“La generación de cristal”. La etiqueta ha hecho fortuna porque es ingeniosa y eficaz. Pero, como tópico de la sociología, abre espacios muy amplios para su refutación.
“Generación de hierro”, esto lo he leído mucho últimamente. Más que una refutación parece una venganza. Puede que lo del cristal dichoso sea generalista y sesgado, pero “de hierro”…qué quieren que les diga, no se me ocurre una fórmula menos certera para diagnosticar la problemática juvenil de nuestro tiempo.
Cualquiera que entra en un aula repleta de adolescentes sabe que incluso en los grupos más anodinos hay alumnos cuyo mapa moral incluye algo más que videojuegos, fútbol y las baladronadas de algún youtuber jactancioso. Pero es que, como dice Elvira Lindo, “si no generalizo no escribo”. Es incuestionable que habitamos un contexto de extrema susceptibilidad. Tenemos una juventud hipersensible, pero no se equivoquen, no es un conflicto generacional, pues resulta que tenemos una sociedad hipersensible, una sociedad “histerizada”, si me permiten recurrir a Freud.
Un día a alguien se le ocurrió eso de los “ofendiditos”. Y acertó. Otra cosa es que con esa burla puedas detener un tsunami. Desconfío por sistema de todas las críticas a lo woke y a la corrección política, sobre todo porque sé de dónde suelen provenir. Ahora bien, de igual manera que es repudiable una sociedad violenta y despiadada, donde los niños duermen en las calles y a los gays los ahorcan, convendría que nos preguntásemos si un exceso de higiene moral no obedece al final a motivaciones más oscuras que la de proteger a los débiles, amparar la diversidad y neutralizar la ley del más fuerte.
En los últimos años algunos compañeros de trabajo, formados en las nuevas pedagogías, (que por cierto me niego a llamar “libertarias”) insisten en reprocharme a mí y a otros compañeros, veteranos normalmente, ciertos usos supuestamente agresivos con los que nos dirigimos a nuestros alumnos. Apelan a la atención a la diversidad y nos recuerdan que debemos ser cuidadosos para evitar situaciones ofensivas.
No se piensen que estoy hablando de actitudes racistas, machistas o similares. Soy algo borde, pero no soy un reaccionario. En una clase de antropología, pregunté a un alumno japonés si conocía la escritura kanji, y parece que se sintió molesto porque a lo largo de su infancia había recibido muchas burlas por su procedencia y exigía que no aludiéramos en público a su condición étnica. En otra ocasión, a vueltas con el tema de la prostitución, pregunté a una alumna recién llegada de Cuba si conocía el caso de las jineteras, tras lo cual ella acudió a la jefa de estudios para explicarle que yo la había relacionado con la prostitución. Sumo y sigo, a una adolescente le dije que con el jersey tan alto iba a coger una lumbalgia, tras lo cual me dijo muy ofendida que yo había cuestionado el decoro de su atuendo.
Si les apetece sigo, la historia es interminable. No me estoy quejando de nada. Sé con qué materia prima trabajo y un adolescente es por definición una persona en construcción y, por tanto, propensa a la susceptibilidad. Que este problema, el de la sobrerreacción a las supuestas ofensas –hasta el punto de que cualquier cosa puede ser constitutiva de insulto- nos esté desbordando actualmente solo significa que debemos trabajar más y mejor.
Lo que de verdad me preocupa es que se crea que el problema está en el falso ofensor y no en el “ofendidito”. Y temo que podemos estar equivocándonos de objetivos.
A lo largo de un solo día yo me siento ofendido muchas veces y por múltiples razones. No me pongo a la cola de las víctimas pendientes de no sé qué reparación porque mi biografía ha sido –como la de cualquiera de ustedes- una sucesión de traiciones, hostias, batacazos y humillaciones. Me han dado hasta en el carnet de identidad, y yo le he pagado al mundo con la misma moneda, ¿qué creían?, soy tan hijoputa como cualquiera.
Por eso precisamente me cuesta entender que no veamos la evidencia de que estamos equivocándonos con la educación de nuestros hijos. Los niños van a la escuela como se va al ejército, no se engañen, por Dios. La escuela uniformiza, y debe hacerlo. Cuando un profesor explica a sus alumnos adolescentes el encanto de la singularidad y les incita a dar vía libre a sus emociones debería pensar en el esfuerzo titánico que antes han hecho otros maestros para que los niños aprendan a no mearse encima, sentarse en un pupitre, guardar un turno de palabra o no interrumpir con la primera gilipollez que se les ocurra. Y eso tiene un nombre: disciplina, esfuerzo o, si lo prefieren, solidaridad colectiva.
Claro que hay que proteger y fomentar la diversidad. Claro que hay que evitar caer en el racismo, el machismo o la discriminación de los distintos. Pero para que lo diverso encuentre espacios en los que respirar, es necesario que todos entendamos que formamos parte de un gran edificio social donde la convivencia solo es posible en la medida en que nos demos ciertas reglas cuyo cumplimiento debe ser obligatorio. Ofendemos porque existimos y decimos lo que pensamos. Si el objetivo de mis intervenciones públicas es no ofender, entonces es mejor que me recluya en el silencio. Y eso es una claudicación.
No educamos para evitar crearle traumas a la gente. Educamos, y lo diré cuántas veces haga falta, para evitar que Auschwitz se repita. Y no estoy nada convencido de que estemos ganando esa batalla.
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