrey Sachs era un joven y brillante economista de Harvard cuando en el 85 fue convertido en asesor de uno de los candidatos a las elecciones de Bolivia, país envuelto en ese momento en una terrible crisis económica. La convicción con la que aquel hombre afirmaba poder acabar con la crisis inflacionaria en cuestión de horas ayudó a que finalmente sus planes fueran llevados a la práctica. Paradójicamente, decía estar muy influido por las recetas del keynesianismo, pero sus planes respiraban el aire de las recetas de Milton Friedman, padre del neoliberalismo contemporáneo e inspirador directo de la revolución conservadora que los anglosajones exportaron al mundo en la era Reagan-Thatcher, la cual constituye precisamente una reacción contra la herencia del New Deal, el estado del bienestar, la socialdemocracia y, en definitiva, el modelo Keynes. La maquinaria propagandística neoliberal ha hablado durante décadas de un milagro económico en Bolivia cuyo ideólogo sería Sachs. Esta historia es completamente falsa según Naomi Klein, y las consecuencias de la mentira han sido dramáticas.

Sachs compartía la especie, muy exitosa entre los conservadores estadounidenses, de que Latinoamérica era víctima del romanticismo socialista. Frente a los liberales más ortodoxos, creía que para “liberar” a las economías de la zona se precisaban inyecciones económicas exteriores, pero la receta esencial consistía en la austeridad en el gasto público. Ésta habría de imponerse de forma abrupta y repentina, como un shock, generando en la población la sensación de que es imposible resistirse. A tenor de los resultados obtenidos, la idea es enriquecer más a la oligarquía del país, de manera que el coste social de la operación recae sobre los pobres. Precarización del empleo, destrucción de la protección social, aumento exponencial de las diferencias entre pobres y ricos… Lo que ocurrió en la Bolivia intervenida por el nuevo Doctor Shock, siempre según Klein, es lo mismo que una década antes habían conseguido los Chicago Boys en Chile, donde fueron contratados por el gobierno golpista de Pinochet para arreglar la economía del país, con los resultados ya conocidos.

Jeffrey Sachs reaparece para el mundo en los años noventa, donde según la denominación de Klein se vivió tras la ilusionante caída del Muro de Berlín una “pesadilla hobbesiana” de la que no estoy seguro de que la nación haya despertado. El plan de Gorbachov consistía en convertir la antigua URSS en un modelo socialdemócrata de corte escandinavo, con una sólida red de protección social y algunas industrias clave bajo protección estatal. En cierto momento la posibilidad de una genuina revolución democrática fue sustituida por un programa basado en las recetas de la Escuela de Chicago, es decir, las de Milton Friedman. Es ahí donde, a la sombra de Boris Yeltsin, aparece Sachs, dispuesto a implantar de urgencia el programa que supuestamente ya había triunfado en Polonia. No es gratuito indicar que a los artífices de dicho plan Joseph Stiglitz, el Premio Nobel y gran refutador del mito liberal de la “mano invisible”, los llamó “bolcheviques del mercado”.

La revolución comandada por Yeltsin no fue pacífica. De igual manera que en Bolivia la terapia Sachs requirió un potente despliegue represivo, por ejemplo contra sindicalistas, Rusia requirió por ejemplo un golpe de estado organizado por el propio Yeltsin, acontecer por cierto celebrado en Occidente con gran entusiasmo. Dice Klein: “¿Qué hicieron los de Chicago y sus asesores accidentales en aquel momento crítico? Lo mismo que cuando ardía Santiago de Chile y lo mismo que harían cuando la que ardiese fuese Bagdad: libres, por fin, de la intermediación de la democracia, se dieron un festín de nuevas leyes.” Para la autora canadiense, el secreto de la doctrina del shock es que las medidas liberalizadoras consistentes en enormes recortes presupuestarios, eliminación de controles de precios de productos de primera necesidad y privatización general de servicios básicos son mucho más sencillas de aplicar cuando hay un estado de represión policial que sofoca las tentaciones de rebelión.

El boom económico capitalista que se esperaba no se dio. El comunismo fue sustituido por un estado corporativista del que se benefició una élite de rusos y unos cuantos fondos de inversión extranjeros que aprovecharon la privatización masiva de grandes compañías nacionales. Las esperanzas razonablemente suscitadas por el fin del comunismo se marchitaron ante la evidencia de que uno de los grandes países del mundo ha sido saqueado, convirtiéndose en lo que algunos han llamado una “cleptocracia”. En solo ocho años se registró el absoluto empobrecimiento de alrededor de setenta y dos millones de ciudadanos. En el año 96 el 25 por cien de los rusos vivían en una situación de pobreza desesperada. “En la Rusia actual”, afirma Klein en 2007, “la riqueza está tan estratificada que los ricos y los pobres parecen vivir no sólo en países distintos, sino también en siglos diferentes.”

No es objetivo central de este escrito desacreditar a la Organización de las Naciones Unidas, ni siquiera me preocupa demasiado cuestionar el prestigio de Jeffrey Sachs, quien por cierto ha manifestado en alguna ocasión no sentirse responsable del desastre económico operado en Rusia. Hace unos días este señor publicó un artículo cuya función, creo, era aquietadora y sedante. Me rebelo contra esta sensación, lo que en estos días sucede a las puertas de Europa con la crisis siria – y sí, pienso en imágenes como las del niño ahogado en la playa griega- no puede someterse al conformismo que propugna este autor.
No, no estamos en buenas manos, el mundo no va por buen camino, no puedo pensar otra cosa en este momento. 

(Adjunto el enlace del artículo de Sachs en El País)

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