Friday, November 27, 2015



MADRUGADA


Últimamente, y como consecuencia de mi incapacidad para gestionar el estrés, suelo despertarme a esas horas matinales que, sobre todo en invierno, se hacen especialmente inhóspitas. Como estoy viviendo temporalmente junto a un gran nudo de entrada y salida de esa inmensa colmena que es una gran ciudad, con una densidad de vehículos digna de una pesadilla, puedo percibir nítidamente ese in crescendo del ruido de motores que va intensificándose hasta alcanzar su cénit hacia las siete y media u ocho de la mañana. Subo la persiana  y aún entre las últimas sombras nocturnas diviso un horizonte de faros de coches que se desplazan como legiones de hormigas, a un lado y otro del bypass, incorporándose desde la avenida de cuatro carriles a los ramales de aceleración que conectan con las grandes arterias. 

... Llegan los primeros atascos de la mañana. Desde el sopor insomne de la ventana de mi habitación prestada se diría que todo el mundo parece tener muy claro a dónde va y qué pretende hacer con su vida. 

Nos hemos acostumbrado a la idea de que lo normal es que la gran maquinaria funcione sin mayores contratiempos. Entramados de dimensiones colosales -una urbe, un Estado, una comunidad de Estados-, monstruos que parecen funcionar sólos, como si fueran sistemas perfectamente automáticos y no decisiones de personas los que les hacen sobrevivir y agigantarse. El problema es que cuanto más complejo y sofisticado es un organismo, más delicado y vulnerable resulta. Antes, y cuando digo antes me refiero a menos de medio siglo, éramos una carreta de caballos a los que arreábamos cuando remoloneaban en un pedregal, ahora somos un tren de alta velocidad al que un pequeño sabotaje en la vía puede hacer descarrilar. 

No sabemos cómo reaccionar a los atentados de París. Nos parece insoportable la idea de un imprevisto que haga colapsar todo el sistema. El estado de excepción en el que vive estos días Bruselas es un síntoma de lo que un acto terrorista puede hacer con nuestra normalidad. Hay algo en lo que los fanáticos nos ganan: conocen perfectamente la lógica del odio y la venganza, habitan ese lenguaje y son completamente incapaces de salir de él. Tienen el poder de sacrificarse por unas verdades que repiten histéricamente no fuera que se les olvidaran un sólo instante. No podemos entenderlo. Decimos que son el Mal, y sin duda lo son, pero no sabemos cómo traducir a nuestros códigos la cultura del sacrificio, la venganza y la cólera de los dioses. Es como si nos hablaran unos iluminados llegados directamente desde el Medioevo. 

Y como en aquellos tiempos tenebrosos, vuelven los santones y los místicos, las sectas de iluminados, las procesiones penitentes, las imprecaciones de arrepentimiento, las piras para los infieles, el fin del mundo visto como una promesa de liberación. Es tan erróneo afirmar que Occidente está en guerra con el Islam como creer que es posible entrar en algún tipo de diálogo con alguien que es capaz de hacerse volar en pedazos y destruir de una tacada cientos de vidas inocentes. 

Podemos sucumbir a la tentación de pedir sangre por sangre. Son situaciones en las que las soflamas de los machotes parecen más seductoras que nunca. Si los cuatreros o los pieles rojas amenazan con destruirnos, llamemos a los rangers de Texas para que nos salven, pues llegados a este punto no hay otro camino que el de las pistolas.

Ya, el problema es que hacemos entre tanto quienes no volteamos los revólveres. Miren, si analizan detenidamente la naturaleza de los atentados de París quizá detecten el inmenso resentimiento de quienes confunden con perversidad y corrupción moral lo que en realidad es su propio sentimiento de fracaso, la profunda frustración que les produce su incapacidad para entender que las mujeres ya no nos obedecen, que los jóvenes no van a bailar y escuchar rock porque le han vendido el alma al diablo, que la gente intenta pasárselo bien porque incluso sin terroristas ya hay bastante sufrimiento en esta vida para ir por ahí avinagrándose, que ir a un estadio de fútbol de vez en cuando es incluso saludable... Y si sólo fuéramos los infieles, pero resulta que son cada vez más los jóvenes árabes que no desean vivir en el siglo XVII. 

No tengo recetas contra los atentados suicidas, pero sí sé algo: voy a seguir ejerciendo mi libertad sexual como me dé la gana, beberé vino y disfrutaré con él impúdicamente, seguiré leyendo a Conrad y a Nietzsche, dibujaré los rostros de mis seres queridos, cogeré el metro, escribiré poemas en los aeropuertos, seguiré intentando enseñar a mis alumnos a convertirse en librepensadores...

Matennos a todos, nos lo vamos a seguir mereciéndono.  

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