Toda profesión, incluso la de paseador de patos, requiere respeto social. Pero hay algunas que pierden todo su sentido si no lo obtienen. Una de ellas es la de juez, otra es la de político… Y otra, creo, es la mía. Ya hace tiempo que cuando acudo por las mañanas al IES no acaba de quedarme claro si trabajo de asesor emocional, cuidador de niños, asistente social, animador cultural, carcelero o burócrata. Yo sé muy bien quién soy y por qué elegí mi profesión, pero me preocupa que el entorno, la sociedad en general y la comunidad escolar en particular, no tenga claro qué justifica mi presencia entre aulas y pasillos del instituto. ¿Para qué sirve un profesor? Buena pregunta.
Un establecimiento educativo, antes que ninguna otra cosa, es
un centro de difusión de conocimiento. Factores como el de la socialización o
la inclusividad son importantes, por supuesto, pero estaremos equivocándonos si
olvidamos que lo que nos reúne en este recinto es el interés, o incluso la
pasión, por el saber. Dado que de niño no fui un buen alumno, puedo entender el
aburrimiento e incluso la rabia de muchos chavales cuando pasan horas y horas
aguantando rollos para obtener una titulación que no saben si les va a llevar a
algún sitio. No creo que vayan a crecer en el peor de los mundos posibles, pero
sospecho que van a construir sus biografías en un escenario social
extraordinariamente complejo, cambiante y repleto de incertidumbres. En esas
circunstancias, es difícil transmitirles aquello de la cultura del esfuerzo
que, llámela cada cual como guste, es lo único que le da sentido a un aula.
Podemos enseñar a hablar inglés, leer el Lazarillo o resolver ecuaciones, en
realidad es lo mismo. Pero cuando después de tres décadas de ejercicio
profesional compruebo que a ningún inspector, gestor político o pedagogo le ha
preocupado en lo más mínimo si mis alumnos aprenden algo de mis clases,
entonces me da por preguntarme qué demonios pinto con la tiza en la mano
delante de un montón de jóvenes que desean que las horas pasen lo más rápido
posible para irse a ver banalidades en Tik Tok.
Por todo ello me gustaría efectuar algunas aclaraciones. Me
gustaría dirigirlas especialmente a mis alumnos, pero sospecho que a quién de
verdad podrían hacerles falta es a algunos de mis compañeros más jóvenes. Han
llegado a la profesión en un momento en el que aquello del respeto al profesor,
que no es sino el respeto a la autoridad académica y moral del enseñante,
parece pertenecer a un pasado remoto. Mi primer consejo sería que no se sometieran
a esa dictadura de la indiferencia y la burocracia que trata de
deshumanizarles. No es seguro que respeten tu trabajo, compañero, por eso es
más importante que nunca que te respetes a ti mismo.
A quien corresponda:
1.
Esto, señores, no es El Corte Inglés. Mi
objetivo no es la satisfacción del cliente. Las instituciones me han puesto
delante de niños y adolescentes para ayudar a que la comunidad sea mejor. Eso a
veces supone ser guardián estricto de la convivencia e incomodar a quienes
ocupan el pupitre, pues no hay enemigo más peligroso que la pereza. Mi misión
no es hacer amigos ni caer bien.
2.
Agradezco a los políticos su empeño en
modernizar los métodos pedagógicos y promover el uso de las nuevas tecnologías.
Pero, créanme, me basta con una tiza, una pizarra y, lo más importante, unos
alumnos con una mínima ilusión por aprender. Si no nos volvieran locos
cambiando las leyes cada poco también estaría bien, aunque creo que ya estoy
pidiendo demasiado.
3.
Es posible que cualquier youtuber descerebrado
ejerza infinitamente más influencia sobre nuestros queridos alumnos que una
clase de Física que pudiera aplaudir el mismísimo Albert Einstein. Sigo
creyendo que uno de los placeres más intensos y sublimes es el de la sabiduría,
pero no es fácil que los chavales me sigan en ello si desde más allá de los
muros del IES les insisten en que lo único que va a realizarles en la vida es
ser buenos consumidores.
4.
Enseño filosofía porque me gusta y, sobre todo,
porque creo que es bueno para la sociedad en la que vivo. No es una neurosis
mía querer que mis alumnos aprendan a analizar un texto, elaboren exposiciones
bien argumentadas y aprendan a ser librepensadores y ciudadanos dignos de una
polis democrática. Si no quieren que enseñe, señores gestores, póngame con
Julia y Marcelo a hacer fotocopias o jubílenme, pero dejen de decirme que la
culpa de la desmotivación de los alumnos es mía y que necesito reciclarme.
Recíclense ustedes.
5.
Dejen de insistirme, señores políticos, en que
las repeticiones de curso y los suspensos no solucionan nada. Son ustedes los
que suelen empastrarlo todo, entre otras cosas porque la mayoría hace siglos
que no han pisado un aula, pese a que se les llama “expertos”. Suspendo a
algunos alumnos porque quiero reconocer el esfuerzo y el mérito de los que se
ganan el aprobado. Es así de fácil. Si todo da igual, entonces creamos la peor
de las injusticias.
1 comment:
¡¡¡Bravo!!!
Lluís.
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