Wednesday, September 29, 2021

DEVUÉLVANME LA DOCENCIA















Hará un par de décadas leí un artículo de un compañero titulado “Devuélvanme mi cero”. No he sido capaz de encontrarlo en internet, pese a que he rastreado con ganas, pero recuerdo que ya entonces llamó mi atención. En aquel tiempo, y a modo de coletazo de la célebre logse, el gobierno del psoe había transmitido a escuelas e institutos la ordenanza de eliminar de los currícula la calificación mínima vigente hasta entonces, el cero. Podrían ustedes maliciarse que aquel caballero era un fanático de los ceros y que le encantaba arruinar las ilusiones académicas de sus tiernos pupilos a golpe de suspensos. Yo, personalmente, no creo que fueran por ahí los tiros. No hará falta que yo les explique que hay una diferencia entre un examen en el que el examinando contesta correctamente una pregunta de diez -un “uno”- y otro que deja en blanco o contesta inventándose todas sus respuestas, que también lo hay.
Se supone que el cero resultaba humillante y podía hundir la autoestima del alumno… algo así como un acto de violencia del docente opresor. Se me ocurre pensar que acaso el uno también constituía una agresión, más si pasaba a figurar como la peor nota posible. Y eso sin olvidarnos del dos, que en mi tiempo era un “muy deficiente”, o el tres y el cuatro –“insuficiente”- que también jodían bastante, entre otras cosas porque suponían que tenías que hacer recuperaciones. Imagínense el Auschwitz en que se convertían los exámenes de septiembre.
Pues bien, a aquel señor no le devolvieron su cero, es más, vamos camino de que a los docentes no nos otorguen ni tan siquiera la posibilidad de decidir que un alumno es apto para aprobar una asignatura y, por lo tanto, pasar de curso.
Me explico.
Cuando debuté en esta profesión -concretamente en La Mancha, en lo que entonces denominaban Territorio MEC- una compañera veterana, ante mis dudas, me dijo algo claro como el agua y que he comprobado durante décadas: “Si no suspendes, no puedes trabajar”
Les cuento otra. En cierta localidad alicantina donde trabajé y habité, felizmente, durante casi una década, la directora planteó un día al claustro la necesidad de “reflexionar seriamente sobre la gran cantidad de suspensos que registramos en la ESO”. Un compañero de Ciencias algo silvestre le contestó que la solución era fácil, “les pongo a todos un 10, como hace el de Religión, y asunto solucionado”. La intervención generó una carcajada masiva en el claustro. Hoy ya no tiene ninguna gracia, pues ya no es una broma: las directrices, o si ustedes lo prefieren, los aires que nos van viniendo cada vez con más fuerza -y el Gobierno ha terminado convirtiéndolos en ley- se resumen en una consigna: “apruébelos a todos”. O, si ustedes lo prefieren: “si te atreves a poner suspensos, atente a las consecuencias”
No voy a aburrirles citando todo el andamiaje legal que nos va cayendo encima, normalmente con mucha verborrea tecno-pedagógica orientada a eliminar el fracaso escolar por la vía del café para todos. Habrán oído hablar de los “ámbitos”, que consisten básicamente en acabar con las asignaturas y con la enseñanza por especialistas, más o menos lo que siempre se ha hecho en primaria y se ha implantado ya en la secundaria. También sabrán algo respecto a la convicción de los expertos del gobierno de que la repetición de curso no da resultado, ante lo cual tienen una solución, que es eliminarla. Lo que en la práctica eso supone es que nuestros alumnos empiezan cada curso sabiendo que sin estudiar ni atender en clase, simplemente no ausentándose por sistema ni arrancándole la cabeza al compañero, pasarán holgadamente al siguiente nivel.
¿Y los padres de los niños que podrían suspender? Pues por lo general, contentos, pues el instituto termina siendo como El Corte Inglés, cuyo objetivo es la satisfacción del cliente. ¿Y los niños que, por algún milagro, tienen vocación de estudio? ¿y sus padres? Bueno, alguno se plantea si sirve para algo el esfuerzo de lograr un título que se puede lograr también tocándose los huevos en clase, pero si se le ocurre decirlo igual se convierte en el friki de la clase y le cae alguna que otra hostia.
 
