Fue la respuesta de un racista y, lo que es peor, de un bárbaro, y consiguió provocar en mí, al menos en aquel instante, el efecto contrario al pretendido. Debo reconocer no obstante que nunca he llegado a profundizar en la sabiduría asiática.

...Será una filosofía "despreciable", pero hay que reconocer que el pensamiento no occidental es como poco prolífico e influyente.
Yo, como aquel profesor idiota y como cualquiera de ustedes -aunque sólo los expertos en filosofía lo sepamos-, soy platónico y kantiano. ¿Por qué entonces practico tai chi?
La nuestra es una civilización cartesiana o, si lo prefieren, "mentalista". Desde Platón hemos fragmentado nuestra experiencia en dos mitades: espíritu y materia, mundo verdadero y mundo aparente, alma y cuerpo, concepto y sensación...Yo soy platónico o cartesiano sin haberlo elegido. Desde que recuerdo me he enfrentado a la realidad desde la coraza de los conceptos. Siempre me sentí fuerte en la palabra, en la abstracción, en el intelecto. Creía tener un cuerpo, pero no lo habitaba.
Un día me di cuenta de que mi yo vivía en una discordia que estaba empezando a matarme. Mi cuerpo se amotinó, se enfrentó a aquel ascetismo clerical que le relegaba a la insignificancia y decidió vengarse de mí, revelándose como un monstruo dispuesto a devorarme.
Descubrí ante aquella amenaza presentada en forma de violentos ataques de ansiedad que sabía pensar pero no sabía respirar. Tampoco sabía dormir, ni comer, ni caminar... No olía, no saboreaba, no dialogaba con mi estómago ni con mis pulmones. Sabía poco de mi voz y apenas nada de mi piel o de mis dedos.
Una noche entré por primera vez en una clase de tai chi. Fui acogido con una sonrisa generosa y cordial por el shifu (maestro) y por los demás miembros del grupo... Advertí que ejercitaban aquellas formas o figuras con una misteriosa belleza, como quien se deja poseer por una cadencia que lleva miles de años sobre el mundo. Esa ritualidad, esa fluidez, sólo llegan a cobrar todo su sentido desde principios tan ajenos a nuestra lógica como los del yin y el yang.
No sé mucho del tai chi, sé que admiro su prodigiosa lentitud, su plasticidad, su delicada fortaleza. Con él descubrí la enorme importancia, y también la dificultad, de coordinar los movimientos; supe que tenemos hemisferios y que la respiración gobierna del cosmos de forma imperceptible. El taiji quan -que es como debemos llamarlo- es la conversión de viejas artes marciales en una suerte de danza. Cada giro, cada mano extendida, cada mirada al frente o a los lados se integran en un plan general que sólo encontraremos si decidimos perseverar en su busca.
Hay una sabiduría frágil y a la vez enérgica en el tai chi, es apacible y sereno, pero puede ser también tempestuoso.
Tengo un cuerpo, o mejor, soy mi cuerpo. Es algo que supe de niño y olvidé después. Lo estoy recuperando, aunque ya no como niño. Quiero pensar que el tai chi me hace más sabio, más al menos que aquel catedrático que viajó a Asia y no entendió nada. Más que el cartesiano que seguramente sigo siendo.
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