No veo razón para emplear más tiempo del razonable en el debate sobre lo apropiado de la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan. Si somos estrictos respecto al concepto literario, entonces parece algo forzada la decisión favorable a un autor con dos libros publicados que, por cierto, ejercen una influencia menor comparados con el grueso de la obra dylaniana, que son sus canciones. ¿Se puede siquiera considerar a Dylan un poeta? Yo cambiaría la pregunta: ¿no será que la estructura de los Nobel se ha quedado obsoleta? El Príncipe de Asturias, por ejemplo, contempla secciones como "Artes" que evitan este tipo de polémicas, de ahí que en 2007 pudiera concedérsele al propio Dylan sin más explicaciones.
En cualquier caso no pienso preocuparme en exceso. Algún intelectual con vocación de reserva espiritual de Occidente ya ha aprovechado para proponer que el siguiente se lo den a Snoopy, un razonamiento tan demagógico como el de aquel obispo que, a vueltas con la legalización del matrimonio homosexual, adujo que ahora también podrían casarse los tríos o los hombres con sus perros. Quizá, empeñado en que se premie a los escritores puros, éste señor preferiría que el Nobel de Literatura se lo llevara Paulo Coelho, astuto filósofo para ratos perdidos de aeropuerto y al que algún malicioso atribuye la célebre frase: "Sé tú mismo, pero si puedes ser Batman, sé Batman, que está más mejor".
Escritor o no, lo que parece dificilmente discutible es que estamos ante una figura clave para la cultura contemporánea. Dylan es un mito... en toda la extensión de la palabra, lo cual supone que hay muchas verdades ocultas seguramente prosaicas tras la alargada sombra que su leyenda proyecta.
Y, sin embargo, quisimos ser como él muchas veces a lo largo de nuestra juventud. Si mi padre imitaba la mirada de Montgomery Clift para seducir a mi madre, yo intentaba que mi pelo rizado me acercara al cantante de Duluth.
En Mad Men, la teleserie a través de la cual entiendo cada vez con más claridad los años sesenta, en los cuales se forja la mayor parte del imaginario popular contemporáneo, recuerdo al menos dos apariciones dylanianas. En una de la segunda temporada, se habla en Nueva York de que la gira multitudinaria del cantante llega a la ciudad. No es difícil imaginar en aquel momento a la juventud contestataria entonando a coro "The times they are a changin" y la atorrante "Blowin in the wind".
Pero yo me identifico mucho más con la imagen final de la primera temporada, cuando el protagonista, Don Draper, queda sentado y solitario con su traje y su peinado perfectos en la escalera de su casa. Sueña con que su mujer y sus hijos le han esperado para celebrar juntos Acción de Gracias, pero el hecho es que se han ido. Mientras Don entiende que está perdiendo a su familia, la única que ha tenido a lo largo de su vida, suena "Don´t think twice, it´s all right".
La historia identifica a Dylan con la canción protesta y lo que en aquellos años sesenta se llamó en América "contracultura". Tras la protesta política se ocultaba la decidida voluntad de escapar a la reja de hierro de una moral represiva y que ya no resistía las oleadas de los nuevos tiempos. Se trataba, en suma, de liberar las relaciones humanas de las mediaciones que las habían prostituido durante milenios.
Acertado o no ese proyecto, Dylan no se sintió nunca demasiado a gusto dentro de la aureola de líder y profeta. Es ese Dylan el que me interesa, el que respondía con cinismo a las preguntas de sus adoradores, el que rehuía la celebridad y decía no desear otra cosa que enamorar a Brigitte Bardott, el que cogió la guitarra eléctrica y provocó las iras de los fanáticos del folk-singer...
Veo a Dylan como veo a Draper: un tipo con una incontenible ambición, un ego insoportable y muchísimo talento; un pordiosero que se hizo rico y que, como el judío errante, fue capaz de vivir muchas vidas en una. Hoy Dylan podría ser un anciano más de alguna gris ciudad de Minnesotta, alcoholizado y harto de aburrirse, pero decidió dejar Minneapolis y marchar a Nueva York, donde también hubiera podido quedar en uno más de tantos singers que imitaban a Pete Seeger y Woody Guthrie.
Bob Dylan es un gran poeta y un músico prodigioso, jamás sus interpretación de una canción suena a lo mismo. En un reciente festival de los Rolling Stones en Brasil, le invitaron a interpretar una canción. Mick Jagger le ajustó el micrófono mientras le miraba con un respeto que jamás le he visto hacia nadie. Es ridículo discutir si merece o no el Nobel, tanto como lo es aseverar que con esta concesión se premia a la "cultura popular". Yo creo que en las canciones y los ritmos de Dylan se presiente una sensibilidad que ya no es reductible al esquema moral de las sociedades disciplinadas. Es otra forma de construir biografías lo que se anuncia, otra manera de entender la propia identidad. Está llena de ambigüedades, incertidumbres y contradicciones, como los mitos que le dieron forma artística, pero es la que tenemos.
Los tiempos sí estaban cambiando, no sé si hacia bien o hacia mal... pero ese, claro, es otro debate.
2 comments:
Imagina que a un tema de Dylan le quitas el sonido de su guitarra: la canción pierde mucho. Ocurriría lo mismo con la armónica o con el bajo, que cuando más se nota precisamente es cuando no está. Ahora quitemos la música y quedémonos con la letra. ¿Es Bob Dylan un buen poeta? Por supuesto que no. Entre otras cosas porque ni lo pretende ni le hace ninguna falta. ¿Que le han dado el Nobel? Pues, enhorabuena.
Lo que ha hecho Bob Dylan durante más de medio siglo tiene que ver con un género artístico que no es reductible a un concepto literario clásico. Pasa lo mismo que tú dices respecto a las canciones de Dylan con las de Brel o las de Sabina. Pero, ¿por qué quitarles la música? Ne me quitte pas... es hermoso cantado por Brel. Nadie discutió que en 2007 le dieran el Príncipe de Asturias de las Artes. No le dieron el de las Letras porque procedía darle el otro, es así de sencillo. A mí me parece que la influencia de Dylan sobre la cultura contemporánea -popular o no- es colosal.
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