Friday, November 20, 2015

LUNES. Cuando un acontecimiento de gran impacto concita todas las atenciones nos sentimos impelidos a adoptar algún tipo de actitud más o menos visible. Más allá de las voces de indignación, más allá de los clamores de venganza, tan arraigados en lo profundo del alma de la comunidad desde sus mismos orígenes, las redes sociales propician un moralismo soft (“ética indolora”, lo llamaría Lipovetsky), que pasa por convertir las sonrisas y postureos, habituales hasta el hastío en los fines de semana, en selfies con banderas francesas de trasfondo para exhibir sentimientos de solidaridad con las víctimas. Esta es la manera posmoderna de asumir el deber de la participación ciudadana, enfrentándose con ello a las acusaciones de indiferencia e idiotismo que a menudo lanzan las élites intelectuales. Mi posición ha sido en estos días la del silencio, ese silencio lúcido y en ningún caso hueco al que invita en ocasiones la lectura del Tractatus de Wittgenstein. Sólo desde la distancia, lejos del fragor de los cuchillos largos se hace posible la reflexión, que es precisamente de lo que intentan privarnos los fanáticos. Tengamos el valor de callar durante algunos días, alarguemos el minuto de silencio.

MARTES. Está muy explicado en “El agente secreto” por Joseph Conrad, donde empezamos a descifrar en sus orígenes la naturaleza de un fenómeno tan contemporáneo como el terrorismo: en una sociedad racionalizada como la que habitamos nos gusta creer que todo está bajo control y que la inseguridad es lo anómalo, casi lo escandaloso. Cuando descubrimos con horror que Lucifer armado con Kalaschnikov puede convertir sin despeinarse un discoteca o un café en un infierno la realidad se nos cae encima: no vivimos en la pax romana... Tras las fronteras, a poco que uno aguce el oído, se presiente el estrépito de cientos de batallas. Necesitamos que se definan ante nuestros ojos algunas de las consecuencias de la guerra, por ejemplo los refugiados sirios, para que nos estremezcamos.

MIÉRCOLES. “Yo soy francés”. Si supiéramos asumir en todas sus consecuencias el sentido de esta aserción creo que la venderíamos menos barata. La Francia que amamos es volteriana, también es de Monet, Piaff, Sartre o Truffaut... No es en ningún caso lepeniana, porque para Le Pen no hacen falta siglos gloriosos, cualquier país de cabreros puede permitirse semejante mamarracho. Sin embargo la Francia actual es también lo segundo, una Francia tan ridículamente chauvinista, provinciana y glotona como la que encontramos en Asterix, una nación que después de tanta revolución burguesa y tanta gauche divine resulta albergar los mismos miedos y salta con los mismos resortes asociados al rural y atrasado vecino del sur, ése que tanto sufrió la incomprensión francesa ante el terrorismo local en tiempos aún cercanos. Nada es más admirable que los valores de la Republique, y no tengo duda de que son esos valores los que los bárbaros intentan destruir, pues encarnan justo lo contrario del paraíso que ellos se prometen a sí mismos. La pregunta es si el país sigue de verdad creyendo en ellos.

JUEVES. Deberíamos ser más indulgentes con la inconsecuencia de la gente que llora su solidaridad hacia el vecino “al que siempre hemos admirado tanto”. Es como cuando han entrado a robar en nuestro bloque de viviendas, uno hace entonces piña con los vecinos -incluso con los que odia- porque se ve expuesto a que le pase lo mismo. Y sí, lo sé, es conveniente documentarse mejor, entender que los muertos de París no valen más que los de Beirut o Alepo, recelar de la hipocresía de las élites, descifrar los intereses de quienes arman hasta los dientes a los fanáticos y después se lamentan cuando silban las balas...Pero nos equivocamos cuando culpamos a Occidente. Los asesinos del viernes no creían en lo que gritaban mientras accionaban rabiosos el gatillo: "Esto es por lo que hacéis en Siria". Una cosa es que la política de las potencias de Europa o Norteamérica en Oriente Medio sea sumamente criticable, y otra es creer que la prosperidad y las libertades es culpable por definición y merece ser castigada. Eso es justamente lo que los fanáticos quieren que pensemos.

VIERNES. Las portadas no paran de insistir en que estamos en guerra. Quizá, pero creo que es sano cuestionarse si no estamos abusando de un concepto con el que difícilmente podemos capturar el sentido de una lógica que no tiene nada que ver con la que dio lugar a la idea de lo bélico. Antes de bombardear y declarar la conflagración -y no digo que tales cosas no hayan de hacerse- habríamos de preguntarnos qué es lo que más teme el enemigo. ¿Por qué nos odian? ¿Qué es lo que tanto les irrita de nuestra conducta? Y sobre todo, ¿qué es lo que temen que imiten sus correligionarios?

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