Decimos que la sociedad se halla en desorden. Presentimos la agresividad en el que se cruza con nosotros. Las calles, los caminos y los hogares están llenos de gente que dice sentirse harta de que abusen de ella y cree que tiene que demostrar que “conmigo no van a poder”. A menudo esa indignación no se traduce en nada, excepto ir por el mundo con cara de perro, votar a la ultraderecha y escarnecer a inocentes desde los nicks de internet.
He oído relatos como éste muchas veces de la boca de ancianos. Eran los años cuarenta o cincuenta. Alguien en la aldea robó unas gallinas. Acusaron a un “poca roba” que no había sido, pero al que algún cacique hijo de perra le tenía ojeriza. Lo pusieron a caldo en la caserna hasta que “confesó” y pasó dos años en la cárcel. A la vuelta no le restaba sino callar, no remover el asunto, tragarse la furia y ahogar el odio. Lo curioso es que, a continuación, el anciano siempre añade el mismo remoquete: “Aquello era injusto, pero, lo de ahora, que cada cual hace lo que le da la gana… eso tampoco lo entiendo”.
Sabemos lo que es una dictadura. La de Franco era una sociedad atrasada, los bárbaros -al contrario que en el resto de Europa- habían ganado la guerra; los psicópatas, mientras estuvieran en el bando correcto, podían dar rienda a su crueldad impunemente. Los españoles que estaban realmente dotados para modernizar este país de cabreros fueron asesinados, exiliados, silenciados… Por eso prefiero detenerme en la frase final: “lo de ahora tampoco lo entiendo”… Hay mucho que interpretar en su trasfondo, que en mi opinión refleja antes que nada un estado de ánimo extendido.
Forma parte de la idiosincrasia del anciano la jeremiada, es decir, la convicción de que todo va a peor, que los jóvenes son cada día más vagos e insolentes, que los bandidos andolean impunes aterrorizando a inocentes, que los extranjeros llegan sin control para “sustituirnos”, que ya nadie conoce el respeto… Todas esas cosas ya se decían en tiempos de Platón. Pero en nuestro momento concurren algunas circunstancias especiales. El tránsito hispano de un sistema disciplinar, basado en el terror y con tizne medieval, a un estado de derecho, generó en muchos un inquietante sentimiento de desgobierno y desorden. Este proceso nos encontró paralelamente al de la posmodernidad, mucho más globalizado, que puso en cuestión demasiadas pautas en todos los ámbitos de la cultura como para no hacer estallar la desorientación que hoy parece ser el único sentimiento realmente hegemónico. Como dijo Ortega, “lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa”.
Hay una respuesta cómoda, la reaccionaria, que se basa en una nostalgia mal entendida. “Hay demasiados derechos”… ¿Cuántas veces he oído esta idiotez? Nunca hay demasiados derechos. El problema, en todo caso, llega cuando los derechos de unos conculcan los de otros. O cuando el derecho existe formalmente pero, como sucede con tantos de ellos, en la práctica no tiene efecto. No vale pedir que se endurezcan las leyes o se recorten derechos si ello solo ha de afectar al que no es como yo, tiene otro color de piel o no comparte mi visión del mundo. No solo no es ético, además no es eficaz, pues destruye la paz social y desactiva los mecanismos de la prosperidad y del diálogo social.
No necesitamos más violencia policial, ni ricos más ricos, ni más paraísos fiscales, ni menos inmigración, ni menos feminismo… Podemos apoyar a los Trump del planeta si queremos ser parte del problema y no de la solución. Esa solución pasa por una democracia deliberativa y enamorada de su diversidad. Debemos redefinir los parámetros del Estado del Bienestar para recuperarlo, con los mismos fines con los que se concibió históricamente y, a ser posible, sin necesitar otra catástrofe como la que propició el fascismo.
No estoy, por cierto, tan convencido como otros de que esté regresando aquel delirio liderado por monstruos como Hitler o Stalin. No hace falta un Trump para acabar con nosotros porque la deriva nuclear, las hambrunas, las pandemias, las guerras contra los parias o el caos climático no necesitan a semejante bufón para destruirnos.
El mundo debe dirigir sus pasos hacia el socialismo, un socialismo que habrá que replantear y que requerirá una innegociable dimensión democrática y cosmopolita.
Si no, nos extinguiremos.

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