 

 









Soy algo viejuno, sí, hablo como un viejo profe autoritario y todo eso. Pero, permítanme. A medida que avanzo en mi madurez profesional, me voy convenciendo más que la idea con la que María Ángeles, Ricardo, Jordi o yo vamos al aula -que los alumnos aprendan algo de Geografía, Literatura, Latín o Filosofía y Ética- es una manía absurda y una ridiculez obsoleta. No me pagan para que los alumnos aprendan mi materia, sino para cuidar niños unas horas al día, a ser posible evitando que los más insumisos se conviertan en delincuentes o, si ya lo son, vayan por la calle cometiendo fechorías. No sé a ustedes, pero me pregunto si a mí me enseñaron a Kant para esto.
Les lanzo una pregunta. Si yo envío alumnos prácticamente analfabetos, acostumbrados a no exigirse esfuerzos ni a pasar momentos de estrés, ¿confiarán en ellos cuando tengan que trasplantarles un hígado en un quirófano? Si un chico llega a la carrera de Arquitectura sin saber ni quién fue Brunelleschi, ¿soy inocente de que después se le hundan los puentes que construya?
Voy a ser concluyente y sórdido, pero realista, porque a mi edad ya no me está permitido vivir en los mundos de Yuppi. Este es un planeta inhóspito como la puta madre que lo parió. En nuestro querido estado del bienestar, si eres un niño, tienes un tercio de posibilidades de ser pobre y, por tanto, víctima de toda suerte de abusos, desigualdades y exclusiones. Conseguir un puesto de trabajo es poco menos que un milagro, pues el capitalismo crea más precariedad laboral que nunca. Nunca a lo largo de los últimos setenta años, ha habido tan poca movilidad social como ahora, lo cual significa que si uno nace pobre, al contrario de lo que sucedía en los años gloriosos de la social-democracia, es casi imposible que mueras siendo otra cosa que pobre. Puedo hablarles de la catástrofe eco-climática que les dejamos a nuestros herederos o de las perspectivas sanitarias, que empiezan a no ser tan halagüeñas como hace décadas, cuando no sabíamos demasiado ni de pandemias ni de redes de salud privatizadas.
¿Ven a donde voy a parar? Cabe preguntarse si esta supuesta blandura investida de tecnocracia pedagógica por la que, no dejándonos calificar libremente, no viene ocultamente asociada a una trama más perversa que la de proteger a los chicos del sadismo docente. Yo mas bien creo que detrás hay un propósito de degradación de la enseñanza pública que se asocia a la lógica de la mercantilización general de los servicios educativos. O lo que es lo mismo, si se deteriora y abarata la calidad de la escuela pública, quien quiera realmente consumir servicios educativos que le sitúen favorablemente en el mercado laboral, tendrá que invertir dinero, mucho dinero, lo que hará ricos a unos cuantos españoles avispados. Si un título se regala y si no hace falta saber multiplicar para aprobar la ESO, entonces el título no vale nada, lo que evidentemente perjudica a quienes sí se han esforzado en conseguirlo. Con ello, lo que se logra además es extender la especie de lo que pasa en un aula no vale para nada y que lo mejor que podríamos hacer en ellas es dejarles jugar con el móvil. Para finalizar, todo esto epercute además en la autoridad intelectual y ética del profesor, que pasa a ser una especie de guía, un poquito animador cultural y un poquito carcelero.


Bien pensado, yo no quiero que me devuelvan mi cero. Me conformaría con que me devolvieran mi cuatro. O la posibilidad de hacer lo que me gusta, que es enseñar filosofía. Claro que esa, la de enseñar cosas e invitar a los alumnos a esforzarse en pos del conocimiento, parece cada vez más una manía funesta de profesores viejunos y con mentalidad de inquisidores. Menos mal que en unos cuantos años me jubilan.









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