Friday, September 10, 2021

HAN VUELTO

 


No sabemos qué está pasando en Afganistán. No es extraño, pues, a fin de cuentas, tampoco entendimos en su momento una guerra europea: la de los Balcanes. Cuando, por ejemplo, el siniestro Rey de Bélgica, mandaba asesinar a millones de indígenas en el Congo porque le importunaban, los europeos vivíamos confortablemente, convencidos de que el continente negro necesitaba nuestra presencia para “civilizarse”. Nada se nos contaba sobre las carnicerías que allí se perpetraban. Hoy sí creemos saber lo que pasa. La hipertrofia informativa alimenta la sensación de que el drama se nos está
transmitiendo en directo, pero, cómo tantas veces, lo que nos llega es un relato, un relato sesgado y accesible a nuestras mentes, tan perfectamente formateadas en la lógica demo-liberal.

 

Creemos saber, pero no entendemos. No podemos imaginar en qué mundo viven los habitantes de Afganistán. No sabemos por qué los pastunes parecen desear el regreso talibán, no sabemos cómo le ha ido a la mayoría de las mujeres durante la dominación extranjera… solo sabemos que con los bárbaros volverán a ser martirizadas, excluidas, anuladas… La disidencia será perseguida… claro, como en tantos otros sitios.

 

En cualquier caso ese noticiario que en los últimos días empieza a remitir -al hilo de la DANA, el frustrado fichaje de M´Bappe o las ridículas críticas del líder del PP- forma parte de un horror show que encuentra su momento ideal en el verano. Los mismos que se sienten impulsores de la revolución feminista apoyando la causa de Rociíto, nos exhortan a hacer algo para salvar a las mujeres afganas del terror talibán. Sorprende que la estructura de las tertulias “serias” sea análoga a la de los programas de telebasura a los que nos ha acostumbrado Telecinco.

Si realmente creemos saber, deberíamos estar en condiciones de contestar a ciertas preguntas.


Para empezar, y pese a que buscamos a los talibanes en las tinieblas de la prehistoria -y ciertamente sus prácticas y sus gestos parecen medievales, casi asirios-, nos cuesta entender que en su origen está la CIA. ¿Qué responsabilidad tiene el gobierno norteamericano en la emergencia histórica de los fanáticos? En la lógica de la Guerra Fría, los halcones de Washington entendieron que aquella plaza en el centro del mundo no se podía conceder a los soviéticos… Entonces se inventaron a los barbudos. Y como sucede en las películas, cuando alimentas al monstruo antes o después se vuelve contra ti.

“Geoestrategia”, lo llaman. La OTAN nos lanzó a invadir Afganistán y se alegaron motivos humanitarios. Veinte años después abandonamos el fortín porque el ejército regular afgano “nos ha decepcionado”. Ese problema no lo tienen en Arabia Saudí. Allá los sátrapas controlan el petróleo, la sharía se impone igualmente y la obscena riqueza de algunos coexiste con la infame pobreza de los esclavos, como si una y otra cosa no tuvieran nada que ver. Pero Afganistán es más fea porque toda ella es pobre y en vez de jeques mandan los señores de la guerra.

Ah, claro, y está el Islam, esa cosa tan peculiar a la que aquí nos referimos como sabiendo de qué hablamos. Miramos el mundo musulmán como un fracaso histórico sin remedio. Como siempre, aplicamos fórmulas simplistas para concluir que una cultura desconectada del progreso bloquea el acceso al bienestar y la democracia. Pero no pensamos que los fanáticos siempre han triunfado en todo el planeta allá donde se escampaban la ignorancia, el hambre y la violencia. También fue así en Europa, sede de las mayores degollinas hasta no hace mucho.

No dudo de la brutalidad talibán, sé qué tipo de sujeto es un fanático. Y sé también por qué la gente desesperada se une a ellos. ¿Quién de entre nosotros no desearía un destino menos infame para los ciudadanos de Afganistán, especialmente para las mujeres, amenazadas por el burka, cuando no algo peor? Ahora bien, cuando identificamos con los derechos humanos y la democracia eso a lo que llamamos pomposamente los “valores occidentales”, se nos olvidan dos cosas.

La primera es que, antes que progreso y libertades, lo que los occidentales han exportado al mundo son ejércitos, armas, esclavitud y corrupción. Cuando, no sé si por una candidez angélica o un cinismo atroz, los liberales hablan de la necesidad de más globalización”, me pregunto si el verdadero problema con algunas sociedades, especialmente con la árabe, no radica en que son refractarias a la mercantilización generalizada que impone el capitalismo contemporáneo. “Integrismo blanco”, así llamaba Baudrillard a la gran lógica de la mundialización cuyo designio es someter a la ferocidad de la rentabilidad corporativa cualquier lugar de la Tierra con posibilidades extractivas. Tras ese integrismo soft, repleto de buenas palabras, se oculta un plan siniestro: asfixiar todas las formas de singularidad comunitaria y cultural, toda práctica generadora de cohesión social que de una u otra forma se resista a la plantilla única de la globalización, esa que solo puede expresarse a través del dinero y la especulación.


La otra cosa que se nos olvida, seguramente por un patético paternalismo, es que en esas sociedades a las que enviamos a los ejércitos para salvarles de sí mismos, existen personas y colectivos llenos de coraje que pelean por sacar a sus comunidades adelante. Grupos de médicos, maestros y líderes de barrio en las favelas; colectivos indigenistas que protegen las selvas de una criminal deforestación; pastores nómadas que en el Sahel plantan cara a los yihadistas; cooperativas de pequeños propietarios que resisten la presión de la agricultura intensiva y los monocultivos; estudiantes e investigadores que trabajan por encontrar en bosques y montañas nuevos remedios frente a la depredación de las farmacéuticas… La lista, por fortuna, es interminable. La expresión enferma y odiosa de esa resistencia son los terroristas y los fanáticos, pero vamos por mal camino si no entendemos que el mundo no está esperando que le salvemos con nuestros ejércitos, que solo son la prueba de que no entendemos nada.


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