Friday, October 07, 2016

FÚTBOL LÍQUIDO

El Mundial de Balonmano de 2015 se celebró en Qatar, selección sin ningún currículum que acabó subcampeona, perdiendo en la final con la potente Francia por tan solo dos goles. Sería una sorpresa, pese a la condición de anfitrión del combinado catarí, de no ser porque estaba íntegramente conformado por jugadores extranjeros llegados de países punteros en este deporte. A estos jugadores se les pagó una cantidad considerable de petrodólares por nacionalizarse y disputar el campeonato bajo aquella bandera extraña. Se advirtió que, entre el público que jaleaba sus actuaciones, había muchas personas que no parecían nativas. Un aficionado español, por ejemplo, reconoció haber animado con aparente entusiasmo al equipo local, llegando incluso a "traicionar" su condición nacional al apoyar a Qatar en su partido contra España. No es difícil imaginar que le pagaron a él y a otros muchos por hacerlo, pues no parece que haya muchos ciudadanos cataríes que supieran siquiera en qué consiste este juego. 

Sigo, en el Mundial de fútbol que se disputó en Corea llamaba la atención la multitud de aficionados ataviados con la camiseta del equipo que jugaba cada día. Así se advertía un considerable colorido en las gradas, por ejemplo con aficionados de naranja que coreaban a Holanda, de amarillo que lo hacían por Brasil, etc, etc... Todos eran coreanos, y sospecho que con aquello sentían que estaban haciéndole un servicio considerable a su país. 

El fútbol y otros deportes han entrado en la globalización, como tantas otras cosas, a partir de lo que Vicente Verdú llamaría el "capitalismo de ficción". En esta vuelta de tuerca posmoderna, el negocio del deporte de élite se alimenta de un simulacro. Inter de Milán, Real Madrid, Manchester United ya no son simples equipos de fútbol, son marcas, lovemarks, como diría ahora un experto en marketing.  

Así, cuando hoy un equipo español se enfrenta a uno de la Premier League, no parece haber rastro del tradicional estilo futbolístico de las islas, cosa que se explica porque es casi imposible encontrar un jugador británico en sus plantillas, más difícil aún si se trata de entrenadores. Esta deslocalización, y la correspondiente desnaturalización de los equipos, no afecta sólo a los ingleses; si el Sevilla, por ejemplo, se enfrenta al Manchester City, hallaremos más jugadores españoles en este equipo que en aquél. 

Es llamativo que en la liga española ya no se disputen partidos de forma simultánea, es decir, la jornada de liga empieza el viernes y acaba el lunes, con encuentros sucesivos y a horas tan delirantes como el domingo a las doce, al parecer con intención de satisfacer a los clientes televisivos de todo el mundo, sobre todo los asiáticos. 


Los aficionados se han convertido en figurantes. El telespectador taiwanés quiere que estén, y más si son animosos ultras, pues forman parte de la lógica del espectáculo. Lo que está claro es que la hinchada local, máximo sostén y destinatario en otro tiempo del juego, pasa hoy a formar parte de la escena. Se le pide que se pronuncie, que grite, que insulte a Cristiano Ronaldo, que despliegue banderas y cánticos, que haga lo que siempre ha hecho, pero ahora por un motivo sencillo: las cámaras deben encontrar motivos para retratarle. 

Hace tres años el Valencia cf, entidad histórica y completamente arruinada por los especuladores, fue vendido a un multimillonario de Singapur, Peter Lim. "Welcome Mr Lim", proclamaba con inmensos caracteres el marcador electrónico de Mestalla, un estadio con casi un siglo de existencia. Berlanga y Mr Marshall una vez más, sí, poderío financiero llegado como el maná de muy lejos para sacarnos de pobres. Lim vive a tres mil kilómetros, no pasa por Valencia, no es seguro que le informe de que, en ocasiones, el graderío se cabrea porque el equipo es un dislate. "Cultura de club", dicen sus empleados, sabedores de que Meriton, la empresa dirigida por Lim, les paga para mantener un simulacro. 

Un gran club de fúbol construye su leyenda desde el fragor de batallas épicas. "Forjado en el yunque de la adversidad", se ha dicho siempre del Levante. El Valencia no es una marca, tampoco el fútbol español ni la liga nacional. Siempre hubo negocio en torno al fútbol, siempre hubo desaprensivos que rapiñaron con este deporte que los cándidos aman hasta el punto de pagar por la ilusión que genera. Es un entretenimiento ligero, si queremos, pero no es una ficción, o mejor, no es un simulacro, nunca lo fue... Hasta ahora.  

Los mercaderes del capitalismo global se apoderan de los sentimientos para venderlos cuidadosamente envueltos, como la paella congelada, en papel de celofán. Si pudieran, venderían emoción valencianista en bandejas de supermercado. Es lo mismo que hacen con cualquier cosa que se pueda convertir en artículo de consumo. La experiencia misma, aquello que constituye el mapa emocional de una persona, es desrealizado -expurgado de su valor de realidad- para convertirse en folklore. El fútbol, la tortilla de patatas, el centro histórico de las ciudades, el amor... no podemos estar seguros de no haber cruzado todavía la línea roja de lo verdadero, acaso ya sólo vivimos como simulación. 

¿Funciona el trampantojo? No. El Valencia va de derrota en derrota. Es un equipo "líquido". A la búsqueda de una identidad, navega a la deriva sin encontrar un método porque se ha convertido en un monopoly donde los jugadores desfilan pasando apenas dos años y marchando para que los comisionistas se forren con los traspasos. Ningún proyecto cuaja, nada que fuera sólido puede ya abandonar el estado fluido en que lo han convertido. No funciona, no, el equipo parece ir camino de la catástrofe, pero dudo mucho a que a su dueño singapurense tal cosa le quite el sueño. A fin de cuentas, no es mucho más que perder al Monopoly.  

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