Thursday, February 10, 2022

EL MONO MALDITO



Pregunto a mis alumnos de la ESO por la célebre frase de Thomas Hobbes: "El hombre es un lobo para el hombre". Se deduce que, en  estado natural, la condición ferozmente egoísta y depredadora del ser humano conduce a la guerra de todos contra todos, o, lo que viene a ser lo mismo, a la destrucción de la especie. Difícil no coincidir entonces con el pensador escocés en la necesidad de un gobierno despótico, un "Leviathan" -como él lo llama- destinado a imponer el terror para salvarnos de nosotros mismos. Tiendo la trampa en el aula y caen como moscas: "necesitamos" -me contestan algunos- "el miedo al castigo para no robar, agredir o violar". Les pregunto entonces qué mueve a tantos y tantos seres humanos a indignarse por el hambre en el mundo, a abuchear a los políticos corruptos o a gritar en público contra las guerras. Y entonces llegan las dudas, que es exactamente lo que pretendo: impedir que se acomoden en el escepticismo absoluto, que me parece una salida facilona. Tanto  como ingenuo sería creer que no necesitamos leyes ni jueces ni cárceles. 


Vuelvo una y otra vez a "El caballo de Turín", del húngaro Bela Tarr. Ningún film me ha estremecido tanto en muchos años. Supuesto trasunto de Nietzsche, un vecino llega a la casa de los protagonistas, un viejo y su hija, prisioneros de una tormenta espantosa y que viven una existencia gris y miserable. Dice haberse quedado sin palinka, un licor por lo visto común entre aquellos desdichados. Aprovecha para mortificar al viejo con un discurso al que su hija asiste en un intrigante silencio. No hay esperanza para la raza humana, afirma. Una estirpe de lobos codiciosos y sin escrúpulos han dominado el mundo desde siempre. No hay dioses, ellos lo saben. Por eso se han apoderado del mundo terrenal -el único disponible-, y han contado para ello con la aquiescencia de todos los demás, que lo hemos tolerado por pura cobardía. "Así fue siempre", concluye, "y así seguirá hasta que nos extingamos". 



¿Tiene razón el tipo que desaparece en medio de la tempestad mientras regresa a su casa para emborracharse?


Sé algo sobre mi propia maldad, sé de lo que soy capaz. Pero he salido al mundo, y a menudo me he sorprendido con la evidencia de que en crueldad solo soy un amateur. Además con el tiempo he desarrollado una pereza para hacer daño que amenaza con convertirme incluso en un tipo previsible y aburrido. Pregunto a mis alumnos que harían si consiguieran volverse invisibles. Yo les digo que no le tocaría las tetas a las mujeres ni robaría en las tiendas del barrio ni empujaría escaleras abajo a los vecinos que me caen mal o a los alumnos que no se comportan en clase. Intento hacerles ver que incluso en un tipo tan insignificante como yo hay alguna suerte de fibra moral, algún principio de virtud que me inclina a no ceder a las más bajos instintos aunque me asistiera la impunidad más absoluta. Intento defender el supuesto de que ellos, y la mayoría de las personas que conozco, poseen también esa fibra, la llamada de la conciencia que impide a la mayoría sumarse a la legión de los desalmados. 

Quizá me esté equivocando. La vida no acostumbra a ponerme en la tesitura de tener que chafarle el cuello a nadie por comer o dormir bajo techo. ¿Sería igual si tuviera que batirme por necesidades esenciales? Mi padre me ha contado cosas sobre los bombardeos franquistas de Valencia o sobre la hambruna de posguerra. Pero no hace falta irse tan lejos en el tiempo. Cuando estalló el covid, vi a dos tipos hechos y derechos pelearse en el mercadona por llevarse el último paquete de papel higiénico. Una trabajadora, cuando pasó lo peor, me confesó que regresó muchas noches llorando a casa porque la actitud de muchos clientes en aquellos días parecía propia de una situación catastrófica... Y, joder, sólo era el covid.

Escucho a personas de mi edad decir que ya han dejado de creer en sus congéneres. Acaso tengan razón, acaso somos una especie de simio maldecido por los dioses, que le han dotado de luces para ser la bestia que habrá de provocar su propia extinción, sin que esté claro que no vaya a provocar de paso la de todo el planeta. 


Quizá debamos abrir esta noche una botella de palinka y emborracharnos hasta olvidarnos por unas horas de nuestra propia inmundicia. 


Y sin embargo... y este "sin embargo" abarca un espacio inagotable.    

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