Friday, June 26, 2020

LAS RAZONES DE NAOMI KLEIN.... Y LAS NUESTRAS.




Empezaré este escrito con una confesión autobiográfica, lo cual está muy en el estilo de Naomi Klein. En el encabalgamiento entre los ochenta y los noventa, pasé por una etapa de profunda desorientación intelectual y moral. Algunas lecturas mas entusiastas que bien digeridas y ciertas experiencias personales más o menos traumáticas, se unieron a un trasfondo de acelerada degeneración de la democracia entendida como lógica de partidos. El felipismo, aunque nunca dejaré de concederle ciertos méritos, hizo más de lo razonable por subvertir el principio de la superioridad moral de la izquierda. Si no había tenido bastante con la OTAN y los GAL, sin olvidar toda la retahíla de corruptelas que salpicaron de escándalos la última década del siglo, a mí terminó de abrirme los ojos aquel personaje nefasto que fue Carlos Sochaga, quien anunció -y se quedó tan pancho- que España era "el país del mundo donde más fácil es hoy hacerse rico". Vamos, que fue como decirnos que aquello del socialismo solo era un espantajo para ganar elecciones, y que si nos lo habíamos tragado era problema nuestro ser tan cándidos.  

La Caída del Muro y la "descongelación de las libertades" -Baudrillard dixit- en el antiguo Telón de Acero, terminaron de consolidar la hegemonía mundial norteamericana y dieron sentido a aquello del "pensamiento único", según el cual la economía de libre mercado era incontestable. Como dijo Margaret Thatcher, "There is not alternative". La Revolución Conservadora dibujó el mapa de la globalización a partir de esa consigna tan tóxica, la cual proclama la imposibilidad misma de la política, pues contiene la renuncia a cualquier forma de disenso y, por tanto, de propuesta alternativa. Los estados quedaban convertidos en maquinarias de gestión, comisiones técnicas de expertos a los se aplaudiría mientras no perturbaran la lógica del libre mercado. 

La formidable prosperidad subsiguiente no solo nos haría nadar en la abundancia a los occidentales, sino que incluso sacaría de la insalubridad de las chabolas a los menesterosos de la Tierra. Obviamente yo no me creí ni por un instante este relato, hasta el punto de que aquello del "final de la historia", con lo que Fukuyama proclamaba alborozado la derrota de todas las alternativas al modelo demoliberal, no me pareció mucho más que una gansada. 

Y, sin embargo, de que el mundo asumiera la plantilla reagan-thatcheriana para regir la globalización éramos tan culpables como los pardiariosff aquellos que, sin creérnoslo, renunciábamos a la posibilidad -a la obligación, diría yo- de construir un discurso antagonista. 

Fueron muchas las peripecias personales y los acontecimientos públicos que me hicieron entender que la izquierda debía volver a comparecer con fuerza en la escena política y que era necesario diagnosticar el presente desde viejos y nuevos conceptos críticos. Nunca he visto tan claro a lo largo de mi vida que un discurso de izquierda, es decir, construido desde la crítica de las formas de dominación y dirigido al horizonte de la transformación de las estructuras opresivas, es hoy en día no solo posible sino, sobre todo, imprescindible. 

Hay algunos acontecimientos e incluso alguna que otra anécdota personal significativa que me hicieron entender que había que luchar por una globalización alternativa a la que se había impuesto. Podríamos hablar de nuestro 15M, de Occupy Wall Street, la Primavera Árabe, la monumental estafa financiera de la Gran Recesión... La fuerza emergente de los populismos reaccionarios que se han ido haciendo fuertes al rebufo de Trump o Bolsonaro solo son un síntoma más de lo urgente que resulta reforzar las redes de resistencia. 

Hay no obstante dos cuestiones que han marcado mi experiencia política a lo largo del último cuarto de siglo. La primera tiene que ver con mi trayectoria profesional como docente en la escuela pública. Ante la evidencia creciente de que se intenta fomentar la brecha social a través del sistema educativo, y que la escuela pública está destinada a ser una especie de beneficencia para que la futura mano de obra barata no se entregue a la delincuencia, solo caben dos opciones: someterse o pelear... o, si lo prefieren, sucumbir a la tentación del cinismo o luchar para que la escuela pública siga siendo aquello para lo que nació, un ascensor social. 

La otra me dirige a 1999. La Cumbre de la OMC (Organización Mundial del Comercio) que se celebró en Seattle era solo una más de las llamadas que las élites financieras lanzaban a los Estados del mundo para dejarles claro que si querían formar parte de la agenda de la globalización habrían de asumir sin rechistar todas las recetas del neoliberalismo. En otras palabras: desmantelamiento o privatización de los servicios públicos, precarización del empleo, renuncia al rigor fiscal... Se trataba en definitiva de eliminar las regulaciones regionales y asumir la plantilla única de los nuevos amos del mundo. En suma, nada que no fuera característico de cualquier otra reunión oficial de oligarcas. Pero Seattle 99 tiene el honor de haber pasado a la historia no por la Cumbre en sí, que por cierto hubo de suspenderse, sino por la Contracumbre organizada por organizaciones sindicales, ONGs o grupos ecologistas y que llegó a reunir a cuarenta mil activistas norteamericanos y de otros muchos países. Aquella protesta, de la que el ex-ministro español Rodrigo Rato dijo que "no podrán detener la liberalización del comercio", dio origen al Foro Social Mundial, posteriormente llamado Foro de Porto Alegre, el cual es a su vez el eje fundacional del llamado Movimiento Alterglobalización. 

Desde entonces han sucedido muchas cosas trascendentes, incluyendo esta pandemia de la que no sabemos en qué estado  saldremos. Muchos de los jóvenes participantes en las protestas de Seattle llevaban un libro en la mochila, "No Logo. El libro negro de las marcas", de la periodista canadiense Naomi Klein. 

He leído entera la obra de Klein. Intuí desde el primer momento -y ya hace veinte años- que aquella joven y valerosa investigadora tenía muchas razones para impugnar un modelo tóxico y tramposo que se había impuesto a través del mundo entero sin que nadie se atreviera a cuestionarlo seriamente. 

Hace un par de años decidí que había que ayudarles... a Klein y a quienes se manifestaron en Seattle junto a ella... y lo han seguido haciendo desde entonces, fecundando un movimiento crítico mundial de cuyo éxito depende, sospecho, nuestro futuro y el de nuestros hijos. La suya era, desde el primer momento, una bella causa. Ahora sé, sin ninguna duda, que además tenían razón. Por eso hay que aliarse con ellos. 

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