Desde que Victoria Beckam dijo aquella genialidad de “sin tacones no puedo pensar”, nada me ha parecido tan warholiano como Lamine Yamal. Bueno, en realidad miento, pues basta proyectar una mirada irónica sobre el mundo para darse cuenta de que todo este paisaje hipercomunicado y sometido a la saturación de datos e imágenes es perfectamente warholizable… Ustedes y yo también, por cierto. Si warholizáramos nuestras vidas, si fuéramos capaces de encontrar el lado cómico de nuestras tragedias, nuestras frustraciones y esa cara ridículamente circunspecta con las que deambulamos, quizá seríamos capaces de entender que la vida, ciertamente, no se puede tomar demasiado en broma, pero, sobre todo, no se debe tomar demasiado en serio.
“Soy profundamente superficial”, dijo el padre del Pop-Art. Lo que Andy entendió como pocos es lo idiota y banal que se estaba volviendo la civilización desde que, en los años 60, decidimos que lo que de verdad queríamos no era ser amados, ni tener una familia, ni ir al cielo junto a Dios, sino alcanzar la fama, aunque solo sea durante 15 minutos, y acudir a unos grandes almacenes en vez de a misa. No se ha entendido nunca la radicalidad del gesto warholiano, una reducción al absurdo por la cual, en vez de combatir frontalmente la idiotez dominante, se exhibe compulsiva y obscenamente una idiotez hiperbólica e irónica. Emitiendo signos que, en realidad, no significan nada, Warhol asumía que el destino último de la civilización opulenta es la proliferación de significantes vacíos, efímeros y tan perfectamente seductores como olvidables.
El arte futbolístico de Lamine es mágico, pero intuimos que lleva su cercana fecha de caducidad escrita en la cara. Nadie ha jugado tan bien al fútbol durante tanto tiempo como Messi, ni probablemente, como Cristiano, pero no estoy convencido de que hayan aportado nada valioso a la sociedad. Sin duda los dos han logrado más éxitos que Maradona, pero Diego, que era cualquier cosa menos un hombre ejemplar, arrastraba el aura y la maldición de los guerreros amados de los dioses. Por eso activa fervores santeros en ciudades tan vitales y confusas como Nápoles o Buenos Aires.
Sospecho que su neymarización le dejará a medio camino, pero Lamine podría ser Diego porque tiene algo de su gracia y le acompaña ese aire mesiánico que a veces reconocemos en los héroes surgidos del suburbio. Ser futbolista de élite implica cargar con un pacto fáustico que Cristiano y Messi entendieron perfectamente porque, a pesar de todo, solo son profesionales del fútbol. Obtendrás la gloria y el dinero que desea todo niño, pero no disfrutarás de ello porque no te dejarán ni tu entrenador, ni los periodistas ni el público. Si te niegas tardarás poco en convertirte en un juguete roto. En los acompañantes de Lamine –eso a lo que llaman el entorno- uno adivina la reencarnación de esos tipos con trajes de mafioso que acompañaban a Diego por los boliches de Barcelona cuando tenía veinte años y no entendía por qué los placeres había que postergarlos.
El Príncipe del Pueblo que se hace rico y alcanza todo lo que los pobres ambicionan. En la ostentación hortera, el espantoso pelo teñido y las baladronadas que dice encontramos a un agente pro-sistema involuntario. Pero también hay algo profundamente insolente y levantisco en Lamine. Dani Carvajal, que tiene edad para ser casi su padre, le reprochó alguna tontada dicha recientemente tras la derrota del Barça en el Bernabeu. Con eso, además de demostrar que es un mal tipo y hacer ver a Florentino que es más madridista que nadie, produjo un efecto inesperado que detecto en mis alumnos: “Lamine es nuestro”, piensan.
Es tan ridículo convertir a Lamine en símbolo de una insurrección juvenil como considerar a Vinicius líder del antirracismo. De acuerdo, y sin embargo, detecto en este crío sin padre e incapaz de digerir lo que le está ocurriendo un misterioso poder de comunicación que impacta con mucha fuerza en sus coetáneos. Si lo que comunica es bueno o malo, estoy aún por decidirlo. Pero, lo reconozco, me divierte mucho este muchacho. Con el balón y sin él.

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